Esa re-presentación, que remite a la profanación de lo sagrado, dice mucho de la condición de fetiche que ha terminado por habitar en la bandera y de su impacto sobre la atención de los espectadores atrapados en su poder capturador. Como fetiche, la bandera no es tanto un soporte de significados imbuidos de la parafernalia del nacionalismo –patria, soberanía, sangre, pureza–, como un sujeto convertido, por efecto de la magia del Estado sobre su vida pública, en un cuerpo hipersensible. Este requiere de un tratamiento preferencial por parte de una élite que habla en nombre del Estado y se ha autoasignado el privilegio de la relación con ese cuerpo. Cuando tal tratamiento es subvertido, como lo hace Luis Manuel Otero Alcántara, la reacción visceral no se hace esperar. Para seguir leyendo…
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