Pablo de Cuba Soria: Estampitas para santos menores / Miles Davis (1926–1991)
Como si ya lo hubiera escuchado todo, sin inmutarse… así tocaba. Su trompeta deslizaba amenazas con el encanto de los elegidos. No vino a explicar el jazz; vino a reinventarlo mientras otros aún descifraban su pasado.
Daba conciertos de espaldas al público, como si el mundo le pesara en la mirada. No te hablaba. No te miraba. Pero no podías dejar de observar a esa sombra que respira con elegancia.
Se interpretaba a sí mismo, con la paciencia de un gato y la autoridad de un emperador en ropa de calle. Esteta implacable, se vestía como si el sonido pudiera llevarse puesto. Su tono era el de un amante que ya hizo las maletas, pero se detiene un instante para que lo veas partir.
Innovó más de lo que otros viven. Birth of the Cool, la puerta de entrada; Kind of Blue, el evangelio. Pero los clásicos eran solo paradas temporales. Dirigía como un dictador de otro plano: silencioso, exigente, telepático. Coltrane, Bill Evans, Herbie, Wayne, todos pasaron por su órbita como satélites agradecidos y ligeramente traumatizados. Estar en su banda era como habitar una profecía de la que no ibas a salir ileso.
Cuando el jazz lo declaró dios, se aburrió. Dejó atrás las baladas, los clubes, el aplauso cortés. Abrazó el funk, la distorsión, el glorioso caos eléctrico. Lo llamaron traidor. Él respondió con Bitches Brew, ese monstruo sonoro que no pide comprensión, solo resistencia.
Su vida fue una serie de resurrecciones con gafas del sol. Nunca domado, siempre en fuga, como si el estancamiento fuera un delito. Tocaba como quien sabe que está tejiendo una leyenda, pero no tiene tiempo para los autógrafos.
Murió con el cuerpo agotado, pero la trompeta siempre ardiente. Convirtió la indiferencia en arte y el silencio en una amenaza refinada. Fue el último imprescindible.
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