Mario Ramírez: Asimov, Musk y algunos otros

A los doce años yo leía El hiperboloide del ingeniero Garin, no porque creyera que Alexei Tolstoi, un tipo que me parecía sospechoso por sus loas comunistas, tuviera algo que enseñarme en el intrincado camino de la escritura. En esa época, al deseo balbuceante de escribir, unía mis fantasías de inventar para la humanidad algo que sonara tan extravagante como aquello de hiperboloide. Pero la novela resultó un fiasco, como el intento de Garin por pasar de ingeniero a dominador del mundo, con hazañas auríferas al más puro estilo ruso, o la destrucción del sempiterno enemigo yanqui, nada menos que en la —hoy renovada— guerra económica. El propio Garin, asqueado de tanta conquista putiniana, terminó de náufrago en una isla.
Debía imaginar que mi vida sería eso si me dedicaba a la ciencia en el comunismo, de no ser porque soy cubano —lo que es igual a tener el naufragio asegurado— y mis únicas conquistas terminaron siendo la supervivencia y la poesía. Pero entonces se me apareció Isaac Asimov, un ruso que, sin dejar de serlo, se portaba como un neoyorquino. El escritor perfecto, que iba y venía de un género a otro mientras imaginaba toda clase de inventos y mundos, me convenció de gastar cinco años en alguna ingeniería donde purgar mi limitado ingenio, para luego emprender la difícil conquista de la letra.
Sin embargo, la ingeniería en Cuba es una cárcel del pensamiento que conduce, en el mejor de los casos, al exilio. Lo triste es que en el éxodo casi total de mis compañeros de carrera, apenas encuentro a alguien dedicado a las Telecomunicaciones o la Electrónica, esas cosas raras y fascinantes de las que me gradué. Un panorama muy distinto al de la República, donde la revista Lux anunciaba, a todo color, las proezas de la Compañía Cubana de Electricidad, o el Diario de la Marina, en su sección de Curiosidades, te enseñaba a manejar un transistor. La tecnología, como punta de lanza del capitalismo, marchaba aquí pareja a la comunicación, la cultura y el progreso. No sólo no hacía falta irse, sino que permanecer era ganancia responsable y mejor.
Lo que acabó con esa lux y nos trajo el apagón, fácil es decirlo actualmente, fue el hiperboloide social de un tipo llamado Fidel Castro —que no era ningún ingeniero aunque se lo creía y se lo hacían creer sus acólitos—. Pero ya que estamos en la realidad histórica, por muy disparatada que haya sido la nuestra, hay que decir que si algo aniquiló los ideales del progreso republicano fue el resentimiento. Una clase de resentimiento que arrastraba la humanidad desde las revoluciones industriales, agudizado por los nacionalismos que surgieron de la colonización y matizado en Cuba por las características del cubano que poco a poco fueron encostrándose: la pasividad, el apoliticismo, el facilismo… Con esos materiales se hizo el Hombre. Es decir, la Bestia.
La era de los resentidos comenzó quizás con las ideologías individuales de los siglos XVIII y XIX, con Marx —nuestro conocido y desconocido Marx— como colofón. El resentimiento nietzscheano contra Dios primero, y contra una parte de la humanidad después, encontró en el XX su apoteosis. De aquí las guerras mundiales, el socialismo, el fascismo, el terrorismo, las sectas, los cárteles y todos los movimientos extremos que no son otra cosa que expresiones de una honda infelicidad colectiva, pero también del padecimiento individual de los seres humanos sometidos a la venganza. Los resentidos sólo pueden ser ridículos, como en la ficción de Edmundo Dantés; infelices, como Garin; o ambas cosas, como ese personaje contemporáneo que se llama Elon Musk.
La principal diferencia entre el resentimiento de hace unos años y el de hoy, es que asistimos ahora a un escenario donde alguien con la capacidad tecnológica para desarrollar el rayo mortífero de Garin, cuenta con el poder y la simpatía de los resentidos. Es él mismo un líder del remordimiento, un profeta de la revancha despiadada que está dispuesto a pervertir a la tecnología para el uso de una idea totalitaria. También están los totalitarismos de cajas de cartón, como el cubano o el ruso, pero esa es otra historia. Sin necesidad de llegar a Marte, y cada vez más lejos del núcleo del átomo, por no decir de Dios, encarnamos como nunca a aquellos “asnos estúpidos” del cuento de Asimov.
No, a la Federación Galáctica no nos dejes entrar, Gran Señor.
Publicación fuente ‘Memoria Cívica’
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