Pablo de Cuba Soria: Estampitas para santos menores / Bill Evans (1929–1980)
Pocas veces —o ninguna— convivieron en un mismo cuerpo unas manos de orfebre y una mente de arquitecto melancólico. Sus acordes: notas que recuerdan lo que va a suceder. Tocaba, sí, como si todo en el universo fuera frágil, desde la música hasta él mismo. Sus pianos sonaban con estructura. No golpeaba las teclas, las acariciaba con el respeto de quien sabe que el arte puede romperse si uno respira demasiado fuerte.
Era elegante sin esfuerzo, sofisticado sin alarde, nostálgico sin concesiones. Su swing tenue, casi transparente, figuraba una vela encendida en una habitación que ya se está quemando. Ninguno de los otros —absolutamente ninguno— logró hacer tanto ruido emocional con tan poco volumen.
Mientras el mundo del jazz corría desbocado, dominado por la velocidad incisiva del bebop, él se atrevió a lo impensable: desacelerar. Introdujo un sosiego clásico, a modo de bálsamo, en medio de tanto vértigo. Mientras los demás soltaban ráfagas, él respondía con acordes suspendidos que desarmaban la gramática jazzística desde adentro.
Cuando tocó con Miles, llevó el quinteto a la sala íntima del cielo. Kind of Blue sin Bill Evans es como una carta de amor sin signos de puntuación: posible, pero algo se pierde. Miles lo admiraba, pero jamás se lo dijo como debía. Y Bill lo entendió, porque sabía leer lo que no se dice, especialmente cuando duele.
No dejó escuelas, tan solo cerró la puerta detrás de él. Waltz for Debby es la infancia traducida al piano: dulce e imposible de sostener, ligeramente fuera del tiempo, de toda lógica terrenal. Sus tríos no eran simples músicos tocando juntos; eran dioses que se escuchaban entre ellos. En Explorations y Sunday at the Village Vanguard, con Paul Motian y Scott LaFaro, cada arpegio era un gesto deliberado; cada pausa, una forma de quedarse.
Vivió en voz baja, pero con convicción. Nunca gritó una verdad, pero las dejó todas caer en el piano. Sus adicciones no fueron excesos, sino resignaciones organizadas. Perdió a quienes más quiso —LaFaro, el que más—, y siguió tocando como si cada pérdida afinara un poco más su tristeza.
Murió con el piano todavía elegante. Fue el único capaz de hacer que el jazz pasara sin necesidad de escándalo.
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