Atilio Caballero: Impresiones bajo el agua

Quince brazas más abajo Horst ve una aleta azul cobalto, de esas que usan los submarinistas ocasionales. Un pie cercenado, le parece, que danza movido por el roce de la corriente a pocos centímetros de la arena. Cada giro crea una nueva variación cerúlea. Una aleta sola, impar; tornasolada. Pálido reflejo… recuerda Horst, aunque murmura: «pata-de-rana». El agua es tan cristalina que le parece tener frente a sus ojos todo lo que ve en el fondo del mar.
Ha visto muchas aletas similares en los últimos días. Desparramadas sobre el muelle del embarcadero como si tomaran un baño de sol, colgando en las manos de los instructores de buceo o moviéndose en las profundidades, acopladas a los pies de esos ancianos que patean abajo, parsimoniosos y confiados. Desde el bote Horst los ve pasar, observa sus movimientos, más lentos, también, por el agravante biológico. En ocasiones, algún anciano parece perder las fuerzas; de repente se detiene, en silencio, sin tiempo para avisar al compañero más cercano, y queda inmóvil, yerto, ondulando a merced de la corriente en una intemperie de muerte. Viejo y pata que flotan en el fondo… no está mal, piensa Horst. Ni siquiera salen burbujas de la boca desdentada, tenaza sobre la boquilla de oxígeno. Y cuando ya parece que nadie se ha percatado, o a nadie le interesa otro carcamal muerto allá abajo ve el cuerpo estremecerse, sacudido por una convulsión; lo ve recobrar el movimiento, reaccionar a un estímulo desconocido que lo impulsa hacia adelante, otra vez parsimonioso y confiado. Son las piernas lo primero que vuelve a mover, y las aletas a insuflarle vida nuevamente. Decenas y decenas de aletas allá abajo, de todos los colores y tamaños. Pero como aquella que ahora baila sobre el lecho marino, sola y libre de piernas envejecidas, absorbiendo la luz y reflectándola, ninguna.
¿Y si fuese de ella?, piensa Horst por un segundo. No estaba seguro, no se había fijado en ese detalle del color antes de que ella se zambullese. La habrá perdido sin darse cuenta… ¿Podrá salir a la superficie con una sola?¿Y si no pudo soportar la presión? Tanto peligro superado por casi un siglo para finalmente venir a morir en este charco caliente… La idea de la mujer flotando a pocos centímetros del fondo lo impresiona, y saca la cabeza del agua. Se arranca de la cara la máscara de cristal y levanta la vista. El mismo azul infinito y ondulante. Ahora, eso sí, con una lancha gris que lo parte en dos y se acerca a él con rapidez.
Cuantas veces le hablé de no venir, que este podría ser un mal lugar para nosotros, sobre todo para ella. No tenía muy claro el motivo, pero sí la sensación de que las cosas aquí podían complicarse… Somos simples para medir el alcance de nuestras vidas; un sencillo eje horizontal que va desde el día en que nacemos hasta aquel en que morimos, eso lo sabemos medir bien. Sin embargo, no tenemos ninguna magnitud, ninguna forma de medir ese otro eje vertical, el de la intensidad o la profundidad de lo vivido, el que confiere un relieve, una orografía al corte horizontal de la vida, donde están marcados los días que debemos evitar… Eso piensa Horst mientras ve la lancha acercarse.
Qué cambio tan drástico, piensa también. Desde la profunda pradera africana, ese rincón donde los nubios erigieron su reino de jengibre y arcilla hasta estas aguas calientes y peligrosas, sopa esmeralda sin confín con peces de mil colores, ancianos flotadores, traficantes de souvenirs y estrellas de seis puntas en el fondo del mar. Horst no podía menos que lamentarse, y lo hacía también porque fue a él a quien le tocó remar. Pero eso ya lo suponía desde el inicio del viaje. La vieja fotógrafa estaba por cumplir ochenta y ocho años, y apenas podía sostener entre sus manos la pesada Hasselblad, no digamos ya un par de remos. Esa cámara que, según ella, costaba mucho más que el hotel donde se habían alojado. Por muy poco dinero hubieran podido contratar a cualquiera de aquellos polizontes que haraganeaban por el muelle cada mañana, pero ella no quería compañía. Por demás –y eso también lo suponía–, era casi seguro que todos lo vieran como un simple ayudante, alguien cuya misión era atender y acompañar a la anciana señora. Pero él era su marido, un marido cuarenta años más joven, que la amaba y, casi siempre, su intérprete.
Su guardaespaldas también. Tratándose de ella, nunca se sabía.
Ya tenía la lancha gris encima de su embarcación. Imaginó un abordaje, cuando de golpe se detuvo apenas a un metro de estribor. No esperaba que fuesen él y la vieja fotógrafa el motivo de atención de aquellos militares uniformados sobre cubierta, pero mirándolo bien, no había nadie más en millas a la redonda. En algún momento, antes de salir de Viena, alguien les había prevenido sobre los tropiezos que podrían afrontar en aquella isla. Aun así, pensaron que había pasado mucho tiempo. Absuelta en todos los juicios, eso estaba probado; nadie podría emprender acciones legales en su contra.
– ¿Sabías que hay más estrellas en el cielo que granos de arena en todas las playas del planeta? –dijo apenas sacó la cabeza del agua. La voz, gutural, parecía venir del centro de la tierra; su viejo y elástico cuerpo, arqueado sobre la madera de la borda, rejuvenecido al emerger. Y sí, le faltaba una aleta. Azul cobalto.
Horst la miró en silencio; no estaba seguro de si ella le hablaba al militar imponente, de pie sobre cubierta, o a un calamar invisible. Con él no era, estaba seguro.
Muchas estrellas son las que hay sobre los hombros de estos gendarmes, y eso no es nada bueno pensó Horst, y con un movimiento de cabeza le indicó que mirara hacia la lancha. Pero no, ella no ve, «no coge la seña», como dicen en esta isla…
Horst ya estaba acostumbrado: a la vieja fotógrafa no le importaba que siguieran el hilo de sus peroratas onanistas, o que alguien introdujera un nuevo argumento en medio de esas cavilaciones, o incluso refutara lo que estaba murmurando; no, ella, sencillamente, hablaba. Y hablaba. Hablaba, con ella misma, o con Dios. O, a veces, con él, creía Horst.
– Dice el Monarca que ustedes dos tienen muchas cosas en común –le susurró Horst. Parece un saludo de bienvenida, acotó. Lo de «monarca» era un chiste íntimo entre ella y su marido.
– Ah, ¿sí? ¿Cómo cuáles? ‒preguntó, con una sonrisa.
– El amor a la montaña, por ejemplo.
– No, respondió tajante la vieja fotógrafa. Ni usted ni yo le tenemos el más mínimo aprecio a esos mastodontes de piedra. Lo mío era cine, lo suyo la guerra. Si realmente la amáramos, nos habríamos quedado allí. Y usted, según tengo entendido, una vez que bajó, no ha vuelto a subir ni como alpinista.
El Monarca la miró con fijeza. Sus ojos parecían decir: hay que hilar fino con esta señora. No se le ocurría pensar que ella solo estaba molesta: él había interrumpido su sesión de buceo, sin ninguna explicación, sin ningún motivo tampoco, conminándola a subir a un helicóptero y volar dos horas para encontrarse con él. Ella estaba aquí como una turista más, una anodina teutona que busca un poco de sol y fotos submarinas, y él había roto su anonimato.
– Yo pensaba que usted la consideraba como algo bello y peligroso… «esa fuerza augusta que invita a la afirmación última del yo…»
– ¿Ha estado usted leyendo sobre mí? No fui yo quien dijo eso.
– … la Esther Williams del alpinismo… El Monarca sonreía.
– Otros, otros… Nunca yo. Hizo una pausa. –Aun no sé cómo interpretar sus «atenciones», continuó la vieja dama, ahora mirando a Horst, una forma de mirar que decía: traduce lo más claro posible, y no excluyas la ironía; no quiero equívocos en este trance. Horst traducía en voz baja, discretamente a un lado aunque un poco detrás, la boca pegada al oído derecho de ella. Aprovechó la inclinación para susurrarle: recuerda que nuestra embajada no sabe dónde estamos. Ella dejó caer su cuerpo hacia atrás, hasta que su boca y la oreja de Horst quedaron perpendiculares. «Te estás cagando, verdad?», le preguntó. Lo que Horst no podía entender, sin embargo, era que el Monarca no tuviese su propio traductor, y le confiara a él, un perfecto desconocido, todo el peso de las palabras, el valor real de su significado.
– Para mí es un honor tenerla en mi oficina.
– Quien lo diría…
– Y aunque tal vez le resulte difícil de creer, soy un admirador suyo. Es decir, de su obra. Hizo una pausa, sin dejar de mirarla. Pretendía ser amable, y preciso. –Cuando hablo de su obra me refiero a su aporte al cine, a la forma de hacerlo…
– Sí, ahora todos dicen eso.
– Yo no soy todos…
– No lo digo por usted.
– Bien, vayamos al grano. Tiene usted un pasado, digamos… dudoso. Muchos dicen que por poner su arte al servicio de intereses deleznables. No la critico; tampoco la juzgo. Solo digo lo que otros repiten. Si realmente sabía usted todo lo que estaba pasando, bueno… Si no lo sabía, pues mejor. Pero eso tampoco me interesa. Mi propuesta es la siguiente: trabaje para mí. Yo puedo, digamos, «limpiar» su imagen ante el mundo. Somos un ejemplo para millones de personas en este planeta, y esto no es una simple frase. Gobernamos desde la pureza moral, desde el respeto a los principios más elementales de solidaridad, equidad, igualdad social. Es muy alto nuestro capital simbólico, por así decir, y no solo en este lado del mundo: también en buena parte de ese de donde usted viene. Hacerlo desde aquí, entonces, con nuestro respaldo y nuestro reconocimiento, le daría, a los ojos del mundo bien pensante, una legitimidad… ¿me entiende? Véalo como un trueque, si quiere: usted hace algo para mí, y yo le retribuyo su trabajo con un prestigio renovado.
– «Trabaje para mí…» En ese caso, ¿qué tendría que hacer yo?
– Lo mismo que ya hizo… Aquellos congresos de Núremberg, por ejemplo. Algo así. Desde nuestra perspectiva, claro está. Pero no creo que tenga problemas con eso. Usted, además de una gran cineasta, es una especialista de la propaganda.
– Yo solo mostré aquello de lo que todos eran testigos entonces o de lo que oían hablar. Y todos se sentían impresionados por ello. Soy la que ha fijado esa impresión, la que la ha filmado. Es lo que se me reprocha, haber capturado la realidad … Si usted las vuelve a ver hoy…
– Ya lo he hecho.
– …verá que esas películas no tienen ni una sola escena reconstruida. Todo ahí es verdad.
– Pero los comentarios tendenciosos…
– No existe en esas películas ningún comentario tendencioso por la sencilla razón de que no hay comentarios. Es pura historia. Imágenes en movimiento. Y eso era suficiente.
Hizo una pausa, y clavó su mirada en los ojos del Monarca.
– Seré más precisa: se trata de un film-vérité. La verdad y la historia de entonces. Es por tanto un documento, no propaganda. Sé bien lo que es la propaganda. Basta con obviar algunas cuestiones para destacar otras, en ciertas situaciones. Yo me encontré en el epicentro de algo que era la realidad de un tiempo y un lugar. Y dejé constancia. Solo eso.
– Cualquiera que sepa puede hacer una película perfecta, pedante incluso de tanta veracidad, replicó el Monarca. Y eso es precisamente lo que yo no quiero. Yo quiero películas que muestren los logros y los avances de nuestro sistema a través de la mirada de un neófito, ¿me entiende?, hechas por alguien que no conoce los entresijos de la alta política. Pura emoción. Películas que puedan atraer, conmover, impresionar a una audiencia que no necesariamente esté interesada en política… ¿me entiende ahora? Eso puede hacerlo.
– Sí, creo que lo entiendo. Pero no puedo. No puedo hacerlo otra vez.
– Yo no soy un conocedor como usted, pero no me podrá negar que esos congresos no solo fueron pensados como una impresionante reunión de masas, sino también, o sobre todo, como la posibilidad que ofrecían de hacer unas películas de propaganda espectaculares…. Las ceremonias, la planificación de los desfiles, las marchas, las paradas y la arquitectura de las salas fueron diseñadas, según he oído decir, para adecuarse a las tomas de las cámaras. Que fueron muchas…. ¡Muchas!, y usted lo sabe mejor que nadie. Todo está muy bien pensado ahí…
El Monarca hizo una pausa. ‒¡Y la música! ‒exclamó de repente. ¿Qué me dice de la música?!
– ¿La música?
– Yo creo que lo que más me gusta de sus películas, o de esas dos en particular, que son mis favoritas, no es tanto lo que dicen los discursos, como la música. Está muy bien eso… Es muy emotivo, yo diría que hasta emocionante. Si uno cierra los ojos y se deja llevar, qué digo, arrastrar por toda esa… grandeza del sonido… entonces…
– No me lo imagino a usted cerrando tiernamente los ojos y dejándose arrastrar…
– …las marchas, el énfasis militar, los himnos… ¡Y Wagner! Encontró usted al músico ideal para esas imágenes.
– Ese puede ser un problema en nuestro caso. Quiero decir, en el hipotético caso de que yo decida «trabajar para usted». Como de seguro ha podido apreciar, Wagner era imprescindible para esas situaciones. Pero no hay ningún Wagner en esta islita. Imposible alcanzar ese espíritu sublime con maracas, bongó y tres…
‒ Sí, pero…
‒ No.
‒ Quiero decir…
‒ No.
Mi cabeza gira de un lado a otro como si estuviera viendo un partido en Wimbledon. Ambos están tan ensimismados en su propio delirio que parecen haberse olvidado de mí, que sigo aquí traduciendo como un autómata. Y él no parece darse cuenta aún: ella nunca fue una simple panfletaria, fue una cineasta de la fuerza de voluntad y la voluntad de arte, eso que los alemanes llamamos Kunstwollen. Basta curiosear un poco en su vida para darse cuenta de que la búsqueda de la belleza y la aspiración por alcanzar las cimas más elevadas de la creación artística fueron siempre la principal obsesión de esta mujer. Pero a él eso no parece interesarle…
– Está bien. Aún así, yo sigo siendo un admirador de su obra. Y también creo que podemos hacer algo juntos.
– ¿No teme que lo critiquen por eso?
– ¿Admirar sus películas me convierte en un carca?
– No tiene que pasar por ese trance. Muchos dicen que ya lo es.
– Señora…
– Es solo la opinión de otros.
Recuerda que nuestra embajada no sabe dónde estamos… volvió a susurrarle Horst.
– ¿Le gustan las películas de Tarkovski? Eisenstein… ¿no le parecía un genio?
– Sí.
– ¿Y admirar las grandes obras del cine soviético la ha convertido en una comunista?
– Tarkovski no es cine soviético…
– Todo hubiera sido perfecto en su documental, el de la olimpiada, de no haber ganado un negro cuatro medallas de oro. Ahí se jodieron las mentiras acerca de la superioridad de la raza aria que su jefe tanto pregonaba.
– Esa es una interpretación bastante simplista del asunto. Y no era mi jefe.
– O su amante…
Un mausoleo. Este hombre lo que de verdad quiere es un mausoleo pensó Horst. Como si lo hubiese escuchado, ella volteó la cabeza para mirarlo. También lo miró el Monarca. Los ojos del gobernante, ahora sí, parecieron preguntarse qué hacía ese hombre ahí, como si no fuese él quien estaba traduciendo, como si no fuese él quien hacía posible que los dos protagonistas pudieran entenderse.
Mira que se lo dije… ¿teníamos que venir hasta aquí, precisamente? Con tantos lugares que hay en este mundo para fotografiar almejas y corales… Porque no se cansa, carajo… «No para la pata», como también dicen aquí… Primero hacia arriba… lo más arriba posible; luego hacia abajo. Una clara trayectoria de la cima al fondo. Puede que allá abajo encuentre su último objeto, algo obsceno e irresistible…
– A mí me enjuiciaron. Varias veces. Y siempre salí absuelta, ¿no lo sabe?
– Que haya sido declarada no culpable no quiere decir que sea inocente. Tuvo suerte con esos tribunales internacionales de después de la guerra… Demasiado tolerantes. Mire cuántos de sus antiguos amigos aparecieron años después en medio de una selva en el Paraguay, o en una colonia al norte de Chile… cándidos ancianitos horticultores…
– Sí, por fortuna no fue uno de los suyos… de sus tribunales, quiero decir.
– Tiene razón. De haber sido así, tal vez no estuviéramos hoy aquí, conversando tranquilamente.
La frialdad con que el Monarca soltó la frase provocó un estremecimiento helado en el viejo espinazo de la fotógrafa.
– Tengo casi noventa años. A esta edad, es difícil que algo me sorprenda… o me asuste.
– ¿Y el ministro de la Propaganda? ¿Tampoco era amigo suyo?
– No.
– «La política es el arte más elevado y comprensivo que haya …. Y nosotros, los que modelamos la política alemana moderna nos sentimos los artistas. Siendo la tarea del arte y del artista formar, modelar, suprimir lo enfermo y dar libertad a lo sano…», recitó el Monarca, alardeando de su buena memoria.
Sonreía, pero eso no impidió que ella sostuviera la mirada sin mover una sola arruga de su rostro; los ojos claros, duros, fijos en los ojos de aquél ante el cual casi todas las cabezas se inclinaban. Tampoco él dejó de mirarla, de sonreír, los dientes blanquísimos y parejos, pero sin emitir un solo sonido. –Tengo hambre, dijo. ¿Usted no? ¿Se le ofrece algo?, y antes de que ella respondiera, ordenó: Un té para la señora.
A Horst ni siquiera lo miró.
Ahora ella lanzará una de sus extravagantes cavilaciones. Lo hace siempre en momentos como este. Es un mecanismo de defensa, una maniobra dilatoria para confundir al adversario, demorar su reacción, algo a lo que apela siempre que se siente amenazada. En los juicios, por ejemplo, vi como los otros de repente se sentían como desubicados, incapaces de reaccionar, sin saber muy bien si ella hablaba en serio o les tomaba el pelo.
– No sé si sabe que el Canto de la Noche de los indios navajos nunca ha sido observado, dijo ella entonces: parecía hablar consigo misma. Ahí está. No falla… El chamán lo entona en medio de la oscuridad, alejado de la tribu, durante el Yei Bei Chei, la más sagrada de todas sus ceremonias, un rito que dura nueve días y que se realiza al comienzo del invierno para sanar a sus miembros y restablecer contacto con seres de otra galaxia…
– Y a mí qué me importa eso? ‒replicó el Monarca. ¿Qué tiene que ver con…?
– Música de las esferas, le dicen, continuó la fotógrafa, como si nada. Música Universalis. Es el orden que ata el movimiento del sol, la luna, los planetas y las estrellas en perfecta armonía y equilibrio. Cada cuerpo astral emite su propio zumbido y la distancia que los separa…
– Usted está delirando, señora. Se volvió hacia su edecán: acaben de traer ese té. O un jugo, da igual.
Trajeron las dos cosas. Ella bebió primero el jugo, tres largos sorbos y el vaso estaba vacío… por el color puede ser néctar de mango… humm, parece delicioso, con esas gotas heladas resbalando por el cristal…; luego sumergió dos cuadritos de azúcar en el té y removió; un tenue tintineo, tan largo, sin embargo, que hizo que el Monarca se levantara de su poltrona y caminase por la habitación hasta quedar frente al amplio ventanal de vidrio blindado, las manos agarradas a la espalda. Afuera, recortadas contra su imponente figura, contrapunteando con su uniforme, las verdes palmas movidas por el viento. Las palmas, ¡ah!, las palmas… (Horst)
– Usted es un genio del cine.
– ¿No cree que lo utilicé para el mal?
– No. Hizo una larga pausa, se dio vuelta, y la miró otra vez, fijamente. –Usted tiene la fuerza de la voluntad.
– Pues, no lo sé. Es decir, nunca sentí que «buscaba» algo.
–Tampoco fama, ni reconocimiento. Esas cosas llegaron solas. Gracias a la propaganda.
– Usted tiene idea fija.
– Yo tengo principios.
– Yo también. Y ya que tiene todo lo que dice, ¿qué más quiere?
– Que trabaje para mí.
– Eso no va a ser posible.
– ¿Por qué?
– Ya estoy muy vieja para esos menesteres.
… rectifico: dos, dos mausoleos. Se necesitan dos. Un tributo a la firmeza, a la terquedad de cada uno. Hay un refrán en esta isla que me encanta: «dos cabezones no se pueden besar…»
– Yo no diría eso, replicó el Monarca. La federación alemana de buceo le otorgó hace poco una licencia, que está prohibida para los mayores de setenta años. ¿O es que falsificó su documentación para obtenerla?
Uff, eso sí es un golpe bajo… Tranquila, tranquila, mi señora… Horst le aprieta el antebrazo, intenta trasmitirle confianza y serenidad. Siente como tiembla el cuerpo de ella. De ira, no de temor.
– Me sorprende. ¿Hasta dónde sabe usted de mí, realmente?
– Hasta donde lo he creído necesario. Para el resto del país usted es una simple turista. Para mí, no. Pero no se preocupe, no lo utilizaré en su contra.
‒ Muy gentil. Savoir faire, le llaman. La habilidad para desenvolverse con elegancia y eficacia en cualquier situación…
– ¿Me deja su autógrafo, al menos? Todo parecía amabilidad en la pregunta del Monarca.
– Ya no puedo escribir. Mi mano vacila…
– No es una salida muy elegante que digamos. No quiere dejar «huellas»… Bien, no se preocupe: este encuentro nunca ocurrió.
– Porque usted lo dice.
– Porque lo digo yo.
– Lo mismo podría suceder con mis películas: pudiera llegar el momento en que nunca existieron, solo porque usted así lo decide.
Es aquí cuando, en condiciones normales, uno se levanta, despacio: el encuentro ha concluido. En el mejor de los casos, por pura cortesía, se extiende la mano. Pero no son estas las típicas condiciones normales. La densidad acumulada entre estas paredes se puede cortar con un cuchillo, como se suele decir. Creo que tendré que hacerlo yo. Al menos eso. Vamos, ponte de pie, querida, no me dejes solo en esto…
– ¿Y quién dice que hemos terminado? –susurra el Monarca, luciendo otra vez su esplendorosa sonrisa muda. Que parecía no terminar nunca y que, en su gelidez, se hacía más angustiosa para Horst y la fotógrafa. Como si solo ahora reparase –y eso le hiciera reír– en que ambos turistas llevaban aun sus trajes de buceo, esa piel de neopreno ajustada al cuerpo que había dejado su marca húmeda sobre las elegantes butacas de terciopelo marrón. Entonces soltó una carcajada.
– El mismo helicóptero que los trajo los espera para llevarlos de vuelta. Y guiñando un ojo a ella, apuntándole al pecho con el mentón canoso: «bonita Hasselblad».
Hasta ese instante, la vieja fotógrafa no se había percatado de que llevaba la cámara colgada al cuello. Bajó la cabeza y la observó con cuidado. Con asombro también. Luego miró a Horst.
…la lleva siempre, señor, como un amuleto, y ni se entera… no me explico, con lo que pesa ese aparato y sus vértebras cervicales tan frágiles… Y no, no, ni se te ocurra, ¡ni se te ocurra, querida! No hay necesidad de regalo. Y si te dice que la compra, olvídalo: nunca paga sus deudas.
Febrero y 2025
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