Antonio Nájera Irigoyen: Invocación de Juan Arcocha

Archivo | Autores | 27 de mayo de 2025
©Sobrecubierta de ‘Por cuenta propia’, de Arcocha

Así como definió su sistema político, el año de 1959 definió la literatura de Cuba. Desde entonces, la adhesión o el rechazo al proyecto revolucionario ha supeditado la labor artística de los escritores y, peor aún, la recepción de su obra. Es una maldición, es verdad, pero no por ello menos real que las muertes de los exhumadores de Tutankamón.

La relación de los escritores cubanos con la Revolución, de acuerdo con Rafael Rojas, no puede tomar sino tres caminos: la salida, la voz y la lealtad.1 Ejemplo de lo primero sería Lydia Cabrera; de lo segundo, Nicolás Guillén; de lo tercero, Leonardo Padura. La univocidad e inflexibilidad de estas posiciones, en la mayor parte de los casos, es tan evidente que dilucidar a qué categoría pertenece cada uno de los grandes nombres cubanos es cosa que cualquier lector intuye, dada la relevancia que su posición política adquiere en los medios y, en ocasiones, dentro de su propia producción literaria.

Las categorías de Rojas admiten, desde luego, muy distintas gradaciones. Él mismo desliza una cuarta, que se revela con más matices que las otras: la del silencio. Refiere la estrategia de callar las desavenencias con el régimen en público y limitarlas a la esfera privada.2 Manifestaciones de esta postura se encuentran en autores como José Lezama Lima: figuras que –como precisa Rojas– se limitaban a comunicar su insatisfacción a amigos, familiares y amantes.  Hay, sin embargo, casos aún más complejos como el de Juan Arcocha, que poco se conoce en Cuba y fuera de ella. Y acaso se explique por esta complejidad que acusamos.

***

La Revolución cubana transfigura, como Dios Padre en Dios Hijo, en la persona de Fidel Castro. Y como Tomás –el incrédulo– no creyó en el Cristo, tampoco lo hizo Arcocha en Castro. Lo conoció en 1945, casi dos décadas antes del derrocamiento de Fulgencio Batista. Ambos comenzaban el año escolar en la Universidad de la Habana. Castro iniciaba sus actividades políticas, buscando la delegación de clase. Se trataba de un puesto menor que ofrecía mucho más futuro del que aparentaba y, para alcanzarlo, Castro apelaba al apoyo de los estudiantes que, como él, provenían de escuelas católicas. Juan Arcocha era uno de ellos.

Caminando por los pasillos de la Universidad –relata Arcocha– “se nos acercó un compañero alto y corpulento, con una mirada penetrante, complexión grasosa, con ligera papada, que recordaba el perfil de una estatua griega”.3 Era Fidel Castro, quien fue directamente al toro y solicitaba su apoyo para limpiar la universidad y, en última instancia, Cuba toda. Refiere Arcocha que no le simpatizó ni lo votó. Peor aún: despreció al comandante. Vio en su mirada a un político barato que quería servirse de los demás.

Los años siguientes ofrecieron a Castro y Arcocha diferentes derroteros. El primero combinó sus ocupaciones académicas con la actividad política. Tras lograr elegirse como delegado, formó parte de la Invasión de Cayo Confites, para derrocar a Rafael Trujillo; participó en la Conferencia Interamericana de Estudiantes de Bogotá; y se presentó como candidato a la Cámara de Representantes del Congreso cubano. El golpe de Estado del general Fulgencio Batista impidió esto último: lo que siguió es harto conocido por todos.

Arcocha, por su parte, tras finalizar sus estudios, incursionó en el periodismo sin que sepamos detalles ulteriores de sus actividades de aquellos años. La vida los reuniría poco más tarde. En el año primero de la Revolución, Arcocha, que desconfiaba de Castro, confió: “me di cuenta –explicó el novelista a Wright Mills– de que era sincero. Que todas esas cosas que había estado diciendo durante tantos años, las había querido decir todo el tiempo”.4 El episodio marcaría el inicio de una tirante relación.

***

Hacia 1961, Arcocha se desempeñaba como asistente de Carlos Franqui, entonces director del diario Revolución. El periódico publicaba un suplemento llamado Lunes de Revolución que, además de ocuparse de las novedades culturales en la isla, apoyaba la creación de materiales inéditos. En la primavera de aquel año, produjo  el documental P.M., realizado por Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante. De acuerdo con la Comisión de Estudios y Clasificación de Películas del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográfica, el film ofrecía “una pintura parcial de la vida nocturna habanera, que empobrece, desfigura y desvirtúa la actitud que mantiene el pueblo cubano contra los ataques arteros de la contrarrevolución a las órdenes del imperialismo yanqui”.5 Se trataba del primer acto –que después serían legión– de censura de la Revolución en contra de una manifestación artística.

Del papel desempeñado por Arcocha durante este incidente, lo desconocemos todo salvó un importante detalle: su comunicación personal con Castro persistía. Fue el intérprete del comandante durante la visita del matrimonio Sartre Beauvoir a la isla.  Luego, partió a Rusia como corresponsal del diario en lo que se antojaba un exilio negociado con el régimen. De regreso en Cuba en 1962, se incorporó de manera fugaz como profesor de francés en el Instituto Preuniversitario Especial “Raúl Cepero Bonilla” hasta que las desavenencias entre Arcocha y Castro alcanzaron un punto de no retorno: tras discutir personalmente su “problema” con Castro, se envió a Arcocha como agregado cultural a la embajada cubana en París. Permaneció ahí un año antes de apearse del carro de la Revolución. Se bajó sin confrontarla –y aquello con recato–, como muchos otros, tras el caso Padilla de 1971. 

Desde entonces, y hasta su muerte, Arcocha se ganó la vida trabajando como traductor para diversas agencias de las Naciones Unidas. 

***

En Cuba, la política es un embrujo que persigue a sus habitantes pese a su propia voluntad. Y la literatura, en tanto expresión humana, no puede sustraerse de ello. Así, la producción literaria de Arcocha gira en torno a su propia experiencia de la Revolución. Una buena parte de sus anécdotas ocurren en delirantes escenarios –donde una ninfómana convierte a su grupo de amigos en muertos vivientes (Los muertos andan solos), una embajada en París se convierte en escenario de batalla entre miembros del antiguo régimen y el nuevo (La bala perdida), la CIA frustra un atentado de muerte en contra de Fidel (Operación viceversa), una rusa abre una casa de citas para los barbudos recién llegados al poder (Tatiana y los hombres abundantes)– y, aún en ellos, la política termina por imponerse. Todas estas historias, por absurdas que parezcan, ocurren dentro de la fiesta de la Revolución y, cada una a su manera, revela sus miserias. Hay paranoia, purgas y fusilamientos revolucionarios como puros en la isla. O mejor aún: como en las revoluciones mismas –incluida la cubana.

Hay otras obras –A candle in the wind y Fidel Castro en rompecabezas– en las que Arcocha deja pasar sus ideas políticas con menor destilación. Se me preguntará cuáles eran estas ideas que, si bien eran pocas y sencillas, Arcocha ciertamente las tenía. Intuyo un liberalismo sin mayores preocupaciones más allá de la justicia social y entreveo también una creencia en el pluralismo y una defensa de las libertades políticas. No más. Pues la crítica al desdén de la Revolución por la técnica y los cuadros especializados, así como su fomento del pensamiento monolítico: todas ellas eran convicciones que Arcocha tenía y que, aunque legítimas, no podrían catalogarse como ideas políticas en toda regla. Eran, si se quiere, intuiciones.  

No afirmo lo anterior en desdoro de la obra de Arcocha. En todo caso, anoto lo que pienso y, a lo sumo, subrayo la imposibilidad de los escritores cubanos de escapar al laberinto de la política. Esta condición, que en sensibilidades más politizadas y por tanto más combativas es acicate de la obra misma, en el taimado Arcocha no encuentra su mejor vehículo de expresión. Tengo para mí que su imaginación, de mayor gusto por lo mundano, se obstaculiza al imponer la preocupación política al ingenio. Las novelas de Arcocha son divertidas sin ser desternillantes, inteligentes sin rozar el genio, ágiles sin que podamos decir: “¡carajo, qué novela tan novela he leído!”.

Arcocha desarrolla personajes de manera adecuada y construye universos más que correctos. No observamos ripios; tampoco nos asombra su lenguaje. Fluye –como río lejano pero que tampoco interesa. Pasa con prontitud del feliz e ingenioso hallazgo a la frase hecha. Su prosa es ligera y eficaz –adjetivo que algunos encuentran halagador pero yo francamente denigrante. Queremos que nuestros electrónicos sean eficaces: algunos queremos que la literatura sea otra cosa. Por eso, más que divertir, entretiene. Y lo que entretiene no es otra cosa que un matatiempo: como el ajedrez, el solitario o la mariguana. 

¿Será ésta la razón por la que la crítica ha pasado de largo –que no desdeñado, que no es lo mismo– a Juan Arcocha? En una isla donde los escritores se acostumbran caudalosos, apasionados y desbordantes, Arcocha desafía su propia tradición con formas correctas. Nunca he considerado que el fervor asegura la potencia de las cosas y creo que la tibieza puede posibilitar la apreciación de matices. Pero ni yo podría negar que sus denuncias del régimen castrista no revisten más que meros divertimentos novelísticos, graciosos y perentorios como los chistes que nos contamos a diario. Arcocha no falla no por tibio; sino por falta de facultades, que es peor.

Juan Arcocha murió hace 15 años en París y, todavía hoy, es poco lo que se sabe y ha escrito de él y su obra. A contrapelo de los grandes escritores menores de la isla, no es brillante como Calvert Casey, punzante como Cabrera Infante o provocador como Arenas. Ni virtuoso ni politizado ni público. ¿Se podría decir que Juan Arcocha fue un escritor cubano? Con suerte, hay algo de ello en su olvido e, invocándolo, como en antiguo ejercicio de santería, ayudemos a regresarlo al mundo de los vivos.


  1. Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano, Barcelona, Anagrama, 2006. 
  2. Ibidem, p. 23.
  3. Treviño, Javier, C. Wright Mills and the Cuban Revolution, Raleigh, The University of North Carolina Press, 2003, p. 77. La traducción es mía.
  4. Ibidem, p. 79.
  5. Hernández, Henry Eric, La censura bienintencionada. Representaciones del peregrinaje político hacia la Revolución Cubana, Instituto Superior de Arte/ Universidad de las Artes, La Habana, s/a, p. 29.

Publicación fuente ‘Letras Libres’