María Cristina Fernández: María Elena Hernández y su novela sobre lo negro, lo blanco y lo poético

Autores | 9 de junio de 2025
©Walterio Carbonell / RRSS

Conocer a Walterio Carbonell era encontrarse con la viva estampa del intelectual deglutido y descartado por una revolución difícil de saciar. El hombre que muy poco antes del triunfo de dicha revolución, colocó en lo alto de la torre Eiffel una bandera del movimiento 26 de Julio, fue censurado y castigado con dureza por el mismo proceso al que se había unido con fe total. El autor de uno de los más relevantes ensayos sobre nuestra identidad: Cómo surgió la cultura nacional, pasó los últimos años de su vida como una caricatura ruinosa del hombre que alguna vez fue, escribiendo un inacabado poema de amor, o hablando con el fantasma de Plácido, el poeta mestizo, injustamente fusilado.

Negro en la costa* cuenta de la amistad entre una muchacha de diecisiete años, que ya escribe unos poemas a los que llama ahorcados, y el viejo Carbonell, de vuelta de una vida plena de conquistas y fracasos. Novela con visos autobiográficos, a través de los cuales podemos inferir cómo se forjó la cultura personal de la escritora María Elena Hernández Caballero. Aunque lo aquí narrado no toma el consentido camino del ajuste a los hechos, sino que rompe con abundancia las lógicas vivenciales para dejar constancia del absurdo cotidiano. ¿Kafka, Piñera, Camus? Las posibles referencias están tan aglutinadas que cuesta trabajo deslindar cultos.

Está la suerte de ser contemporáneas y está la suerte de ser coterráneas. Está la dicha de haber gravitado en el entonces difuso pero creciente campo literario que de algún modo nos apañaría,  y en el más duradero de ciertas amistades comunes. Están los códigos de una ciudad y su farándula persistente. La Casa del Té, la Biblioteca Nacional, la casa de Walterio en San Leopoldo, a unos pasos de mi propia casa, lugares de la novela de María Elena y de mi propia novela de vida. En la que nos ocupa veremos a su protagonista explorar los albores de su sexualidad, penetrar los senderos ávidos de la curiosidad intelectual y del instinto creador. Walterio es su Virgilio, oscuro guía que quiere traspasar el tesoro de sus referentes, todo lo que el poder cree haberle neutralizado. No es un curso délfico, sino su caricatura, donde los libros le han sido robados, o incautados al mentor. Muchos de los autores han caído en desgracia, o simplemente son rechazados o pospuestos por la “iniciada” que se arroga el derecho a elegir.  Un curso peripatético, patético, donde el maestro puede sugerir lecturas a latigazos. Guía y aprendiz caminan por la ciudad, interactuando con otros personajes de sus márgenes. “Caminar es también, otra forma de transcribir, de poner en limpio. Nuestros pasos imprimimos sobre el asfalto.  Y los que estén quietos, que lean… Caminar tal vez sea una especie de rebelión. Somos un sindicato. El sindicato de los caminantes sin camino…”

Walterio es un eslabón perdido entre aquella época que no conocimos, con su club bohemio El Gato Tuerto, las ediciones El Puente, la presencia de Cabrera Infante, Cortázar, Aimé Césaire, el Black Power…y ese otro mundo que Gatillo Fácil comenzó a levantar a su justa medida, la medida de la tabula rasa. Borrar, borrar, embarrar… Fue decisión de Gatillo Fácil hacer de un etnólogo y gran especialista en Palo Monte como era Carbonell, un espectro que se babeaba en la Biblioteca Nacional, mientras decía escribir el gran poema de los poemas. Si decir frente a un grupo de extranjeros, en un coloquio en Casa de las Américas, que en Cuba se perdía la libertad de expresión, fue su sentencia final frente al poder castigador, le quedaba a Carbonell la libertad de crear su gran elegía al amor u orinar en las macetas sin pudor de ser requerido por ello. Degradado de la persona pública que fue, le quedaba ese reino inmenso de lo ilusorio no reglamentado. Le quedaban los despojos de un pasado, que de tan sólido, todavía algo de él aún podía compartir.

Y está también, en paralelo, el mundo familiar de La T con su hato de personajes delirantes en otro rango. El mundo de la locura familiar, “el espiritual negro”, los tabúes, las represiones, la libido femenina desatada, y el castigo a los que infringen las reglas de la normalidad. Donde no hay rituales de cinemateca sino la omnipresencia de la televisión. El mundo donde el negro no es el hombre que inicia sino el hombre que viola. Es muy curioso como María Elena juega con referencias de la cultura popular de su tiempo como la esclava Isaura o el Caballero de París, a la par que reverencia el mundo para iniciados que representa Lydia Cabrera. Tampoco puedo dejar de mencionar como los visos de realismo mágico que modulan la novela pudieran haber agradado a nuestra estudiosa mayor de la cultura negra. Me refiero en particular al modo en que lo asombroso irrumpe en la lógica natural de lo narrado, en la presencia de animales como el perro Blanco, elemento simbólico que nos acerca al mundo reactivo de nuestros instintos menos confesables. O como lo anecdótico se entrecruza con el plano de lo figurativo, similar al universo de los cuentos negros o los patakíes que eran parte constitutiva del universo de Lydia.

Por eso resulta un reto clasificar esta novela, porque su única fórmula es la sorpresa. Nunca sabemos cómo se solucionará un conflicto álgido, o de qué lado ponernos frente a las excentricidades o los exabruptos de algunos personajes. En Negro en la costa lo importante es deslizarse por la riqueza de su devenir narrativo, de la pequeña a la gran Mazorra, de la calle variopinta a la caverna oscura del cuarto de Walterio, porque toda topografía deviene una fuerza psíquica que nos quiere comunicar su complejidad. ¿Quién ganará, quién perderá, frente a los embates potentes de la Historia? ¿De qué vale subirse a lo más alto de la torre Eiffel a colocar un símbolo, para luego caer en la mazmorra, en la ronda de electroshocks, en el olvido? Hay un desvarío que nos salva del dolor y eso lo practicaba muy bien Walterio, cuando desaliñado y senil aguardaba con emoción a que lo nombraran embajador en París. La idea delirante de volver a esa ciudad lo mantenía vivo porque París para él era más que una fiesta; era la libertad.  En París estaban sus recuerdos de cuando fue estudiante de La Sorbona, de su participación en el Primer Congreso Internacional de Escritores y Artistas Negros, en 1956, y de sus dos hijas francesas a las que no vio por largos años debido a su ostracismo. Una de ellas, Dora, canta bellamente en el mismo Montmartre donde su padre decenios atrás se codeara con lo mejor de los intelectuales y creadores de su época. Parler, parler, canta Dora Carbonnel en una de sus canciones.

Gracias María Elena por haber hablado desde tu novela, por haber estado tan cerca,  y por no dudar en el poder de reconstrucción de las palabras sobre la abulia. Has creado una obra que me dice sobre todo que el mestizaje de las mentes rinde mejores frutos que el de las razas. Y que puede tener sentido la bondad humana cuando se alinean ciertos destinos y no estamos solos en esa realidad que a algunos nos concierne: la realidad de nacer, escribir y morir.

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[*] María Elena Hernández Caballero. Negro en la costa. Miami: Ediciones Furtivas, 2025.