Janine Bean Gallery: Entrevista a Juan Miguel Pozo / ‘No hay ningún momento hermoso en el estudio’

¿Qué le llevó originalmente al arte?
Lo cierto, si me permite el oxímoron, es que empecé a hacer arte porque sentía que había algo defectuoso en mí. Algo así como un fallo estructural en la interfaz entre yo y el mundo. No un dolor agudo, narrativo –eso sería más fácil de contar y convertir en texto–, sino una especie de disonancia persistente, como un zumbido de fondo que nadie más parecía oír. El arte, en ese sentido, no fue vocación, sino una especie de mecanismo de reparación emocional de emergencia. Uno empieza a dibujar porque algo le duele, sigue pintando porque algo le falta, y acaba colgando obras en una galería porque alguien le ha dicho que eso es lo que hacen los que «hacen arte».
¿Qué le inspira, existe algún tema que le mantenga ocupado, consciente o inconscientemente?
¿Qué me inspira? Quizá la sospecha paranoica de que todo lo visible está ya codificado, de que no hay imagen inocente, de que cada trazo es una cita velada a otra cosa: propaganda, trauma, deseo, vigilancia, abandono. Pinto como si la pintura pudiera seguir siendo un dispositivo de encriptación cultural, un archivo zip emocional de siglos enteros comprimido en una textura. La cuestión no es qué tema me ocupa. La cuestión es: ¿qué red de temas se activan cada vez que mi mano toca el lienzo? Y la respuesta será –como toda buena teoría de la conspiración– múltiple, densa, rizomática. Porque en la superficie de mis cuadros, como en los documentos clasificados, lo importante no es lo que se muestra, sino lo que se sospecha. También hay una Cuba, por supuesto, sí, pero no la postal, no la revolución roja y blanca. Más bien una Cuba ampliada, editada, transfigurada por la experiencia de la distancia, el exilio, la traducción.
¿Cuál es el momento más hermoso en el estudio, y cuál el más difícil?
No hay ningún momento hermoso en el estudio. El estudio puede convertirse en una especie de espacio sagrado de tortura voluntaria, donde cada decisión conlleva una microcrisis existencial. Hay días en los que la pintura parece burlarse de ti, en los que cualquier gesto es el gesto equivocado, en los que ni siquiera el mero hecho de estar allí –con el cuerpo presente, los materiales preparados, la intención firme– es suficiente para que algo suceda. Y lo que es peor: hay días en los que haces que algo suceda, pero sientes que no tiene sentido. Como si estuvieras empujando formas contra un muro que no cede. Y entonces te preguntas si lo que estás haciendo en realidad es repetir gestos vacíos en lugar de producir verdad o belleza o lo que sea que se supone que tiene que surgir del arte. Es un lugar muy incómodo: estar técnicamente en actividad pero emocionalmente en modo avión. Y sin embargo –y esto es lo más jodidamente complejo de todo: sigues adelante. Porque entre la desesperación de los días malos y la tímida epifanía de los días buenos, se forma algo que no es ni inspiración ni castigo, sino una especie de ética del intento. Y esa ética –por gastada o ridícula que suene- es lo único que se parece -al menos en mi caso– a tener una razón para estar vivo.
¿Tiene rituales cuando trabaja: música, café, caos u orden?
Más o menos. Aunque llamarlos rituales sería concederles una dignidad que no tienen, como si fueran prácticas conscientes, casi monásticas, cuando en realidad son manías domesticadas, supersticiones de baja intensidad disfrazadas de rutina. Sí al café, por supuesto (si por café entendemos una forma farmacológica de mantener a raya la duda existencial). Sí a la música, pero sólo la que se repite, la que zumba, la que anestesia la conciencia sin activar emociones concretas. Orden en la teoría. Caos en la ejecución.
Si no pintaras, ¿qué?
Si no pintara, escribiría. O quizás limpiaría compulsivamente. O me obsesionaría con algo inútil pero infinito, como catalogar todos los errores que cometí antes de cumplir los treinta. Haría listas. Leería cosas que no entiendo. Me engancharía a ideas inútiles. Construiría alguna versión de mí mismo lo suficientemente articulada como para evitar tener que enfrentarme a la versión real. Porque sin pintar, el ruido mental se multiplica. No hay marco. No hay forma. Sólo contenido desbordante, pensamientos superpuestos, ansiedad con pretensiones filosóficas. Y sin esa traducción en algo visual, algo tangible –sin el gesto de mover la mano y ver aparecer algo donde antes no había nada–, todo se queda dentro. Dando vueltas… Fermentándose. Así que no: si no pintara, no haría otra cosa. Me perdería. Con estilo… quizás.
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