Juan Miguel Pozo: Indagación al Choteo / Anotaciones para un cubano un poco roto que leyó a Mañach demasiado tarde

Autores | 5 de agosto de 2025
©Lezama (izq.) y Mañach conversando / La balsa de la medusa

Empecemos por reconocer que el choteo no es simplemente una manera de burlarse de las cosas. No es humor. No es sarcasmo. No es ni siquiera cinismo a secas. El choteo es una forma de defensa, sí, pero también —y esto Jorge Mañach lo intuyó con una mezcla de tristeza, lucidez y cierto esnobismo— una forma de renuncia anticipada al compromiso moral. Como si reírse fuera la única manera de que nada te atrape, ni te condene, ni te duela de verdad. Un escudo cubano forrado con la risa de quien ya no espera nada.

Lo que Mañach señala (y que no dejamos de ver en cada reunión familiar, cada esquina de La Habana, cada meme exiliado en WhatsApp) es esta actitud de «yo no me lo creo por tanto no me puede doler». Un modo de evitar el drama fingiendo que todo es comedia. Pero es una comedia jodida. Una que uno sospecha que no se ríe de nada porque, en el fondo, ya se rindió frente a todo. Y eso es brutal. Porque no estamos hablando de una simple cultura que disfruta la broma. Estamos hablando de un país (o una sensibilidad, o una maldición generacional) que ha hecho del choteo su modo de supervivencia emocional, su estetización de la derrota.

Mañach lo escribía en los años 20, con frases de prócer intelectual tipo camisa almidonada, pero lo que estaba diciendo en el fondo era: miren, esta gente no puede tomarse nada en serio porque el dolor de hacerlo sería intolerable. El choteo es, entonces, la forma cubana de la disociación. El equivalente cultural de decir «todo bien» cuando por dentro quieres llorar, gritar, quemar algo o irte a dormir por quince años.

Lo jodido es que criticar el choteo es también un tipo de choteo. Una forma más elaborada, más «intelectual», de decir: vean qué lejos estoy de eso. Pero todos estamos en eso. Hasta cuando escribimos con esta distancia quirúrgica, estamos participando del mismo gesto. Queremos entender para no tener que sentir. O reírnos para no desmoronarnos.

El choteo no destruye la autoridad. La infla para después pincharla. No niega el poder; lo vuelve absurdo. Es una manera de sobrevivir en un país donde lo solemne casi siempre ha sido el disfraz del abuso. Pero también —y esta es la parte difícil— es una trampa. Porque si todo es risible, entonces nada importa. Y si nada importa, no hay revolución posible. Ni amor profundo. Ni sacrificio real. Y Mañach, que amaba a Cuba como se ama a un hijo borracho, lo sabía. Por eso escribió su indagación como quien lanza una botella al mar, esperando que algún día, alguien —nosotros, tal vez— pudiera leerla no con sorna, sino con pena lúcida. Con esa clase de dolor que te obliga a dejar de reír por un segundo. Solo un segundo. Y mirar.