Jacobo Machover: Retorno de Lviv

Ya es medianoche pasada. Una encantadora voz femenina nos invita, en ucraniano y en inglés, a dejar nuestras habitaciones y a dirigirnos lo antes posible a la «ukritiya» o «shelter», el refugio que se encuentra ahí mismo, en los sótanos del hotel, no sin antes haber recogido todos nuestros documentos. Por si acaso, para poder identificarnos si alguna roqueta, algún dron o mísil llegara a alcanzarnos. Sin el más mínimo pánico. Estoy en Lviv (Leópolis), la gran ciudad más al oeste de Ucrania, adonde la guerra de agresión rusa de Putin no parece estar tan presente como en Khárkiv, Kyiv, Odesa, Kherson y tantas ciudades más cercanas a la línea de frente, tan duramente golpeadas. Y, sin embargo, la guerra se percibe en cada momento, en cada situación, en cada rostro.
La alerta dura unos tres cuartos de hora. No hay mucha gente en el refugio, un largo pasillo de paredes blancas, protegido por pequeños sacos de arena. Pusieron unas mesitas con sillas a lo largo de una de las paredes. El joven recepcionista del hotel nos trae unas botellitas de agua para poder aguantar. Yo saco fotos y me hago selfies con varios estudiantes. Y bromeo como puedo: los nervios. Finalmente, un estudiante trae un botellón de cerveza que nos tomamos con una inmensa sonrisa en los labios, como si nos hubieran dado un plazo más de vida.
Es mi primera noche en Ucrania. Una noche de espanto sobre todo en la capital, que tuvo que aguantar continuos bombardeos. Durante mi estancia de casi una semana, hubo dos alertas más, que esta vez me sorprendieron en otra «ukritiya» (¡cómo me hubiera gustado aprender otras palabras, más poéticas, en ucraniano, en lugar de esa!), acondicionada en el Palacio de la Cultura, donde se desarrolla la conferencia a la que vine a asistir. Participo en un encuentro de estudiantes liberales que proclaman, en algunas de sus camisetas, «Less Marx, more Mises » («Menos Marx, más Mises»), en honor a Ludwig von Mises, economista judío nacido en Lviv, exiliado en EE.UU.
El tema de los tres días de encuentro es el «Renacimiento ucraniano», con una confianza infinita en un resurgimiento del país salvajemente agredido por las huestes de Vladímir Putin desde el 24 de febrero de 2024, e incluso antes, desde 2014, con los ataques rusos en el Donbass y la anexión de Crimea. El panel en el que me tengo que expresar (en inglés) se titula «Oponerse a los dictadores». Es algo que me afecta de cerca ya que, desde hace más de sesenta y seis años, el país donde nací, Cuba, está gobernado por los hermanos Castro, primero Fidel, luego Raúl, quien impuso a un presidente de fachada, su títere, Miguel Díaz-Canel, a quien los opositores cubanos llaman «singao», igual que los ucranianos llaman a Putin «khuylo» –inútil explicar lo que significan esas palabrotas. La cercanía entre el Gobierno ruso y el castrista es tan evidente que, en noviembre de 2022, Díaz-Canel fue a Moscú a inaugurar, junto con Putin, una ridícula estatua de Fidel Castro vestido de guerrillero. Dediqué mis palabras a desbancar de su pedestal a otro guerrillero, el argentino Ernesto ‘Che’ Guevara, quien aún sigue siendo un mito libertador entre muchos jóvenes y menos jóvenes, cuando en realidad se había dedicado a fusilar a cientos de cubanos en la fortaleza-prisión de La Cabaña en La Habana y a proclamar que el verdadero revolucionario tenía que transformarse en una «máquina de matar». Les expliqué a los muchachos presentes, altamente receptivos, que el Che no era un buen chico sino un peligroso psicópata. Pero lo que yo iba a afirmar allí era la solidaridad de los cubanos libres, los disidentes que permanecen en la isla y los que están en el exilio, con los bravos ucranianos que luchan contra las reminiscencias de la potencia soviética.
Desde mi llegada a Lviv por la mañana, después de un viaje en tren desde Cracovia, en Polonia, y una larguísima espera (por oscuros motivos burocráticos en la frontera), me di cuenta de los estragos de la guerra: pequeños grupos de mutilados deambulando sin rumbo preciso en la estación, fotos de los héroes caídos en el frente afuera, una hermosa pareja abrazándose no lejos, él con una pierna menos y muletas, ella intacta pero con una evidente tristeza en los ojos. La guerra en los controles fronterizos y en los trenes rigurosamente vigilados, convoyes de camiones transportando tanques y todo tipo de material militar. Y en los rostros cerrados de la mayoría de los transeúntes. No en todos, sin embargo: casi todas las chicas jóvenes quisieran salir de Ucrania para ir a vivir a París. Se les ven estrellas en la mirada cuando menciono la «ciudad-luz».
En la conferencia, había también algún estudiante español, Akilino, mezclado con otros de toda Europa, del Este y del Oeste, y de EE.UU. Como colofón, los organizadores nos llevan a visitar Lviv, la «ciudad de los leones» que adornan la entrada del Ayuntamiento (y de los gatos errantes, a quienes los habitantes cuidan con cariño, brindándoles leche, porque comparten sus angustias). Empezamos por la evocación de las huellas del ghetto judío destruido durante la invasión alemana y terminamos por la casa de Mises. Aparte de él, Lviv cuenta entre sus glorias, allí nacidas o que allí residieron o estudiaron, a Raphael Lemkin, el tan importante jurista, fiscal en el tribunal de Nuremberg contra los más señalados criminales nazis, quien acuñó el concepto de «genocidio» (tan desvirtuado hoy día) para calificar el exterminio de los judíos y, por extensión, el «Holodomor», el intento de Stalin por acabar por medio de una espantosa hambruna con los ucranianos, que le resultaban rebeldes, durante los años 1932 y 1933. Sin olvidar a Leopold von Sacher-Masoch, aquel venenoso escritor del siglo XIX de cuyo nombre derivó el término «masoquista»…
Al final del paseo, interrumpido a veces por homenajes a los héroes caídos, fuimos a escuchar un concierto de música de los tátaros de Crimea, ese pueblo musulmán que fue deportado y dispersado por el «camarada» Stalin, el «Padrecito de los pueblos», tan respetado entonces en Occidente, al final de la Segunda guerra mundial, en una antigua iglesia polaca (donde hoy día todos los cultos están mezclados). Con una amiga polaca, escuchamos tocar a tres chicas y un chico, jóvenes todos, con instrumentos de cuerdas. Unos temas lancinantes, tristes, desgarradores. De repente, reconozco un tema musical, algo que me viene desde el fondo de las entrañas, de mis ancestros, oriundos de esta región y de Polonia, algo así como un tema klezmer, judio, que se prolonga con otras piezas, junto con las de la cultura tátara que no lograron hacer desaparecer. Imperceptiblemente, me brotan las lágrimas. Sé que, a pesar de todas las destrucciones, el substrato de las poblaciones que un día habitaron estas tierras no ha desaparecido ni desaparecerá jamás.
La guerra no ha logrado su cometido. Hasta aquí no ha llegado.
Publicación fuente ‘ABC’
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