Daniel Céspedes Góngora: Mira profundo, sin temor

Contemplar no solo el paisaje, sino también la sensación de que somos uno con el todo.
Tomás Sánchez
Preguntar es entrar al corazón del misterio. La obra no está para ser resuelta, sino para ser acompañada.
Piter Ortega Núñez
El más reciente libro del crítico de arte, curador y periodista cubano Piter Ortega Núñez pareciera enmarcarse por título en el básico manual didáctico. Pero el nombre es astucia autoral ante el posible lector. No hay pretensión al llamarlo: Cómo se interpreta una obra de arte, pues está acompañado del subtítulo Un viaje emocional, visual y simbólico para aprender a mirar. Intimación que apela a una generalidad, si bien se comparte en principio una experiencia muy personal de lo que representa el acontecimiento estético de la obra de arte, de cómo esta se pudiera conectar al diario vivir. Al pertenecer todos a un mundo físico y simbólico, el arte no actúa como sucedáneo de la vida sino que es consustancial a ella. No podemos vivir sin él.
Cuando Ortega Núñez dice: «Primero ofrezco herramientas para saber cómo se interpreta una obra de arte. Aquí hablaremos de forma, simbolismo, contexto, métodos, intuición, la dimensión corporal y también de por qué no hay que tener miedo a descubrir tu propia voz interpretativa», está conectando con la exigente y hermosa tradición de Erwin Panofsky (El significado en las artes visuales), aunque más en la cuerda de Alberto Manguel (Leer imágenes) y Alberto Ruiz de Samaniego (El espacio salvado. Álbum de imágenes). Antojo y selección, descarte y defensa, juego con el todo desde el deleite de una subjetividad particular. De eso se trata precisamente Cómo se interpreta una obra de arte. Un viaje emocional, visual y simbólico para aprender a mirar (Art‑Sôlido, 2025).
Se ha leído a Piter Ortega Núñez desde sus inicios como crítico cultural. Es de los de su generación, incluso antes y después de ella, una de las voces más sólidas de las escrituras sobre arte. Aunque haya escrito sobre cine y cuanto se le antoja, es de esos escritores que ensanchan imágenes, posee su propio inventario, pues cada crítico, en su apasionamiento y raciocinio —también parcialidad e ideología para considerar directa e indirectamente al maestro Baudelaire—, tiene el derecho de prefijar, sin fórmulas y radicalismos, sus preferencias. Y estas se han centrado más en las artes plásticas. Todo libro, así haya nacido de la subjetividad más espléndida, privilegia y suprime. En realidad, ahí comienzan ya a actuar los ejercicios de interpretación.
Él sabe de esas segmentaciones lamentables entre crítica y ensayo que por años algunos han entendido mal. Sucede con frecuencia en la crítica de cine. La actitud y aptitud críticas están comprendidas en todos los géneros de opinión. De manera que admitir que alguien es más crítico que ensayista o viceversa representa una inexactitud ingenua. El ensayo es el género de opinión por excelencia más complejo y libre. La crítica es la cualidad del ensayista. No existe el ensayista sin el crítico. Mas el crítico a secas, desarropado genéricamente, es una invención que el maestro Guillermo Sucre explicó muy bien en más de una ocasión. A Ortega Núñez, sin embargo, no le interesa ahora teorizar sobre esos fraccionamientos. Lo suyo es reflexionar desde el arte como espacio complementario, como forma de vida.
Cuando no se inclina a cifrar la prosa reflexiva en las pautas de las escrituras poéticas, caso de «Princesa rota», ¿cómo procede en general la manera de ensayar de Ortega Núñez? Presenta la obra y lo contextual. Luego la describe hasta estimular la manía relacionante de acuerdo a su reservorio cultural. Interpreta. ¿Cómo define este acto? «Interpretar no es traducir, ni reducir, ni imponer un significado. Es, en cambio, abrir sentidos, buscar resonancias, encontrar preguntas más que respuestas. Y sobre todo, hacerlo con humildad, sabiendo que toda interpretación es parcial, situada y viva». A propósito de una obra de Lázaro Saavedra, léase por ejemplo «Que levante la mano el que quiera tener Internet». Repárese en la descripción:
La escena: un personaje monstruoso, grotesco, casi un mutante con rostro de predicador autoritario, grita con violencia: “¡El Internet es mierda! A ver… que levante la mano el que quiera tener Internet”. Frente a él: una masa de figuras humanas sin brazos, con expresión de miedo o desconcierto. Entre ellas, se distingue la famosa Venus de Milo, ícono mutilado de la belleza clásica, resignificado aquí como símbolo del pueblo silenciado, inhabilitado.
Cómo se interpreta una obra de arte está tan revestido de interrogantes que pareciera tener poco que argumentar. Artimaña deliberada: va el crítico de la premisa más obvia —a ratos el «símbolo inmediato», como los llama Piter— para implicar al espectador/lector hasta sumergirlo en el patrimonio connotativo, siempre fragmentario e inquieto, de lo simbólico. Acaso sea símbolo la palabra más mencionada. Así hay referencias a «símbolo del pueblo», «símbolo clásico», «archivo de símbolos», «símbolos telúricos», «símbolo de toda fragilidad», «símbolo de libertad», «símbolo de lo mutable», «símbolos de pérdida o mutilación», «símbolos de esperanza y muerte», «cadena de símbolos»… El símbolo, como se sabe, transmuta con el paso del tiempo contaminándose de alegorías hasta convertirse en una de ellas. Borges, al detenerse en la refutación de Chesterton a Croce en terrenos de la alegoría recuerda:
La página pertinente de Chesterton consta en una monografía sobre el pintor Watts, ilustre en Inglaterra a fines del siglo XIX y acusado, como Hawthorne, de alegorismo. Chesterton admite que Watts ha ejecutado alegorías, pero niega que ese género sea culpable. Razona que la realidad es de una interminable riqueza y que el lenguaje de los hombres no agota ese vertiginoso caudal.
Al autor le queda bien claro la importancia y la diferencia en la actualidad de la alegoría con respecto al símbolo. En «El sueño del navegante chino. Una travesía hacia el inconsciente», uno de los mejores textos del libro, se lee este esperado acierto:
“El sueño del navegante chino” no es un simple capricho surrealista. Es una alegoría sobre la conciencia moderna, sobre la hibridez de la identidad, sobre el cuerpo como archivo de símbolos. Es también una meditación sobre el viaje: ya no hacia nuevas tierras, sino hacia los territorios más profundos del alma.
El libro es más que un mapa sobre una zona muy atendible del arte cubano actual. Es un diálogo entre pasado y presente, una asistencia e insistencia al saber mirar sin prejuicios: «hay que mirar. Mirar bien. Mirar profundo», pide Piter en un texto («Ve en paz, hija mía»), como si lo recomendara desde cada página de su libro. Lo resuelve espontáneamente para agenciarse no solo al espectador especializado, sino a quien no cree en el arte y presume por error estar al margen de la creación. Convencen más los ensayos que no dicen lo que harán, que aquellos que, de continuo, están sorprendiendo. Si bien Ortega Núñez aclara en su introducción, especie de declaración de principios: «No es un manual para eruditos, críticos o especialistas. Al contrario: este libro está dirigido a cualquier persona que alguna vez se ha detenido frente a una pintura, una escultura, un grabado o una instalación y ha sentido la necesidad de mirarla con profundidad, de escucharla con los ojos», cumple con las expectativas más exigentes. No defrauda en ningún momento lo que el artista Tomás Sánchez ha escrito en su bellísimo y perspicaz prólogo titulado «Sobre el mapa y el territorio».
Es difícil escribir sobre los libros al leer prólogos de mucho fuste. En mi caso, cuesta soslayarlos, dejarlos para el final. El tono ni siquiera está en las páginas finales de un libro. Es una suerte de compañía que configura la visión de conjunto de un autor. Y, ese camino arduo e imposible para muchos, no para Ortega Núñez, colabora con el hallazgo de nuevas voces interpretativas.
Prosa ágil y certera, de rara vehemencia bajo el amparo de una sencillez atrevida y seductora, donde importa tanto lo que se dice como cuanto se sugiere. No se echa en cara el conocimiento adquirido. Se comparte un saber que se despliega cual abanico. Sin pretensiones, Cómo se interpreta una obra de arte. Un viaje emocional, visual y simbólico para aprender a mirar, con impecable corrección de estilo de Antonio Cardentey y palabras de contracubierta de Eduardo Morales Nieves, es un volumen de referencia. Piter Ortega Núñez vuelve a confirmarse como uno de los más atendibles pensadores y escritores cubanos del arte contemporáneo.
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