William Navarrete: Entrevista a Rafael Bordao / ‘Salir de Cuba no te libera de los efectos perversos del castrismo’

Conocí el trabajo del académico y escritor Rafael Bordao en la década de 1990 cuando me cayó en las manos una de las revistas literarias La Nuez, que publicaba en la ciudad de Nueva York. Años después, publiqué uno de mis trabajos en la revista Sinalefa, también fundada por él en esa misma ciudad.
Desde entonces hemos estado, más o menos, al tanto de nuestras actividades, ya sea directamente o a través de amigos en común en el exilio. En 2002, Rafael Bordao publicó su tesis doctoral sobre la obra poética de Reinaldo Arenas, a quien conoció personalmente y a cuya poesía dedicó años de estudios académicos. El ensayo La sátira, la ironía y el carnaval literario en Leprosorio (trilogía poética), de Reinaldo Arenas es uno de los estudios más completos sobre la poesía de Arenas, fallecido en la misma ciudad en que vivía Bordao.
No conocía prácticamente nada de la vida azarosa y de las peripecias de mi nuevo entrevistado, y es un placer descubrir muchos de los aspectos y vivencias que fueron conformando su universo a través de esta entrevista que disfrutaremos hoy.
―Cuéntanos de tus orígenes familiares.
―Nací en La Habana Vieja, en 1951, en una casa que ya no existe y que se encontraba en la calle Cuba, 70, esquina Cuarteles, frente al Anfiteatro de La Habana. Mi padre, Mario Bordao Flores, era de Pinar del Río, y se mudó a La Habana a los 17 años. En la capital se dedicó al negocio de compraventa de productos, y luego fue chofer de los ómnibus Santiago-Habana, que salían de la terminal, en cuya librería trabajé yo muchos años después. Mis abuelos paternos eran Francisco Bordao, de ascendencia isleña, y María Flores, cubana.
Mi madre, Martha Herrera, nació en 1926 en la misma casa donde yo nací 25 años después. Mi abuela siempre recordaba su nacimiento por el ciclón de 1926. En épocas de Prío y Batista fue maestra acompañante de kindergarten, y con la Revolución, empleada pública en diferentes sitios. Su mamá se llamaba Rafaela Herrera Sandoval, natural de Quiebrahacha, provincia de Pinar del Río, y se fue a vivir a La Habana en 1914, siendo una adolescente de 14 años.
―¿Viviste siempre en La Habana Vieja?
―Soy un habanero legítimo, nacido en La Habana intramural. Mi abuela materna vivía en Monserrate y Peña Pobre, frente al Palacio Presidencial, desde antes de que lo construyeran. Por cierto, de niño mi madre me llevaba a jugar al Parque de las Misiones, frente al Palacio, que era una especie de Jardín de las Tullerías habanero, pues allí jugaban los hijos de la clase media alta y baja. Me contó que uno de los hijos de Batista, creo que Juan Carlos, fallecido en su adolescencia, iba ahí con sus manejadoras y guardaespaldas y se obstinaba en arrebatarme el velocípedo. Esto es anecdótico, contarlo ahora no tiene otra intención.
En 1956 mis padres y yo vivíamos en el Hotel Prado, que estaba frente al Club Americano. Recuerdo cuando vino la Policía a buscar a mi padre, porque en esa época él estaba en la lucha clandestina contra el Gobierno de Batista.
De allí nos fuimos y ese mismo año nació mi hermana. Me llevaron a la casa de mi abuela paterna, María, que vivía en Mantilla. Pero en 1957, después del ataque al Palacio, me instalé con mi madre en la casa de Obrapía y San Ignacio, donde me cuidaba una señora española de Pontevedra llamada Pilar. Allí vivimos 20 años. Estando ya en el exilio me enteré de que dicha casa fue restaurada y convertida en museo, porque no solo es una de las casas más viejas de la ciudad, sino también la del capitán español Gaspar Ribero de Vasconcelos.
―¿Y tu escolaridad? Debes haber estado en la primaria el 1° de enero de 1959. ¿Recuerdas ese momento?
―Comencé en la Escuela Pública N° 1 José Martí, de La Habana Vieja. Allí estuve hasta que terminé los estudios primarios en 1963, y después matriculé en la Secundaria Básica Benito Juárez (antiguo colegio San Juan Bosco para niñas) en las calles de Tejadillo y San Ignacio. En efecto, estaba en la primaria cuando triunfó la revolución castrista y recuerdo una escena frente a la puerta de mi casa. Vi a varios hombres caminando con prisa por la calle, martillos en manos, para destrozar los parquímetros y sacarles el dinero. Frente a casa arrancaron el parquímetro y cuando terminaron, dejaron el casco del reloj tirado en la acera. Entonces le pedí a Pilar que me dejara recogerlo. Al final me dejó, y en el casco quedaban todavía varias pesetas.
―¿No tuviste nunca problemas con las leyes revolucionarias de la década de 1960?
―¡Más que problemas! En 1968 quedé en verme con un amigo en la esquina del hotel Capri, detrás del Pabellón Cuba, cuando de pronto aparecieron perseguidoras. De los carros salieron policías con ametralladoras y nos llevaron al parqueo de la pastelería La Karla. Después, nos subieron a unos ómnibus y nos llevaron a Villa Marista. Estuvimos tres días allí, nos ficharon y nos enviaron al kilómetro 5½ de La Coloma (Pinar del Río). A esa noche se le conoce como “La recogida de los hippies” y es tema poco evocado, excepto cuando Néstor Almendros lo abordó en su película Conducta impropia. Nos acusaban de tener pelo largo, usar pantalones estrechos, no pertenecer al CDR, escuchar música estadounidense, reunirnos en los jardines del Hotel Nacional y tocar guitarra y cantar en las inmediaciones de La Rampa. Desde luego eso molestaba al caudillo Fidel, porque lo consideraba una mala imagen para su revolución y su “hombre nuevo”. Estuve preso un año y 20 días, del 25 de septiembre de 1968 al 16 de octubre de 1969.
―¿Cómo pudiste salir?
―Cuando les dio la gana de liberarme. En la prisión de Jaruco yo había logrado trabajar en la enfermería, porque como era asmático me pasaba el tiempo metido allí y me había hecho amigo del enfermero, de modo que cuando él fue liberado entonces me dejaron a mí. Al final hubiera podido escaparme porque nos daban pases para ir a ver a la familia, pero si me escapaba perjudicaba entonces a mi madre. Entonces preferí esperar a que me liberaran cuando quisieran. Este episodio, que ocurrió casi en la misma época en que estaban las famosas UMAP, ha sido un poco olvidado y no hay muchos testimonios sobre él.
―¿Cómo fue tu vida de adolescente en esos primeros años? ¿Tu familia no intentó salir del país?
―Por supuesto. Cuando empezaron los rumores de que el Gobierno iba a quitarle la patria potestad a los padres, mi madre sacó los pasaportes, y me inscribió en la Operación Pedro Pan para sacarme de la Isla. La idea era que yo saliese solo, pues el que había sido su novio, propietario de una juguetería y de varios negocios de frutas, huyó hacia Cayo Hueso en una lancha porque lo estaban buscando, por conspirar contra el Gobierno. Cuando ya me faltaba una semana para salir del país, con los papeles listos y el pasaporte preparado, comenzó la Crisis de Octubre de 1962 y el programa quedó definitivamente cerrado. Mi destino hubiera sido probablemente otro y no hubiera tenido que esperar 18 años para poder irme de Cuba.
Yo tenía 14 años cuando inauguraron el restaurante El Patio, en el antiguo palacio de los marqueses de Agua Claras, a un costado de la Plaza de la Catedral. Allí todas las noches nos reuníamos los jóvenes del barrio a merendar, a tocar guitarra y a conversar de cualquier cosa, de los acontecimientos que estremecían al país, de las canciones de los Beatles, de los Beach Boys, de los Rolling Stones, de Petula Clark, que oíamos por onda corta, a través de la WQAM de Miami. Una noche de 1965, se apareció Fidel Castro en dos carros Oldsmobile del 1962 con el siniestro Manuel Piñeiro (alias Barbarroja), el ministro de Deporte, José Llanusa, y una cohorte de guardaespaldas. Cuando ya se iban, el tirano se detuvo en la puerta con un tabaco en la boca y peinando con los dedos su barba se dirigió a nuestra mesa. Nos preguntó que si éramos de los de Camarioca, porque esa noche había cerrado después de un discurso el puente migratorio por ese puerto. Le respondimos que no, que éramos simples estudiantes. Entonces, antes de marcharse, dijo una frase lapidaria: “Sigan así muchachos que en ustedes está depositada la esperanza de nuestro país”. El camarero nos dijo después que Fidel se había comido tres filetes de res y tomado dos botellas de vino tinto Solariego.
―¿Frecuentabas entonces algún círculo de artistas o intelectuales?
―Hacia 1966, un señor recién jubilado llamado Alberto Núñez Rivas, abogado criminalista con bufete en las calles O’Reilly y Mercaderes, reunía a un grupito en el Parque de las Misiones para hablarnos de espiritismo y ciencias ocultas. Alberto había trabajado en la Cámara de Godoy y Sayán en el Capitolio, era masón grado 33, rosacruz y ocultista. El caso es que yo era uno de sus tres alumnos, entre los que figuraban un moreno que trabajaba parqueando y limpiando los carros de los clientes del restaurante El Templete, en la Avenida del Puerto y un amigo del barrio que tenía seis dedos, y se había fugado del Servicio Militar. Alberto me hizo depositario, al morir, no solo de sus papeles, sino también de rituales y conocimientos de ocultismo. Todo esto era muy delirante y recuerdo que en una sesión de espiritismo, el dueño de la casa me dijo que, a mi lado aparecía un espíritu de una persona mayor que tenía un portafolios negro en la mano, más bajito que yo y con un gran bigote blanco, nacido en el siglo XIX y fallecido en el XX. Le dije que si podía escribir el nombre y escribió con dificultad en un pedazo de papel: Clemenceau.
Años después, hacia 1971-72, cuando salíamos de la adolescencia, el punto de encuentro era la Plaza de la Catedral. Nos poníamos a conversar en las mesas de El Patio o en los escalones de la catedral. En el grupo estaban el escritor Manolito Pereira, Clara Morera, Poncito (hijo del pintor Ponce de León), y muchos más. A veces se nos unía Eusebio Leal, quien todavía estudiaba Historia en la universidad. Lo recuerdo siempre muy educado y formal. Incluso, estábamos enamorados de la misma muchacha, una bibliotecaria que tenía el cuello alargado como las modelos de Modigliani. Como yo era un gran cuentista y siempre me destaqué (sin darme cuenta hacia literatura oral) por los cuentos que hacía en público, a la gente le encantaba oírme. Mucho de lo que contaba entonces, inspiró textos literarios en personas a quienes se las contaba.
―¿Qué haces cuando logras incorporarte otra vez a la vida civil?
―Cuando salí del campo de detenidos de Jaruco, pude terminar el bachillerato que había quedado interrumpido. Luego, en septiembre de 1970, intenté entrar en la universidad, pero en todas partes me rechazaban por no tener el perfil que exigían. Matriculé en la Facultad de Psicología, y el decano de esta, un tal Guevara, me llamó un mes después para decirme que no encajaba en ese sitio, que mejor me fuera por mis propios medios para no tener que expulsarme. Por suerte, como era asmático, no tuve que pasar por el Servicio Militar Obligatorio. Matriculé en Letras, donde solo pude estar un mes y medio, porque de allí también me expulsaron por “diversionismo ideológico”. No me quedó más remedio que ponerme a trabajar.
―¿En qué?
―Imagínate, en unas oficinas del Ministerio de la Construcción (antigua sede de la Robert’s Tabacco), en Industria y Neptuno, Centro Habana, sin saber nada de este ramo. Empecé como ayudante de refrigeración, y luego como ayudante de construcción, sin que esto me interesara. En 1971, en un momento en que había dejado de ir al trabajo y no estaba estudiando tampoco, sacaron la llamada “ley contra la vagancia” y caí en una redada. Me mandaron al “Plan Plátano”, en Artemisa. Por suerte, pude convencer a un jefe y salir a los tres días, pues le dije que tenía mi trabajo en la oficina mencionada, y así fue como pude regresar. Esta es la época en que me casé con mi primera esposa, con quien tuve una hija en 1975 y también en que matriculé en la escuela de idiomas Clara Zetkin, donde estudié francés tres años; también me inscribí en una facultad (lo mismo que años atrás) en la Manzana de Gómez.
―¿Hasta cuándo permaneces en ese trabajo?
―En 1976 fui al Ministerio del Trabajo a pedir que me pusieran en otro sitio y me quedé sorprendido cuando me asignaron un puesto en el almacén de la Galería de Arte, que quedaba en San Ignacio y el Callejón del Chorro, a un costado de la Plaza de la Catedral. En ese lugar guardaban las obras de artesanos y artistas que se vendían luego en los “Sábados de la Plaza de la Catedral”: carteras piel, macramés, vestidos, collares, esculturas, todo tipo de artesanía de calidad, mercancías que tenían mucha aceptación por parte del público y los turistas. Fue en esta galería que conocí a Wifredo Lam, que andaba paseando por La Habana con Armando Hart y Gabriel García Márquez. También a gran cantidad de artistas como a Antonia Eiriz, Miriam Caliche y a muchos más cuyos nombres no recuerdo. Conmigo trabajaba María Rosa Almendros, la hermana de Néstor Almendros, que en aquella época estaba casada con Antonio Benítez Rojo. Fue ella quien leyó el manuscrito de mi primera novela que, por cierto, se quedó en Cuba y, como toda mi papelería y manuscritos, mi madre tuvo que quemarlos un día porque venían frecuentemente a preguntarle por mí, después de que ya me había ido del país.
―¿Te quedaste en la galería hasta que te fuiste definitivamente del país?
―Obviamente yo no era de confianza, porque en 1978 me sacaron de allí, y terminé como librero en la librería Jicotencal, que estaba en la Terminal de Ómnibus de Rancho Boyeros. En realidad fui el mejor librero, porque lo hacía con gusto y no entraba nadie buscando un libro, que no saliera con otro recomendado por mí.
―Justo donde trabajaba tu padre…
―Donde ya no trabajaba porque lo habían echado de su trabajo de chofer y condenado a tres años de cárcel en el Castillo del Príncipe por haber comprado un cerdo descuartizado a un guajiro, en uno de los pueblos a los que iba con el autobús. Parece que alguien lo chivateó y cuando sacaba el cerdo en una maleta, lo pararon. Aunque se defendió explicando que era para consumo personal, lo acusaron de traficar en la bolsa negra y no hubo abogado que pudiera reducirle la condena. Por esa razón no pudo asistir a mi boda en 1971.
―Me dices que pudiste salir cuando el éxodo del Mariel. ¿Cómo lo lograste?
―Cuando me enteré de los sucesos en la Embajada del Perú, salí corriendo para Miramar, pero ya habían cerrado la embajada y tendido un cerco de vigilancia por toda la calle 42, para que nadie pudiera merodear en las manzanas cercanas a la sede diplomática.
Pero poco después, empieza lo del Mariel y mi padre, que ya había cumplido prisión y trabajaba con un abogado amigo suyo, se apareció con un papel que le había dado este abogado, donde aparecía todo lo que tanto a él como a mí nos achacaban. Cuando me decidí a presentar ese papel en Las Cuatro Ruedas, el sitio en donde antes estuvo el Ali Bar, me dijeron que me llamarían en los próximos días, y como no fui a trabajar durante la espera, me visitó el responsable del sindicato de mi trabajo, para saber qué me pasaba y trató convencerme de que no me fuera, diciéndome que yo tenía un gran futuro en Cuba. “¿Futuro dices? Ni en sueños”, fue lo que le dije. “Yo me voy salga el sol por donde salga”, añadí.
En ese momento mi madre y yo estábamos parando en casa de mi abuela, en la calle Monserrate, porque la casa de San Ignacio y Obrapía amenazaba con derrumbarse. Una noche llegó el telegrama avisándome para que me presentara en Las Cuatro Ruedas para recoger el pasaporte, y de allí nos llevaron en guagua hasta un sitio llamado El Mosquito, y después nos llevaron al puerto del Mariel. Una vez allí, éramos distribuidos en barcos y lanchas para cruzar el estrecho de Florida. Recuerdo que mi madre me acompañó, al salir de la casa, hasta la parada de la guagua aquella madrugada del 4 de mayo. Yo era el único pasajero, y aquella fue la última vez que pude abrazarla y decirle que la reclamaría tan pronto pudiera; no pude verla nunca más.
―¿Cómo fue tu viaje del Mariel hasta Cayo Hueso?
―Viajé en un barco camaronero llamado Captain Joe, que una cubana había alquilado para sacar a su familia y que le llenaron de delincuentes y de gente marginal sacada de las cárceles de Cuba. Yo iba en la proa pensando en los 18 años que pasé soñando con salir del país, en los intentos fallidos, cuando lo de Pedro Pan y en otros que no te he contado como cuando atravesé la bahía de La Habana a nado para subirme a un carguero griego y al subir por la gran soga del buque me empezó el asma y tuve que desistir, y volver a nadar de vuelta hasta el Muelle de Caballería, donde se coge la lancha para Casablanca. E incluso la vez que, en los años 1970, fuimos con un amigo baterista hasta el río Cojímar, pensando que por allí podríamos llevarnos un bote, pero cuando de noche merodeábamos el lugar, pasó un camión del Ejército con unos reclutas, que vigilaban esa zona, y uno de ellos reconoció al amigo mío, que en un tiempo había sido el baterista de Pacho Alonso, y gracias a eso, logramos salir ilesos de aquella zona que estaba infestada de vigilancia.
Volviendo al barco que nos sacaba del manicomio, iba pensando en todo esto, casi filosofando, pero en la popa del barco todo aquel populacho y los presidiarios iban tocando rumba y cantando, y cuando vieron que ya estábamos lejos de las costas, empezaron a gritar “Libertad” y esas cosas, a lo que yo nunca me sumé. Así llegué a Cayo Hueso, pero ya en el muelle los militares que trabajaban en la acogida de los refugiados me brindaron una silla de ruedas, tal vez pensando en que yo estaba enfermo, tal vez por lo demacrado que estaba. Les di las gracias a esos militares, y salté del barco al muelle sin ninguna ayuda. Tenía 28 años cumplidos.
―¿Te quedas en la Florida?
―Después de dos días en Cayo Hueso nos mandaron a una base militar llamada Eglin, en Pensacola. Allí viví en una barraca con los demás que ubicaron en ese sitio y empecé a tener problemas con delincuentes. Por suerte, como había una carpa que era el centro de prensa, en donde empezaron a publicar un periodiquito titulado Campo Libertad, brindé mis servicios y pude empezar a trabajar allí y hasta publiqué mi primer poema bilingüe en ese volante. El caso es que había simpatizado con alguien a quien una prima venía a buscar, y él me dijo que pusiera mi nombre en un papel con mis señas para ver si la prima me sacaba a mí también. Eso hice y preparé un taquito con mi nombre y el número de refugiado y con una liga se lo lancé por encima de la cerca y le cayó en el copioso pelo rubio. Así fue como ella me incluyó, por amabilidad, en la lista y me sacó de aquel sitio, dejándome en Miami, en un lugar que ni sé hoy dónde está. Entonces llamé a un amigo mío guitarrista que estuvo conmigo en aquella mesa, donde hablamos con Fidel en El Patio, y me dijo que cogiera un taxi y fuera para su casa.
―¿Te quedaste en Miami?
―Bueno, en la bodega donde el taxi me dejó, un hombre debe haberme visto muy desvalido, pues me puso 20 dólares en el bolsillo, tal vez dándose cuenta que era de los recién llegados. Estando ya en casa de mi amigo, llamé a una tía paterna (que no conocía) y vivía en Ozone Park, Queens, Nueva York, y que solo la había visto en foto, ya que ella se había ido de Cuba en la década de 1940, casada con un militar estadounidense. Me compró el billete de avión, y me acogió en su casa durante mis primeras semanas. Yo había llegado muy contento, pero me deprimía, porque en Cuba, entre otras razones, y durante los últimos cinco años de mi vida, tomaba a diario dos diazepam de 5 mg: uno por la mañana y otro por la tarde. Esta pastilla era el ansiolítico que usaban los cubanos entonces. Desde mi salida ya no los tomaba, y estaba muy nervioso. Pero una vecina de mi tía se dio cuenta, al verme siempre cabizbajo en el patio trasero de la casa. Se lo comentó a mi tía y ella entonces me llevó a ver a su médico, que me preguntó si yo tomaba medicamentos. Cuando le dije lo que tomaba enseguida me recetó Valium, y apenas me puse el primero en la boca mi energía cambió y las ganas de vivir me volvieron.
―Cuéntanos de tus primeros tiempos en Nueva York.
―Al mes de estar en casa de mi tía, me mudé con mi padre ―que también había salido como yo por el Mariel y con quien coincidí en la última semana en la base Eglin de Pensacola― para Washington Heights, un barrio del alto Manhattan en Nueva York.
Trabajé en varias cosas: en una fábrica de presilladoras, empacando medicinas en el negocio de un cubano, en una tienda de fotografías en Park Avenue South, como consultor de un programa para ayudar a conseguir empleos, en la reventa ambulante de relojes musicales y bisuterías, que compraba en una factoría de judíos… hasta que empecé a estudiar en el Mercy College, en donde, por cierto, el director era un cubano de apellido Cancela, y que para ayudarme me dio un manuscrito para que lo mecanografiara, pues yo era taquígrafo y mecanógrafo.
En ese college, que no era tan bueno, tuve varios problemas. El lugar era un nido de izquierdosos que me discutían las maravillas del castrismo y aspectos teóricos del marxismo que conocía muy bien. Por esa época comencé a publicar artículos en el periódico Noticias del Mundo. Después, matriculé en el Teacher’s College de Columbia University, donde empecé a estudiar con más seriedad y, al final, terminé dos maestrías y un doctorado, al tiempo que saqué mi licencia para enseñar en el sistema público de educación en 1988. Durante ese período di clases en varios colegios: en Saint Peters College, Mercy College e incluso en la Casa Hispánica de Columbia University, como profesor adjunto de Español. También fui por algún tiempo, traductor y supervisor de español en una escuela del sistema público de la ciudad.
―¿Te relacionas con el mundo intelectual hispanoamericano de Nueva York de esa época?
―Cuando empecé mis estudios trabajé algún tiempo en la librería French/Spanish Bookstore, en la esquina de la 5ta. Avenida y la 18 en Manhattan. El dueño era un judío que vendía libros en francés y en español. Cuando entré, trabajaban dos haitianos adeptos al vudú, que eran los que se ocupaban de los libros en francés y, al parecer, les caí mal porque puse en orden el enorme reguero que tenían. Una vez entró a la librería Reinaldo Arenas con un joven escritor llamado René Cifuentes, y este me preguntó si había allí algún trabajo para Reinaldo. Yo le dije que no sabía, pero pregunté y me dijeron que no se podía emplear a más nadie por el momento porque las ventas estaban muy flojas. En el sótano, que hacía de almacén, yo me cambiaba y dejaba mis pantalones colgados. Un buen día estos desaparecieron y estaba seguro de que los dos haitianos los habían cogido para hacerme alguna brujería. Hablé con el dueño y me dijo que lo sentía. También parecía estar embrujado por los haitianos, pues no podía hacer nada. Entonces me dio el dinero para que comprara un pantalón en la calle 14. Yo estaba tan insultado con lo ocurrido, que decidí irme de la librería ese mismo día en que el dueño me había aumentado el salario.
En 1980 se celebró en Columbia University el Primer Congreso de Intelectuales Disidentes Cubanos, al que yo asistí porque me enteré en el periódico. En ese congreso, conocí a Reinaldo Arenas (y a otros escritores) quien habló y contó sus experiencias en Cuba. Cuando puso fin a su denuncia me acerqué y lo saludé. Le conté que en Cuba visitaba a un amigo en común, Ramón Díaz Marzo, quien le había vendido un cuarto de su apartamento, en el antiguo hotel Monserrate. Tres años después, en 1983, participé en un concurso de la Academia Literaria del Hunter College. Dos que habíamos llegado con el éxodo del Mariel ganamos el primer premio: yo en poesía y Miguel Correa (a quien no conocía) en cuento.
―¿Es la época en que fundas La Nuez, tu primera revista literaria?
―La Nuez la fundé en 1988, cuando no ya existía ninguna revista literaria cubana en el exilio. Se mantuvo a razón de tres números anuales hasta 1994. El nombre de la revista surgió un día en que me encontraba con un amigo español en Union Square Park, y una ardilla vino saltando hacia mí con una nuez intacta en su boca y me la puso dentro del bolsillo de mi sobretodo, y hasta lo cerró (como si me conociera), y después se fue corriendo hacia el sitio donde se encuentra la estatua de Lafayette. Me quedé muy sorprendido, como todos los que vieron aquello, y cuando regresé a la casa se lo relaté a mi novia Celeste y, sentado en el sofá me di cuenta de que esa semilla sería el nombre de la revista.
En La Nuez publiqué a muchos autores cubanos del exilio: Benítez Rojo, Reinaldo Arenas, Carlos Victoria, José Abreu Felippe, Reinaldo García Ramos, José Triana, Luis Mario, Orlando Rossardi, Luis de la Paz, Eugenio Florit, Eduardo Lolo, José Kozer, Alina Galiano, Magali Alabau, Felipe Lázaro, Víctor Fowler Calzada (residente en Cuba), Dulce María Loynaz, Jesús Barquet, Angel Cuadra, César Leante, etc. También el trabajo de numerosos pintores cubanos y de otros países. Recuerdo que el primer número llevaba en la portada una obra titulada El fumador, del pintor extremeño Obdulio Fuentes, a quien había conocido en una exposición en Manhattan. Incluso viajé a Madrid, donde me encontré con Felipe Lázaro, José Mario y otros escritores cubanos, y fue allí donde imprimí el primer número. Regresé a Nueva York con una caja llena de revistas, de modo que llamé la atención de los aduaneros del aeropuerto. En 1995, cuando dejé de publicar la revista, me casé con mi segunda esposa, Laura García ―hermana de la escritora cubanoamericana Cristina García―, con quien tuve a mi segunda hija, que ya tiene 22 años y estudia una maestría.
―No fue esa la única revista que publicaste…
―En efecto, en 2002, cuando desapareció la revista Encuentro de la Cultura Cubana en Madrid, y hasta 2014, publiqué durante 12 años, 37 números de la revista Sinalefa. En esta publicamos a casi todos los escritores cubanos del exilio. Por cierto, creo que publicamos algo sobre tu trabajo, relacionado con el centenario de la república de Cuba (1902-2002) y un poema tuyo. El éxito de Sinalefa fue rotundo.
―Vives en Miami desde hace 11 años. ¿Cómo decidiste el cambio? ¿Has seguido tus actividades literarias?
―En 2014 me jubilé y quise cambiar de clima. Desde que llegué me había mudado, por múltiples razones, cinco veces, hasta mi domicilio actual, en Hollywood. He dejado de enseñar y de sumarme a proyectos literarios, porque estoy escribiendo viñetas sobre episodios de mi vida que merecen ser rescatados, y que espero publicar. Estoy enfrascado en ese proyecto. Estoy avanzando en un libro de poesía, otro de cuentos y otro de monólogos.
―¿Has vuelto a Cuba?
―Ni he vuelto ni pienso volver, a pesar de que allí quedó mi primera hija a la que dejé de ver cuando tenía cuatro años y medio. Aunque estamos en contacto por teléfono y por las redes, los abrazos que le he dado han sido virtuales, ha crecido sin el abrazo de su padre biológico.
No pienso ir a un país en que el régimen no ha cambiado ni da garantía a personas que piensen diferente, y donde me pueden inculpar o comprometerme con falsos testimonios o, incluso, poniéndome papeles comprometedores o cualquier otra cosa considerada como delito, en mi equipaje. Hace 30 años quisieron entramparme invitándome a un simposio en Casa de las Américas y se quedaron con las ganas porque no fui.
Salir de Cuba no te libera de los efectos perniciosos del castrismo. Lo he experimentado en carne propia con todas las jugarretas y las maldades de las que he sido víctima, a lo largo de mis 45 años de exilio.
Mi madre murió en Cuba en el 2002 y no pude verla otra vez. Falleció enferma, por la diabetes, ya ciega y, para colmo, con sus piernas amputadas. De haber vivido en un país normal, hubiera pasado con ella sus últimos días, que hubiera sido su mayor consuelo, como para cualquier madre. Y yo ni pude invitarla porque ya ella no podía viajar, ni pude regresar porque no era bienvenido y me hubieran encarcelado. Me enteré de su fallecimiento ocho meses después.
En esa época era difícil desde Nueva York conseguir una llamada, y si estabas de suerte y la conseguías, te ponían el eco que al hablar te volvías a oír a ti mismo, interfiriendo la conversación. ¡Imagínate!
¿Cómo crees que pueda regresar a algo así? He luchado siempre, desde la academia y como escritor, contra todas las etiquetas malintencionadas que la jerga del castrismo oficializó para referirse a los exiliados. Para mí las palabras “gusano”, “marielito”, “balsero”, son intentos por menospreciar a los cubanos que le cortaron con el régimen. El resentimiento que nos tienen es inmenso. Todo esto se debe a la envidia que sienten por los exiliados que nos hemos convertido en personas libres, logrando rehacer nuestras vidas, y finalmente, triunfando en un país ajeno. El escritor William Navarrete entrevista a su homólogo Rafael Bordao.
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Publicación fuente ‘Cubanet’
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