Juan Miguel Pozo: Ultrabarroco

Era como si Rubens se hubiera fumado algo que ni los alquimistas andinos se atrevieron a nombrar. Como si Zurbarán, en lugar de pintar monjes blancos y penitentes, hubiera sido raptado por un culto mestizo en el altiplano que, entre devoción sincera y pólvora, le exigiera repintar toda la historia sagrada usando solo oro molido, carmín de cochinilla y sudor de esclavos. Bienvenidos al ultrabarroco.
Una estética que no se contempla: se ingiere. Te traga y te mastica lentamente entre nubes de incienso, letanías en latín mal pronunciado y ángeles con rostros inquietantemente parecidos a los comerciantes criollos que financiaron esas catedrales como si fueran búnkers esotéricos —espacios de poder y espejismo, saturados de trampas ópticas y teologías camufladas.
Porque aquí no hablamos del barroco europeo, ese de proporciones medidas y patetismo contenido. No.
Aquí el barroco explota. No como error sino como estrategia. Una orgía de exceso donde el horror vacui se convierte en programa político, en contraataque visual ante la hegemonía de la razón.
Y claro, todo esto ocurre en un contexto colonial: con la violencia empotrada en el lienzo, disuelta entre nubes de gloria y retablos de yeso que fingen mármol mientras rezuman sangre auténtica. Cada pincelada del ultrabarroco latinoamericano no solo grita ¡Gloria a Dios!, sino también: «Sí, nos conquistaron. Pero ahora vamos a sobredecorarte hasta que no sepas si estás en el cielo, en una emboscada o dentro del sueño febril de un jaguar dorado».
__________
Publicación fuente ‘Imbéciles’
Responder