Juan Abreu: El color del verano

Archivo | Autores | 9 de diciembre de 2025
©Ilustración de portada de ‘El color del verano’ en Tusquets

Acaba de aparecer la más espectacular y corrosiva de las obras que conforman la venganza —literaria y humana— del escritor cubano Reinaldo Arenas, nacido en Cuba en 1943 y muerto en Nueva York en 1990; me refiero a El color del verano (Tusquets Editores, Barcelona, 1999), la cuarta novela de su pentagonía. Las otras cuatro novelas que la integran son: Celestino antes del albaEl palacio de las blanquísimas mofetasOtra vez el mar y El asalto. Otra edición de El color (Ediciones Universal, Miami, 1991), aparecida en Miami poco después del suicidio del autor, ya resultaba difícil de encontrar y había sufrido el organizado silenciamiento de las derechas e izquierdas que padecen, ambas con semejante ardor, el horror ante un libro tan transgresor, insultante, desparpajado, irrespetuoso, bello y brutal. Un libro libre. Pues bien, ese silencio ha terminado; o al menos ahora les será mucho más dificíl imponerlo. Desde las vidrieras y estantes de las mayores librerías de España la más violenta y feroz de las novelas de Arenas está al alcance de todos.

En lo personal, siento una alegría inmensa. Conozco los desvelos del autor para que su libro viera la luz antes de morir. Sospechaba que después de su desaparición todo sería más dificil. Y tenía razón. Hemos tenido que esperar nueve años para que este texto, uno de los más originales, importantes y hermosos que haya producido la literatura cubana, encontrara editores en España. Suerte parecida ha padecido El asalto, una estremecedora visión del futuro de la humanidad que, cuando apareció en inglés, recibió elogios de la crítica en medios tan prestigiosos como el New York Times. Sin embargo, tampoco esta obra ha sido publicada por ninguna importante editorial española. Por suerte esta situación concluye con la determinación de Tusquets Editores de publicar las cinco novelas en los próximos años.

El autor de El mundo alucinante, una personalidad avasalladora y polémica, concebía la actividad creadora como una maldición y una dicha que debían ser asumidas con la mayor honestidad y la mayor libertad posibles. Eso, junto a su anticastrismo militante, le trajo el silencio y el rencor de la izquierda europea y latinoamericana. La rebeldía de Arenas —que supo mantener con estoica firmeza hasta la muerte— eran , y son, dificiles de aceptar en un mundo controlado por una izquierda nostálgica, hipócrita y oportunista, y una derecha reaccionaria, bruta y machista. Su obra, prohibida en Cuba, se resiste a cualquier maniobra de apropiación, o a ser reciclada —como se ha hecho con la de Lezama Lima, Virgilio Piñera o Lydia Cabrera, por solo poner tres ejemplos— y usada por la dictadura, aún después que su autor ya no está para librar esas batallas políticas.

Esta novela, que ahora sostengo en mis manos con una mezcla de emoción y tristeza, con una mezcla de dicha y alivio, comenzó a gestarse hace más de veinte años en la Habana. Escuché las primeras descripciones de lo que sería alrededor de 1972, en las tertulias que organizabámos en el Parque Lenin. Desde entonces este libro vivió dentro de Reinaldo, estuvo con él en la prisión del Morro, en las granjas de trabajo forzado, en los interrogatorios en Villa Marista, en las incesantes fugas y en el exilio. Ayudándolo a sobrevivir, a soportarlo todo. Cierta vez, dominado por la desesperación, durante los terrible días que pasó oculto en el Parque Lenin, me dijo: «¡Y todo por ser un cobarde, por no tener valor para terminar con mi vida!» Ahora sabemos que la cobardía no fue el motivo, como demostraría más tarde en aquel frío apartamento de Manhattan. No podía quitarse la vida porque tenía dentro El color del verano, y un verdadero artista no tiene otro remedio que hacer su obra. Por eso no se mató en aquel parque horrendo, por eso se levantó de la cama en un hospital de Nueva York, cuando los médicos lo daban por muerto, y escribió El color del verano, antes de matarse, cercado por el sida.

Una novela redonda, circular, eso nos dice Reinaldo Arenas en el prólogo; que por cierto se halla en la página 259. Lo que nos da una idea del carácter anticanónico de la obra. El prólogo, además de explicar las circunstancias en que El color (y la pentagonía) fueron escritas, es una suerte de testamento, de declaración de principios donde el autor define su libro de la siguiente forma: «…no se trata de una obra lineal, sino circular y por lo mismo ciclónica, con un vértice o centro que es el carnaval, hacia donde parten todas las flechas. De modo que, dado su carácter de circunferencia, la obra en realidad no empieza ni termina en un punto específico, y puede comenzar a leerse por cualquier parte». Este es uno de los grandes méritos de la novela: su estructura; la forma en que ha sido concebida y planificada responde de forma tan perfecta a los objetivos del autor que —pura paradoja— la «independizan» de la sensación de ser un artefacto literario y la convierten en un producto fascinante, literariamente marginal. Un producto que alcanza uno de los mayores logros al que puede aspirar un creador: convertir a su autor en ficción (en personaje que lo suplanta y aniquila) y a la ficción que nos ofrece en historia; inaugurando de esta forma un ámbito en el que la fábula se instaura por derecho propio como vida real. «Quiero ser recordado como un duende», dijo una vez Arenas. Un duende es un ser fantástico, que procede de la tierra, del bosque; que no es humano aunque lo parece al menos morfológicamente. Un duende es un producto de la imaginación, es decir de la libertad, que ha logrado imponerse a la historia, a la carne y a la muerte. El color del verano es una novela escrita por Reinaldo casi ya duende. Un Reinaldo atrapado entre la apocalíptica destrucción de su cuerpo y un estado de belleza alcanzado en un éxtasis de lucidez artística.

A las puertas de la muerte, el autor de Otra vez el mar desencadena un ciclón de humor mordaz para que nos libere —no hay que olvidar que al final Fifo, ya vencido y al garete en su globo, lo que provoca en la población son estruendosas carcajadas— de la criminal solemnidad de la dictadura. En el futuro, los jóvenes cubanos recordarán a Fidel Castro como Fifo, un payaso patético y pavoroso. Y esa será la gran venganza de Arenas. ¿Pero es ésta una novela exclusivamente de la venganza? No, en lo absoluto. Es un texto sobre la juventud perdida, sobre la obstinación y el compromiso del artista con su obra por sobre todas las cosas, sobre la represión homosexual y la libertad homosexual, sobre el misterio de las madres que en el caso de Arenas encarna en el verso de Lezama: «Deseoso es aquel que huye de su madre…»; sobre el padre perdido, sobre el amor y la imposibilidad de escapar al lugar donde se nace, sobre la miseria humana y sobre la pasión irrenunciable a la libertad y la independencia individual. Y, me parece necesario apuntar, es una novela sobre la piedad: una piedad que planea sobre toda la obra como una lluvia infantil que nos recuerda que todos somos víctimas de una conjura inexplicable y macabra: haber nacido. Y, claro está, es también una meditación amarga sobre lo cubano.

Esta novela redonda, elástica como un cartoon, desmesurada y musical, triste y divertida, irrumpe como un terremoto en el panorama domesticado, conformista, sumiso y formalmente trillado de la literatura cubana contemporánea. Como Lautreamont, cuyos Cantos de Maldoror nutren la delirante cópula marina entre Tiburón Sangriento y la Mayoya, el autor de El color del verano no se proponía hacer literatura cuando escribió este libro. Su objetivo era mucho más misterioso y poético: quería transformarse en literatura, desaparecer, que las palabras lo poseyeran, destruyéndolo y rehaciéndolo. Nada que hayan producido los cubanos en los últimos cuarenta años contiene tanta libertad como estas páginas.

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Publicación fuente ‘Barcelona Review’, no. 13, 1999.