William Navarrete: Entrevista al empresario Leopoldo Fernández Pujals / ‘Tengo mentalidad de preso plantado, y un plantado no negocia con el régimen’

DD.HH. | Memoria | 18 de diciembre de 2025
©Fernández Pujals con sus hijos Alejandro y Carlos delante de la primera tienda de Telepizza / Cortesía

En enero de 2004 conocí a Leopoldo Fernández Pujals durante un encuentro con periodistas franceses de la organización Reporteros Sin Fronteras que habíamos invitado a Miami para que conocieran el exilio cubano y a muchos de los líderes y activistas que se mantenían muy activos denunciando al régimen y defendiendo las libertades fundamentales en la Isla.

Pasó el tiempo, perdí de vista a Fernández Pujals, a quien llaman “Rey Midas” por cuanto todo lo que toca lo transforma en oro y por su enorme capacidad en el ámbito empresarial. Intenté contactarlo, pero me dijeron que pasaba mucho tiempo ausente, en Bahamas, aunque en realidad estaba en Madrid.

Fue el abogado Fernando Vega-Penichet, a quien ya entrevisté para esta serie quien, siendo muy buen amigo de Leopoldo, tuvo la generosidad y la fabulosa idea de propiciar esta entrevista durante mi última estancia en Madrid. Leopoldo me ofreció su libro de memorias (en inglés) y conversamos toda una tarde, entre arroces marineros y buenos tintos, en un restaurante del barrio El Viso. Sabía que, desde hacía algunos años, los caballos eran su principal ocupación, pero ignoraba la magnitud de su proyecto, el éxito alcanzado y las sumas astronómicas que el universo de las competencias hípicas representa. 

Con Leopoldo se aprende mucho; su vida daría para escribir varias novelas. Desde la salida de Cuba, sus primeros años de exilio, la guerra de Vietnam, su exitoso desempeño en el mundo ejecutivo hasta el increíble triunfo empresarial con Telepizza, Jazztel y, ahora, en la cría y competencias de caballos ingleses de carrera, las diferentes etapas de su vida son el mejor ejemplo de que, como el ave fénix, muchos exiliados cubanos supieron sobreponerse a las pérdidas y reveses transformándolos en vidas exitosas. Mejor que sea él quien nos lo cuente.

―Háblanos de tus orígenes.

―Mi padre, Genaro Fernández Centurión, originario de Manzanillo, provincia cubana de Oriente, era abogado y notario con despacho propio. Mi abuelo paterno, Genaro Fernández Peña, había sido propietario de un ingenio llamado San Ramón, pero lo perdió cuando la recesión de 1920. Era un asturiano, nacido en una aldea a 7 kilómetros de Pravia, en 1860, y llegado a Cuba solo, en 1874, con 14 años de edad, en medio de la Guerra de los Diez Años. Su esposa, Dolores Centurión, era bayamesa y pertenecía a una familia vinculada con las guerras de independencia. De hecho, la guerra de 1868 comenzó con el incendio de la farmacia de Maceo Osorio, un tío de mi bisabuela.

Por parte de Elena Pujals Mederos, mi madre, mi abuelo, aunque nacido en Cuba, tenía orígenes catalanes y se llamaba Francisco Pujals Claret. Y su esposa, nacida en Cayo Hueso en 1890, se llamaba Romelia Mederos Cabañas. Por parte de esta abuela, una parte de la familia fue deportada a la isla africana Fernando Poo, a donde las autoridades coloniales enviaban a los desafectos y conspiradores independentistas. Por esta razón, otros deben exiliarse en Estados Unidos y es allí en donde nace mi abuela Romelia.

Mi madre era arquitecta y catedrática de la Universidad de La Habana, una de las pocas que ejercían esa profesión en Cuba. Se había graduado en 1940 en la Universidad de Pensilvania. Fue la primera profesora en este ámbito en la Isla. Su hermana Alicia Pujals también era arquitecta. Ambas construyeron en La Habana casas muy modernas para la época.

―¿Qué recuerdos tienes de tu vida en Cuba?

―Nací en La Habana el 12 de marzo de 1947. A los cuatro años de edad comencé el kínder en la calle 20 entre Primera y Tercera, en el reparto de Miramar, en donde vivíamos. Y luego, continué la primaria en el colegio de La Salle, de este mismo reparto. 

Mi tía abuela Elena Mederos y su esposo Hilario González tenían una finca llamada Sonora, en la provincia de La Habana, con unos mangales increíbles. Creo que por eso el mango es una de mis frutas preferidas. De ahí mi interés muy temprano por la agricultura y mi deseo de convertirme en ingeniero agrónomo. Mi abuela Romelia también tenía una finca llamada Jejenes, en Pinar del Río, con más de 1.000 acres. En casa teníamos un jardinero llamado Julián y me gustaba ayudarlo a podar, cortar el césped y regar las plantas. En un rincón del jardín tenía mi propio huerto en el que plantaba posturas de tomates, frijoles y maíz. De niño aprendí a montar a caballo en una finca que también tenía mi abuela Romelia llamada Santa Rita, entre La Habana y Matanzas, que heredó mi tío José Pujals.

La familia era numerosa y tenía varios primos y primas. Mi tío Raúl, quien era ingeniero, le había construido una casa de muñecas a mis primas Alicia y María Elena. Un día me sorprendió jugando con ellas y me preguntó qué hacía allí. Le respondí, que en todo hogar se necesitaba un hombre. Se dio media vuelta y me dejó seguir jugando.

Otro recuerdo que tengo es sobre las competencias de natación en el Havana Yacht Club. Mi prima Graciela Pujals era campeona de nado y había salido como mejor atleta del año en 1958 y 1959, siendo la primera en cuatro estilos. 

―¿En qué momento y condiciones sales de Cuba? ¿Por qué razones?

―Salí de Cuba con mi abuela Romelia el 18 de julio de 1960 y con 13 años de edad rumbo a Miami. Ya toda la familia se había ido, incluidos mis dos hermanos que habían viajado el 13 de ese mes junto a mi tía Alicia y sus hijas, pero mi abuela se quedó para asistir a la boda de mi prima Graciela, que tuvo lugar dos días antes en la iglesia del Corpus Christie. La recepción de la boda fue en los jardines de las cuatro casas colindantes que había construido mi abuelo Francisco Pujals para la familia en Miramar. Nosotros nos fuimos y mis padres se quedaron en Cuba. 

―¿Cómo fueron tus primeros años en el exilio?

―La primera semana viví en casa de mi tía Olga, pero a la siguiente nos mudamos a Fort Lauderdale con mis tíos Alicia y Raúl, mis dos hermanos y tres primos. Nuestra vida en el exilio estaba a años luz de lo que habíamos vivido en Cuba y, para colmo, un huracán llamado Donna pasó por el sur de Florida dejando todo bastante desolado. 

En septiembre de ese año, nos inscribieron en la Central Catholic High School, dirigida por hermanas dominicas, la única escuela católica de la ciudad. Toda la enseñanza era en inglés, lengua que no hablaba de manera fluida. Lo peor de Fort Lauderdale era que, a diferencia de Miami, pocas familias cubanas vivían allí. 

Y como había que ganar dinero empecé a coleccionar los cupones o sellos para completar la cantidad suficiente que permitía comprar determinados artículos en los supermercados. Fue así que, cuando reuní suficientes sellos, mi primera adquisición fue una maquinita eléctrica para cortar el pelo. Mi tío Raúl cogió de conejillo de indias a mi hermano y le hizo cucarachas por todas partes. Entonces lo convencí para que me dejara arreglarle aquel desastre y así fue como, tras el éxito del arreglo, empecé a pelar a otros. 

Cuando mi madre vino de Cuba consiguió inmediatamente trabajo en un estudio de arquitectura; logramos independizarnos y alquilar otra casa en el mismo Fort Lauderdale. Entonces saqué mi licencia de conducir y me convertí en repartidor de periódicos acompañado por mi madre porque la licencia era restringida ya que apenas tenía 14 años. 

En ese periodo corté césped en el vecindario para ayudar en la casa pues mi padre seguía viviendo en Cuba ya que creía ingenuamente que si mantenía una presencia en la Isla el gobierno castrista no nos confiscaría la propiedad. Finalmente, se dio cuenta de que aquello era pena perdida y decidió abandonar definitivamente la isla en agosto de 1961. 

―Ya estaban todos reunidos en el exilio… ¿Qué sucedió después?

―Mi padre, que en Cuba había sido un abogado notable, tuvo que convertirse en repartidor de encargos de un laboratorio dental. Luego, envió su currículum a diferentes escuelas primarias y terminó recibiendo la aceptación de la Suffield Academy, en el pueblo de este nombre, en Connecticut. Mi madre y mis hermanos se quedaron viviendo en Florida y yo viajé con él hasta ese estado, un viaje de 30 horas en autobús. Llegamos durante el Labor Day de septiembre de 1963. Allí terminé mi bachillerato un año más tarde y regresé a Florida. Muchos años después, tres de mis hijos (Carlos, en 1997; Alberto, en 2012, y Andrés, en 2013) estudiaron en Suffield Academy, para la cual financié la construcción del Centurion Hall en honor de mi padre. 

En 1964, matriculé en la Stetson University, de DeLand, un pequeño pueblo cerca de Daytona Beach, en donde estudié Finanzas y Contabilidad. Esto sucedió no sin algunos contratiempos pues, por falta de concentración, me echaron en tres ocasiones que aproveché para trabajar en cosas diferentes. Una fue como vendedor puerta a puerta de aspiradoras Kirby, y otra de pintor de carrocerías en la fábrica de autos, gracias a mi hermano Genaro, quien trabajaba para la compañía Ford en Dearborn, Michigan.

―Tengo entendido que eres veterano de la guerra de Vietnam.

―La guerra dio un gran giro a mi vida porque cuando regresé para terminar mis estudios en Stetson, decidí, al poco tiempo, alistarme en 1968 como voluntario en el US Army. Me enviaron a Fort Jackson, en Carolina del Sur, en donde pasé todos los exámenes físicos. Tenía las condiciones idóneas. Me propusieron la Escuela de Oficiales o la de Aviación. Al final opté por la primera y completé mi preparación en Fort Gordon, Georgia, y después en Fort Dix, Nueva Jersey.

En este periodo, exactamente en diciembre de 1969, me casé con mi primera esposa, Nicole Lewis Cylkowski, una americana de origen polaco e inglés, a quien había conocido meses antes en una fiesta en el club de los oficiales de Fort Belvoir. En 1971, seis meses después del nacimiento de Alejandro Francisco, mi primer hijo, me enviaron a Vietnam, exactamente al campamento del batallón 90, situado en Biên Hoa, al norte de Saigón. En ese momento tenía el grado de capitán y mi misión consistió en coordinar con el cuerpo de ingenieros los equipos que suministraban diferentes compañías de fabricantes.

Estando en Vietnam recibí la noticia más desoladora de mi vida: mi madre había fallecido, el 25 de agosto de 1971. Llegué a Miami dos días después de su muerte para la ceremonia en la funeraria Caballero, y 10 días más tarde estaba de regreso a Vietnam. Todo fue muy duro, nunca lloré tanto. Tenía un pacto con ella: después de Vietnam tenía que terminar mis estudios.

―¿Y lo cumpliste?

―Por supuesto. Regresé de Vietnam a Stetson University en 1972 y me gradué en 1973. Durante mis cuatro años de ausencia en el Ejército el mundo universitario había cambiado. La moda era ser hippie y fumar marihuana. 

Así fue como, al graduarme, empecé trabajando para Procter and Gamble, en 1975, cubriendo como vendedor un territorio que incluía Fort Lauderdale, Hollywood, Dania Beach y Pompano Beach. Nueve meses después ya estaba en Johnson & Johnson, una compañía a la que llegué como vendedor y terminé como director de división seis años después. Empecé cubriendo un área vasta de centros médicos de Albany a Buffalo, en el estado de Nueva York, y pasé luego a Massachussets. Quería que mi hijo viviera en un sitio en el que pudiera aprender español y logré un puesto ejecutivo en Guatemala para cubrir el mercado de toda América Central, entre 1977 y 1980. Claro, este país no era nada seguro y se daban muchos casos de secuestros a ejecutivos de grandes empresas, por lo cual continué mi trabajo desde Panamá hasta 1981.

―¿Cuándo te estableciste en España y por qué?

―En 1981 vine como director de una división de Johnson & Johnson en Madrid. Mi hijo Carlos fue a estudiar a la American School y al más pequeño, de tres años, lo inscribimos en la escuela Montessori. Me mantuve trabajando para esta multinacional hasta 1986, es decir, le entregué 14 años de mi vida, pero quería trabajar para mí. A los 39 años me había dado cuenta de que para realmente ser independiente y tener mucho éxito, financieramente hablando, hay que trabajar para uno mismo y fundar su propia empresa. Mientras trabajes para otro puedes alcanzar un gran salario, como era mi caso con unos 200.000 al año en la década de 1980, pero de esa cifra no iba a subir más. 

Y fue así como empecé a acariciar la idea de dejar Johnson & Johnson y empezó la aventura Telepizza, que al principio se llamaba Pizza Phone. Venta de pizzas a domicilio. La empresa por la que me convertí en una de las personas de mayor solvencia en toda España y que comencé con un local de nada en La Vaguada, en el barrio del Pilar, y terminé cubriendo, años después, el 65% de la venta de pizzas en el mercado.

―¿Cómo se te ocurrió Telepizza?

―Leyendo un artículo que mi hermano me envió del Wall Street Journal titulado “Pizza Wars” (La guerra de las pizzas), en el que se hablaba de la competencia en Estados Unidos de tres gigantes de la distribución de pizza: Domino’s, Pizza Hut y Little Caesar’s. Este concepto era novedoso en España, donde el territorio, después de la apertura del país, permanecía virgen.

Yo no sabía nada de pizzas, y mucho menos de queso mozzarella, tomates y harina. Pero algo me decía que aquello sería un gran negocio. En noviembre de 1987 abrí mi primer restaurante de pizzas, como dije, en La Vaguada, la primera en toda España que hacía entregas a domicilio. Mi hermano Eduardo se asoció conmigo en el negocio y al poco tiempo abrí un segundo local, en la calle Cochabamba, cerca del Paseo de La Habana, al que se le llamó Telepizza. En esa época seguía trabajando para Johnson & Johnson de 9:00 a.m. a 5:00 p.m.

Estando en Telepizza, ya separado de mi primera esposa, conocí a Marilina, mi esposa actual, psicóloga y madre de mis tres últimos hijos. Ella llegó un día a la empresa como aspirante a un puesto y terminó convirtiéndose en esposa del dueño.

―Y fue un exitazo…

―Absoluto. Llegamos a tener el 65% del mercado y 800 locales, de los cuales 600 estaban en España y 200 en el extranjero. La empresa terminó en 1996 en el IBEX 35, el índice bursátil español, siendo la salida en bolsa más rentable de la historia. Y la vendí por 300 millones de euros en 1999. Por supuesto, la clave del éxito era la calidad de los productos que utilizábamos, y uno de nuestros anuncios era “El secreto está en la masa”.

―¿Y continuaste en el mundo de los negocios?

―No era mi intención. En el periodo que siguió a la venta de Telepizza me instalé en Las Bahamas, en donde estuve cinco años viviendo de manera permanente y descansando. Allí vivía tranquilo, jugaba golf y tenía un barco llamado Libertad. Viajaba con frecuencia a Miami y empecé a financiar a dos organizaciones contrarias a Fidel Castro: Cuba Libertad y Citizens for Liberty in Cuba.

Pero en septiembre de 2004 compré en España el 24,9% de las acciones de Jazztel, una operadora de banda ancha que estaba al borde de la quiebra y pagué 61,8 millones de euros para revitalizarla. Al final, convertí a una empresa completamente deprimida en algo muy próspero y, por segunda vez, la coloqué en el Ibex 35, siendo el único ciudadano español en ese momento en colocar a dos empresas en este índice bursátil. Nuestro lema era “El secreto está en la red”, recordando el que habíamos utilizado anteriormente para Telepizza. Mis acciones en Jazztel las vendí en 2015 por 483 millones. 

Y también le gané un pleito a Telefónica, algo inédito en su momento porque nadie se atrevía a poner una demanda a un coloso como este. Estaba cansado de los incumplimientos con las tramitaciones de nuestros clientes que no conseguían darse de baja de Telefónica porque la empresa tenía prácticamente todo el monopolio y demoraba meses en dar de baja a los solicitantes, de modo que perdíamos los clientes. Al final les gané el pleito y zanjaron por 10 millones de compensaciones a Jazztel.

―En 2014 cuando vendiste Jazztel estabas entre las 25 primeras fortunas de España. ¿Fue entonces que te dedicaste a los caballos de pura sangre española? 

―Mi afición por los caballos me llevó desde 1995 a adquirir una yeguada en San Pedro de las Dueñas, provincia de Segovia, que llamé Centurión. La yeguada dispone de tres fincas (Monasterio de San Pedro de las Dueñas y Santa Ana, dedicadas a caballos de pura raza española) y, en 2021, adquirí el haras [yeguada en francés] de Nonant-le-Pin, en Normandía, que también bauticé como Haras Centurion, dedicado a los caballos pura sangre ingleses.

Hoy en día mi actividad fundamental son los caballos de carrera. Mis caballos han ganado grandes premios en Inglaterra, Francia, España y Estados Unidos. Cuando un semental gana una carrera su valor es enorme, y por cada cubrición en la que participa se cobran 100.000 euros. Saca la cuenta cuánto dinero da a razón de 180 cubriciones por año. Eso sí, mi objetivo es conseguir el mejor caballo de todos.

―¿Te has mantenido apegado a tus raíces cubanas? ¿Has vuelto a Cuba?

―El tema cubano ha ocupado buena parte de mi vida y de mis actividades. Soy sobrino de un preso plantado cubano: José Pujals Mederos, quien fue condenado a 30 años de prisión de los cuales cumplió 27 años y 22 días en las mazmorras del castrismo, entre 1961 y 1988. Partió al exilio y falleció en Miami en 2019. También participé en su momento apoyando la Fundación Elena Mederos que llevaba el nombre de una de mis tías abuelas.

Durante años garanticé que la asociación en el exilio Plantados hasta la libertad pudiera mantenerse activa, que sus miembros pudieran viajar y dar a conocer sus historias a través del mundo. Finalmente pude cumplir un viejo sueño, una asignatura pendiente como dije en mi libro Apunta a las estrellas y llegarás a la luna, publicado en 2014. Es decir, pude producir y financiar una película que contara la vida de estos héroes de la lucha contra el castrismo, a quienes nunca pudieron doblegar porque no aceptaron nunca el tratamiento de presos comunes. Fue de este modo que pude, después de mucho tiempo, encontrar al director Lilo Vilaplana, quien se ocupó de dirigir la película Plantados

A Cuba nunca he vuelto ni pienso volver mientras esa dictadura permanezca en el poder. Algunas personas que conozco, exiliados como yo, han regresado. Son posiciones que acepto, pero que no comparto. Como he dicho otras veces, tengo mentalidad de preso plantado y un plantado no negocia con el régimen.

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Publicación fuente ‘Cubanet’