Carlos D. Lechuga: Ena Lucía Portela

Cada vez que escuchaba a algún escritor cubano referirse a ella, se notaba cierta maldad, también envidia. No era de extrañar, en un país tan aburrido, machista y poco acostumbrado a la sorpresa de la genialidad, un fenómeno como ese no podía tomarse de manera distinta.
Ena Lucía, Ena Lucía, Ena Lucía… se escuchaba entre susurros en las viejas casonas coloniales de los escritores o en los patios invadidos por las enredaderas de malanga de las tertulias.
Ella, la muchacha, la «novísima», la enferma, la intrusa.
Desde mi adolescencia de pocas lecturas lo primero que me cautivó de ella fue su rostro: un ovalo de porcelana con dos ojazos como faroles en una noche cerrada. Llegaba a casa de mi madre y sentada en el sofá junto a otras editoras hablaba de hombres y también de algunas mujeres, clavando sus enormes ojos en los rostros de todos como si fuera una ladrona de ideas para próximas novelas.
Ella estaba en el paisaje, pero no era parte. Siempre colocada un poco desde afuera, en una posición que no sé si se la daba la enfermedad o la genialidad, quizá ambas cosas.
En una isla tan pequeña y tan tropical no cae nada bien el talento (ya lo dije) y su propia manera de narrar le sirvió para hacerse de algunos enemigos. Temas como el de la violencia de género, la enfermedad en el cuerpo femenino como metáfora de una isla que no se mueve, la parálisis general y la resistencia que surge de la resiliencia, ahora mismo llenan los estantes de las librerías de España y del mundo, pero a finales de los 90 en La Habana nadie hablaba de esto.
Su valentía para tocar estos temas y la manera en que se posicionó al margen de lo que estaba pasando en la literatura cubana trajo molestias y levantó ronchas. Leerla o hablar de ella era un pequeño pecado, como cuando en el medio de la dieta te metes en un armario para devorar un postre.
Todo el mundo sabía que era genial, que escribía como los dioses, pero Cuba no es nada fácil, el entorno corroe, y el grupo que está en el fango quiere verte un poquito ahí, embarrado también.
En el retrato de hombres barrigones con fama de ser «escritores», cuando la realidad es que no tenían ni media servilleta escrita, no se veía nada bien esta muchachita. Rompía. Movía las aguas del pantano y para sobrevivir en Cuba lo mejor es no joder mucho con el palito en la mierda.
Ena Lucía tiene esta manera de escribir con una limpieza que roza la perfección y al mismo tiempo se permite ciertos juegos narrativos, citas, metatextos y salidas al paso que la podrían colocar también en el grupito de los barrocos.
Escribe con esa impronta que grita: «Aquí estoy yo, la juguetona, y todo lo que hasta ahora se ha hecho no se ha hecho como es. Siéntense y lean que vienen olas».
En cada página parece estar escondida la cara de una niña mala que nos saca la lengua.
«El viejo, el asesino y yo»
«El viejo, el asesino y yo» su cuento que en 1999 ganó el premio Juan Rulfo de Radio Francia Internacional, fue lo primero que me atrapó. Era un librito corto, publicado por la Editorial Letras Cubanas, con una ilustración en la portada de Rocío García.
Seres ambiguos y sinuosos que parecían más serpientes que humanos. Figuras arrastradas que miraban de reojo. El mundillo literario cubano y la necesidad de salir a un balcón para coger un poco de aire porque todo aprieta.
En el premiado texto había un maestro, un viejo escritor que se había rodeado con los bellos dinosaurios como Severo Sarduy, Virgilio Piñera, Lezama o Rey Arenas. Este anciano, escritor, aguafiestas, que andaba por el paseo del Prado sabiéndose un sobreviviente, miraba a la joven muchacha de la historia con la superioridad del que observa a una simple hormiga. La fuerza del texto se sale de la página, ya que este maestro no era sólo el viejo autor, era un retrato perfecto de lo que es una vaca sagrada en la cultura cubana.
Las vacas sagradas miran a los nuevos narradores que llegan sabiendo que de un momento a otro van a tropezar y quizá desaparecer entre miles de páginas mediocres de gente que no logró llegar a nada. Ha pasado antes y volverá a pasar.
Rara avis
La «novísima» le estaba metiendo el dedo en el ojo al tigre.
Repito, Ena Lucía no caía bien. Ena Lucía venía con una manera nueva de narrar, que contando la realidad de finales de los 90, compartiendo sus experiencias con profesores, jueces, muchachas de la beca y adentrándose en su enfermedad, empujaba a Cuba a una nueva etapa. Había llegado el swing y el buen arte a las letras cubanas.
Su literatura era nueva, pero no era «hija de su tiempo», al contrario, cambió la conversación, entró un aire fresco y en cierto sentido dejó un poco mal parados a sus colegas. No puedo dejar de pensar en que tuve la misma sensación cuando vi por primera vez una película de Lucrecia Martel.
¡Al fin Cuba tenía una Ena Lucía!
El mayor tropiezo o su talón de Aquiles (que era lo que esperaban muchos de sus compañeros) era su enfermedad, y que las mismas viejas patrañas sociopolíticas del país la llevaran a un exilio apresurado o a un insilio que la enterrara en vida.
El pájaro: pincel y tinta china su primera novela, de Ediciones Unión y aquí en España publicada por la Editorial Casiopea, la devoré sintiéndome parte de algo nuevo, aunque había muchas cosas que ni entendía. Sus protagonistas, Fabián, Camila y Bibiana se te clavan en la mente y no podías salir de ellos, aunque quisieras. Camila con su cuerpo que no responde, que se resiste a las órdenes, es la semilla de una pequeña resistencia. Resistencia ¿a qué? A las clínicas que no son más que una prisión. A los viejos maestros, al aire pútrido de los pasillos y centros culturales de la isla, al viejo de El viejo, el asesino y yo, a los viejos escritores de la isla, a los viejos machos cabros de Cuba, a los jefes de estado. A todo.
Acaso, ¿todos no éramos sometidos a un malévolo experimento por el gran doctor?
Los cubanos estábamos enfermos y ninguno podía escapar de esa gran clínica que era la isla.
Ena Lucía, Ena Lucía, Ena Lucía… se escuchaba entre susurros. Todo el mundo hablaba de ella, todo el mundo esperando a que cometiera el primer error. Un error bien grande que la acabara de enterrar.
A pesar de la limpieza y la belleza gramática de Ena hay una serie de juegos de espejos, chismes, citas, y medias frases que te van llevando por dos ríos de sentido. Nos está contando una historia, pero al mismo tiempo nos puede estar hablando de una vieja escritora francesa o hacernos una broma constante con el mundillo artístico del Vedado.
Acostumbrado ya al mundo de Ena, me sorprendió desde la ruptura su La sombra del caminante, novela del 2007 publicada por la editorial Bokeh. Con un ritmo trepidante, que comienza con una bala en un campo de tiro. («Cada cubano debe saber tirar y tirar bien» era uno de los eslóganes de la Cuba de los 90, la Cuba del llamado «Período Especial» donde el hambre nos llevó a perder más del treinta por ciento de la masa corporal). El libro lo siento como el más thriller de su obra; no deja de recordarme a una especie de Crimen y Castigo habanero. Esta novela sobre un asesinato, sobre perder la cabeza por las condiciones ambientales. También dialoga con El extranjero, y nos recuerda la imposibilidad de albergar algo de virtud en un país como Cuba. En La sombra del caminante, sus protagonistas, Lorenzo y Gabriela, que no llegan a tener el acabado moral que quería Fidel para su «hombre nuevo», se ven metidos en un abismo, en un andar tropeloso sin bastón o andador mientras la isla espera la llegada de un huracán.
Suspendida en un recuerdo que siempre vuelve
La justicia poética, si es que existe, está en que, aunque el nivel trepidante de publicación, las agendas de moda, o las políticas editoriales atenten contra muchos autores, con Ena Lucía esto no pasa. Resiste suspendida en un éter, en una idea, un recuerdo, o una línea a la que siempre se vuelve.
Como me decía una amiga de ella cuando le dije que quería rescatar en un texto a Ena, porque hace rato no leía nada de ella: «A Ena no hay que rescatarla de nada».
Llegar a Ena, hablar con ella, escucharla, es una misión imposible. Encerrada en una casa en La Habana, sin correo electrónico o celular (o eso nos han hecho creer, no me queda nada claro), la única forma que tenemos los simples mortales de volver a ver su rostro es leyéndola.
Ena sigue en la isla, yo ahora vivo en Madrid. Los últimos textos cortos que he encontrado de ella reflejan su pasión por las primeras historias de policías, investigadores, misterios sin resolver.
En un mundo globalizado, donde en las librerías de aeropuertos no faltan las novelas policiacas, todas con la misma fórmula repetida (una copia, de una copia, de una copia), el viaje a la semilla de la literatura policial que emprende ella nos demuestra que no ha perdido la forma.
Sigue siendo la misma autora que llega a la velada para cambiar la conversación, para poner malo el ambiente, para poner mala la cosa, tira la bomba y sale echando.
Rara avis de la literatura cubana de inicios del siglo XXI, en donde el realismo sucio o el tema político expuesto con detalle y sin misterio, mata todo ángel, nos encontramos a esta cubana, que, desde el insilio, el encierro y la dificultad que lleva vivir en la isla, logra mentalmente saltar todos los obstáculos y se pone a estudiar (y disfrutar) a Sir Arthur Conan Doyle.
Los textos «¡Me la pagarás, Sherlock Holmes!» y «¿Por qué escribo sobre Sherlock Holmes?», los dos publicados en Hypermedia Magazine, nos demuestran a una autora que mientras acaba su próxima novela va tratando temas universales como si no fuera una autora cubana. Sin perderse, pero salta el muro que encierra lo que esperamos de un escritor cubano y va más allá. ¿Pero no es acaso que Ena Lucía es una autora universal?
¿Quién sino ella se atrevería a escribir Djuna y Daniel? La novela publicada por Mondadori 2008 dejaba La Habana atrás y se movía al Barrio Latino de Paris de principios del siglo pasado.
El bosque de la noche de Djuna Barnes era un libro que había marcado hasta la obsesión al grupo de amigos de Reinaldo Arenas, el poeta Delfín Prats, etc… Muchos años después, una cubana se lanzaba a homenajear a la autora neoyorkina con una novela que ocurría en Francia y que iba de temas universales como la amistad, escribir, el vicio.
Cuba y las cosas de los cubanos, las más mundanas y terrenales, ya no eran material de novela. ¡A otra cosa!
Quiero saber en que anda ahora, qué está haciendo y tanto sus amigos Daniel Díaz Mantilla como Mayerín Bello me sirven de mensajeros. Ena está escribiendo, tiene un libro nuevo, largo, que lleva varios años trabajando, que al parecer es mejor, más completo, bigger y mayor que toda su obra anterior.
No ha perdido el misterio.
Ya una vez escribí un texto sobre ella que se llamaba «50 metros con Ena Lucía Portela», y que redacté tan sólo para llamar su atención. Quizá ahora este texto cumpla la misma función. ¿O no?
¿Acaso ahora yo soy ese «yo» de El viejo, el asesino y yo?, que busca la atención del maestro que balconea.
Golpes en la puerta de su casa a las tres de la mañana, textos de fanáticos a sus pies, nada parece alterar a la querida escritora. Con tantos asesinatos en su carrera y tanta gente tratando de matar su reputación, quizá el juego de Ena Lucía sea ese: el del culpable que vive escondido para que no lo agarren, o el del inocente que es falso culpable.
Lo que si es cierto es que ha encontrado la manera de que nada ajeno a ella manche sus telas blancas. ¡El fango para allá!
Cien botellas en una pared
Cien botellas en una pared (Debate 2002), la última novela a la que me referiré —ya que no soy un académico ni un estudioso, sino un simple fan—, es también una obra de asesinatos.
Desde la primera página sentía que era la historia de mi vecina. Zeta, la narradora y protagonista, no era sólo Zeta, era la viva imagen de un montón de mujeres, de las mujeres que me rodeaban. Graciosa, golpeada y evitando ser una víctima, atormentada con su relación con el viejo Moisés, antiguo magistrado del Tribunal Supremo, machista, violento (retrato del hombre cubano total). Zeta se movía por La Habana de los 90, por los fondos de palacetes descascarados por la caída de la Unión Soviética, por el mundillo artístico, mostrándonos las ruinas materiales y morales de mi país. Todos éramos Moisés y jugábamos a ser Zeta. Todos éramos los golpeadores mientras nos creíamos superiores, más sabios, más «humanos». ¡La culpa era de los otros!
La esquina del Martillo Alegre, esa ciudadela o solar, que está a punto del derrumbe y que ahora es una casa de huéspedes, donde viven varias personas hacinadas sin esperanza de nada, todavía se me aparece en sueños.
No hay suficientes materiales de construcción para reparar el país. No hay suficiente pintura para tanta fachada rota. El mal es interior, viene del centro del patio de la casona colonial. Muchos optan por obviar que ya no hay salvación, unos pocos, como Ena Lucía Portela, señalan con el dedo, mostrando, riendo, evitando que olvidemos lo que realmente somos. Monstruos.
Publicación fuente ‘Cuadernos Hispanoamericanos’, marzo, 2025
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