Pablo de Cuba Soria: Estampitas para santos menores / Thelonious Monk (1917–1982)
Se vestía elegante, con trajes casi a la medida y corbatas improbables. Llegaba al escenario, con aire de quien había olvidado por qué estaba ahí. Se acomodaba el sombrero, miraba el piano con extrañeza y empezaba a tocar con la precisión de un reloj que da la hora equivocada en el instante exacto. En sus interpretaciones, el piano siempre le devolvía la mirada.
A veces tocaba al borde de romper el teclado; otras, como si cada tecla fuese de cristal. Sus dedos, martillos de notas torcidas, hacían que todo encajara. Podía dejar un acorde suspendido y salir a dar vueltas —lo hizo tantas veces— antes de volver a resolverlo.
El bebop ya exhibía sus virtuosismos, pero Monk inventó otra cosa: la arquitectura del tropiezo perfecto. Con Coltrane, en aquel cuarteto improbable, parecía un arquitecto junto a un profeta: uno levantaba paredes, el otro las derribaba con escalas. En el Five Spot, sus noches eran mitad club, mitad laboratorio: humo, vasos vacíos y melodías rengas que llegaban antes que nadie.
Una de esas noches se puso de pie en mitad del tema, se alejó unos metros del piano y se quedó inmóvil mirando el letrero de salida. El cuarteto sostuvo el pulso unos segundos que transcurrían en universo paralelo. Volvió al banquillo, dejó caer un cluster con el codo y resolvió el acorde que había quedado colgando.
’Round Midnight, Straight, No Chaser, Blue Monk: laberintos donde las paredes se mueven mientras buscas la salida. En el estudio, su metrónomo parecía roto, pero marcaba un pulso que solo él entendía. En su cabeza, todos los tiempos cabían en un mismo compás; si no, les construía una habitación aparte, con puertas (fugas) en el techo.
Con los años, los silencios ocuparon el lugar de las notas. Su música seguía ahí, agazapada, lista para dar un salto torpemente preciso. Dejó un repertorio que suena a jazz y también a callejón, a accidente feliz, a conversación interrumpida en la frase exacta.
Dicen que a los pianos en los que tocaba les sudaban las teclas; hasta ellos, conmocionados, intentaban entenderlo.
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