Legna Rodríguez Iglesias: Dos piernas y una boca, y diez dedos urgentemente

Autores | Dokumentxs | 12 de septiembre de 2025
©Legna Rodríguez Iglesias. ‘Autorretrato’, 2023 / Cortesía

Continuamos nuestro Dossier «Los narradores hablan de sí mismos», con este bellísimo recorrido de Legna Rodríguez Iglesias por algunos de sus libros, por algunos de sus afectos y por esa intensidad y extensidad que provoca su escritura.
Gocen.

________________________________________________

Hace días que no escribo porque estoy pensando en algo. Necesito escribir ese algo en lo que he estado pensando porque no debo escribirlo precisamente para mí sino para alguien que me lo ha pedido con un fin específico, y por supuesto, eso lo hace más difícil, más urgente. Hay otras dificultades alrededor del asunto y una de ellas es que se trata de mí. Lo que debo escribir se trata de mí, de lo que hago y por tanto de lo que soy: Una persona es lo que hace. Pero dos personas son lo que encuentran. Esta persona se encuentra con la otra persona y le dice: “ne me quitte pas”. La otra persona asiente, le da la mano y se van junta s a casa. Otra dificultad es que se trata solo de una parte de eso que hago, una parte que es en esencia indivisible del todo, porque para mí no se trata de dos partes sino solo de una. Pero acepté hacerlo porque, a pesar de las dificultades, me obligaba a pensar en ello con excesivo detenimiento. La libertad que hay en ciertas obligaciones depende solo de uno. La mayoría del tiempo uno mismo elige esa obligación, uno se obliga a sí mismo, y esa obligación o medida es lo que potencia el resultado final.

En resumen, que no he logrado pensar con suficiente claridad porque el pensamiento se ha mezclado con preocupaciones y obligaciones diarias que nada tienen que ver con las ideas sobre lo que debía escribir, así que intentaré traducir con palabras lo que he estado pensando sobre lo que hago cuando escribo textos específicamente narrativos. Aunque como dije, la manera en que escribo una cosa no se diferencia de la otra. Ahora, por ejemplo, he empezado a escribir solo después de pintarme las uñas de un color entre azul y gris que da la sensación de un color entre azul celeste y azul nublado. Y me doy cuenta de que en este preciso color azul no podría separarse el tono celeste del tono nublado, así que en esencia me he pintado las uñas de un color contradictorio.

Así que mi texto nace de una invitación particular hecha no solo a mí sino a otros escritores cubanos y eso también me hace sentir errática, inhibida, lo cual usaré a mi favor, como siempre. Porque el tono y el contexto de la literatura cubana son la mayoría del tiempo pretenciosos y graves, y en extremo definidos. Algo que a mí me parece aburrido. A partir de eso, podría afirmar que mis textos no nacen nunca a partir de una gravedad explícita. Contienen gravedad temática, al contrario de lo que afirma en un ensayo sobre literatura cubana el escritor Gilberto Padilla, pero su tono es selectivamente leve. Necesito desahogarme del peso mental y físico que implica escribir sobre violencia, por ejemplo, sobre familia, emigración o política. En su ensayo, Gilberto Padilla decía que yo escribía sobre nada. Me gustó mucho verme en ese espejo de la nada porque la nada es también un todo, y tal vez Gilberto Padilla se refería a eso, a la nada como vacío, como espacio total. La nada es el vacío del que habla María Negroni y al que uno podría aspirar, o no. En cada libro, yo aspiro a cosas diferentes.

Como dije antes, yo no separaría jamás la narrativa de la poesía, en mi escritura. Para mí, todos los textos son formas poéticas y viceversa. Estoy segura de que en mis libros de cuentos, en mis novelas y en mis ensayos personales sobre arte, personas y lugares, hay más poesía o construcciones líricas que en mis propios poemas. Y eso ocurre porque los cuentos, las novelas o los ensayos ocupan un espacio discursivo donde hay disponibilidad para casi cualquier cosa. A eso me refiero cuando digo “la parrafada pratacalar”. En resumen, y cada vez que lo he dicho ha sido para referirme a eso, no me interesa escribir textos sueltos, sino libros. Lo que yo hago es escribir libros y cada libro, del género que sea, hace una historia. La falta de tiempo y concentración ha hecho que escriba textos que no pertenecen a ningún libro. Textos invertebrados que se quedan sueltos en el espacio. “Mamá, el espacio es negro y la noche es azul”, me acaba de decir el niño. Para él está muy claro. He escrito varios libros, de diferentes formas, que hablan del mismo tema. He jugado a eso. He experimentado. Esas son dos sustancias inseparables en mi escritura, experimentar, obsesionar.

La esencia de mi escritura es experimental y también conceptual. Mis libros de poesía, mis novelas y mis libros de cuentos, los últimos libros de crónicas, están construidos así. Son altamente conceptuales y muy experimentales. Tengo la seguridad de que todos mis libros provienen del absurdo. De un alegre realismo absurdo en el que hallo la belleza y la rareza que me hace falta. Cada uno de mis libros es en sí mismo un performance y una unidad básica, arquitectónica. Ayer vi que Irina Garbatzky ha publicado un ensayo para un libro sobre poéticas del siglo 21 y lo ha subtitulado: “Desplazamiento, poesía y performance en la obra de Legna Rodríguez Iglesias”. Nada más cerca de lo que hago, nada más preciso. Irina Garbatzky es una de las investigadoras que mejor me ha leído, al igual que Nanne Timmer, desde su primer ensayo sobre Las analfabetas.

Sin embargo, siguiendo la idea anterior, yo siempre sé qué es lo que quiero escribir. No escribo no sabiendo lo que quiero. Quiero escribir un libro de cuentos o quiero escribir un libro de poemas o quiero escribir una novela o quiero escribir una maldita sinfonía, como Transtucé, o quiero escribir un ensayo sobre la espera, el amor y todo eso, como un libro inédito que tal vez jamás se publique, o quiero escribir una larga crónica sobre la ciudad, y siempre con toda la libertad formal de la que soy capaz. Creo que yo como autora he podido y podría llegar a ser tan libre que he explotado y explotaría antes de hacer contacto con la superficie. El solo hecho de escribir la mayor parte de una novela sentada frente a la persona para quien la estoy escribiendo es ya suficiente estímulo. Ese fue mi performance con Las analfabetas, por ejemplo. Sentarme frente a la asesina en serie y escribir. Llegó el momento en que realmente sentía miedo de ella. Miedo de que me estrangulara en la noche y miedo de que lo que yo estaba escribiendo fuera la realidad. Las analfabetas es la novela que a mí me gustaría leer.

Mi mayor estímulo (no el único) son las personas. Yo puedo pararme frente a una persona, quiero decir frente a su imagen, y escribir un libro entero para ella. Es una imagen no material que he materializado a través del pensamiento. Por eso el mejor regalo que puedo hacerle a alguien es un texto escrito. La envergadura de ese texto es lo que esa persona significa. No tiene que ver con las palabras o el sentido de las palabras, sino con el hecho de haberlo escrito, de haberlo convertido en lenguaje y literatura. Porque no hay nada más importante para mí que la literatura. La literatura es todo. El texto literario es todo. Hay personas que no se han enterado nunca de que existe un texto o un ensayo sobre ellas, porque después de escribirlo ese texto tiene otro sentido, por supuesto. Y también hay personas que desdeñan esos textos sin saber que he entregado mi respiración. Yo no importo, lo que importa es la respiración.

Así escribí Ne me quitte pas, mi primer libro de cuentos, en el año 2006. Tenía dos amigos y pensé que tenía muchos deseos de escribir un cuento para cada uno. Hacerles ese regalo porque no tenía dinero para comprar nada que costara lo que yo quería regalarles. Las personas que uno quiere son invaluables. Y luego pensé que con dos cuentos no podía hacer un libro, mucho menos un libro de cuentos. Así que tenía que encontrar otras personas lo suficientemente deseables como para escribirles un cuento. Tenía que encontrar quince personas, para ser exacta, porque mi libro de cuentos iba a tener quince cuentos, no catorce, no dieciséis. Y en ese mismo momento pensé que los demás libros de cuentos que escribiera serían igual de breves o largos y de numéricamente breves o largos. Y me siento muy orgullosa de haber cumplido hasta ahora con esa decisión tomada hace tantos años. Ámbar violeta, página 41:

“Salió a hurtadillas del cuarto y dejó un bulto sobre la cama. Un bulto que bien pudiera estar vivo.
Pero que no lo estaba.
Pero que sí lo estaba.

Dejó sobre la cama lo vivo porque bien pudiera pasar por bulto.

Y salió del cuarto.

A hurtadillas como quien no sabe ponerle nombre a eso que estuvo nombrado desde que el bulto fue bulto.

Aunque antes pinchara al bulto con una aguja para ver si el bulto se despertaba:

Pero el bulto siguió tranquilo. Inerte.
Hasta que pasaron dos años.

No recordaba nada de lo que pudo haberle pasado:
su mano se metió en el bulto y extrajo una planta que nunca debió sembrar aunque fueran las sombras absolutas.

Qué haría. No sabía recordar nada de lo que pudo haberle pasado.

Algún sitio dentro de sí solo tenía concentración para meter y sacar la mano del bulto.

Entonces pensó:

Si debe pasar, que pase.

Y si no debe pasar, que pase.

También. Que pase”.

Me obsesionan los títulos y los nombres propios. Un relato que ocurre en un hospital, donde las suturas se abren y las piernas enyesadas caminan por los pasillos, no puede incurrir en el error de que esas personas al borde del sangramiento se llamen de una manera absolutamente equivocada. No puede incurrir en ese error. Prefiero que no se llamen, que no tengan nombre. Prefiero el error de la falta de nombre. Nunca le pondría un nombre cualquiera a un personaje cualquiera. No existe un personaje cualquiera en ninguno de mis libros. Hay siempre pocos personajes, contados personajes con los dedos de una mano, y ninguno es cualquiera. Ni siquiera en mis ensayos sobre cine, cuando elijo una película para hablar de ella, nunca elijo una donde los personajes se llamen de una manera que no encaje en la oración. Las palabras tienen que encajar. Los nombres son palabras y tienen que encajar. Lo que estoy tratando de escribir ahora es un libro de cuentos. Pero estoy muy atrasada. He escrito solo los quince títulos.

En realidad, el único deber de la literatura, al menos de la literatura que yo quiero escribir, sería ese, que las palabras encajen, porque solo así tienen sentido. Solo así el segmento del suceso puede ir desde el punto A hasta el punto B o C. Solo así puede ser literatura. Las palabras son mi gran persecución, hacerlas explotar. Igual que los pedazos de alma y las bajas pasiones y todo de lo que está hecho un texto, ese contenido a base de palabras se derrite si una palabra no encaja. Por eso ningún personaje mío podría llamarse como yo. ¿Qué clase de nombre es ese? No, ningún personaje podría llamarse así, y tampoco podría llamarse como mis amigos, o como algunas personas que conozco a las que no les simpatizo, o como algunas exparejas. Nombres aburridos, que al escribirlos se me quitan las ganas de seguir escribiendo. Nada que me quite las ganas de escribir podría formar parte de un párrafo de un relato o de una página de una novela.

He escrito cuatro libros de cuentos y tres novelas, sin contar los libros de cuentos y las novelas para niños. La primera novela que escribí no es buena, pero yo no reniego de ningún libro mío. Además, tiene un título hermoso y la escribí a mano, en una libreta de páginas cuadriculadas. Creo que un autor es capaz de escribir todo tipo de libros mientras sepa lo que quiere con cada uno. Incluso aunque no sepa lo que quiere, un autor puede escribir lo que sea. A mí me gustaría escribir libros que no se confundieran con libros de otros autores. Libros que no tuvieran mi nombre en la portada y que la gente cuando los leyera pensara: ¿cómo es que se llama la escritora esa que vive en Miami y no habla inglés? Eso me gustaría mucho, y me gustaría mucho seguir resistiendo en mi gran idioma sonoro de las palabras simples y básicas. Como hacer un edificio con dos piernas y una boca. No necesito más nada. Bueno, dedos. Los dedos sí los necesito. Necesito diez dedos urgentemente. Diez dedos y dos pantorrillas. Y con eso hacer una novela sobre alguien que tiene una pierna enyesada y se rasca la pierna con el dedo más largo, que es uno de los dedos del medio. Necesita rascarse urgentemente. Ahí está la novela.

Me obsesiona el estado de gracia que se logra cuando escribes, como ahora que si no pestañeo sigo hablando de la pierna, del yeso, del dedo y de la uña del dedo, al límite de la taquicardia. Lo que la gente es capaz de hacer o sentir en cierto momento, me obsesiona. La gente es capaz de todo. Yo misma he sido capaz de cosas inimaginables. He firmado papeles que no debía firmar. ¿Cómo es posible no dedicarme a escribirlo? Hay que escribirlo y hay que tratar de escribirlo de la manera más exacta posible. Eso, perseguir la exactitud. Conseguir, a través de la persecución, la exactitud. Escribir a pesar de Cuba, de Miami, del inglés, del amor fallido, del cáncer, del tiempo sin mi hijo, del asma, del exilio precario, del tráfico, del sistema.

Cuando era joven pensaba que podía ser bueno huir del tono romántico. Luego entendí que lo bueno de esa huida, cualquier huida formal o de estilo, radicaba en que fuera necesaria, es decir, lógica en el texto. Si el suceso necesita la huida de lo romántico, maravilloso. Si no, ¿por qué habría de desechar ese aspecto? Cada texto modula diferente, aunque a mí como autora me guste la risa. También hay textos donde no me río. Donde solo lloro, flexiono y muero. Y me parece perfecto. Esa sería mi muerte consciente. Cuando me entrego. Sin hacer concesiones. Y desaparezco unos días. Hasta que exhalo. A mí personalmente me han ocurrido dos muertes. La muerte de no escribir a diario y la muerte de no leer. No hay nada que me agote más que no leer. Darme cuenta de que hace meses no leo. Darme cuenta de que estoy rodeada de libros que no puedo abrir porque no es el momento para abrir libros sino para sobrevivir. Es curioso cómo antes yo solo sobrevivía si abría un libro. ¿Qué ha pasado, dios mío? Lo que sea que haya pasado, es repugnante y desagradable.

Incluso cuando ensayo, de manera absolutamente intuitiva, estoy contando un suceso, algo que está en mi imaginación, aunque pertenezca a un género y a un estilo definidos. No sé cómo lo hacen otros escritores, parece que hay herramientas sofisticadas y útiles, que yo rechazo. Mi texto pertenece a mi imaginación, a la inventiva. Yo no valoro, no opino. Yo imagino una opinión. Es ahí donde puedo respirar, donde existo como autora y donde existe mi escritura. Es ahí donde construyo la casita de dos piernas. Fascinada, fría, seca o alegre. Los textos más ensayísticos, más cercanos al plano personal, se construyen con cantidades elevadas de placer, como mismo se construye un relato infantil, por ejemplo. He usado la forma impersonal a propósito, para dar una idea equivocada. Casi siempre estoy equivocada, como mínimo, lo que pasa es que esa equivocación me permite el retorno, el pliegue, la curva. Y en otro plano, me permite el juego, el desliz, la zozobra. Recordemos la contradicción del azul celeste y el azul nublado. Todas estas palabras tecleadas entre esos dos azules a punto de cancelarse.

Mis libros de cuentos y mis novelas, mis libros de crónicas y apuntes, pueden confundirse unos a otros. Todos han sido escritos desde perspectivas de realidad que se cortan, fragmentariamente, como un montaje de fotos o de películas. Escenas, fantasías, sueños. Y todos tienen ese aire de sucesión continua, porque me interesa narrar un tiempo o un espacio, en definitiva, una estructura, donde puede verse lo que está pasando ahora o lo que acaba de pasar ayer, o lo que pasó en el año 1999 mientras una persona se separaba de otra y yo menstruaba por primera vez, o lo que pasó en el año 2015 mientras una persona abandonaba a otra. La conmoción del suceso. Eso es lo que me gusta narrar. Aunque se trate de un libro de cuentos, me interesa que esos cuentos estén concatenados. El orden de esos cuentos nunca es aleatorio. Sus títulos son portales que tienen implicaciones. El índice es crucial. Ah, las novelas. Creo que las novelas también tienen quince capítulos.

A nivel mecánico, los cuentos en los libros de cuentos y los capítulos en las novelas han sido conectados entre ellos a través de indicaciones o reflexiones acerca de cómo se han escrito. Funcionan como separadores, también, como si yo misma necesitara distanciarme un momento, tomar agua y regresar. En algunos libros he usado frases como sentencias y en otros he usado notas, frases más elaboradas que funcionan como puentes entre un texto y el siguiente. De todas formas, un cuento de ¿Qué te sucede, belleza? no puede leerse bien en No sabe/ No contesta, así como un cuento de No sabe/ No contesta jamás pertenecería a Mi novia preferida fue un bulldog francés. Si anuláramos las conexiones, las casas aún seguirían en pie, organizadas.

Uno de mis estímulos, no el único, es el cine. A eso se deben las escenas repetidas, me imagino. Yo veía lo que pasaba en Las analfabetas como si viera una película. Veía a la gente ejecutando las acciones frente a mí. No supero ese libro porque es un libro vivo. Un libro donde usé nombres y hechos de gente que existió, que forman parte de la historia de Cuba, y que me parecían demasiado suculentos como para dejarlos muertos y enterrados formando parte de una épica histórica aburrida. Esos nombres y esos hechos traídos a una realidad demasiado absurda, revividos por mí para convertirse en otra cosa, como si mi novela fuera el nuevo texto de Historia de Cuba que hubiera que leer obligadamente. Las analfabetas es un texto febril. Las cosas que recuerdo de esa época me vienen como relámpagos (Centro Habana, 2012) y creo que iba leyendo en voz alta al mismo tiempo que escribía. Tenía al personaje de la asesina en serie sentada frente a mí, que es la voz narradora de la novela, riéndose de cada fragmento que escribía. Es decir, yo escribía una página y luego la leía. No sabía bien lo que hacía, respecto a ese gesto de compartir la escritura, pero ahora pienso que Las analfabetas es una novela escrita en voz alta.

Hay una escena muy cotidiana que se repite en mis libros de cuentos y en las novelas. Incluso en Princesa Miami y en Crítica madre, dos libros supuestamente de no ficción, aparece esta pequeña escena superficial que podría significar solo eso, una presencia. De una forma u otra, al principio, en el medio o al final, esa escena aparece y fluye como si saltara de libro en libro. Como un fallo repetitivo completamente legal. Pero creo que tiene más que ver con algo estético. La estética de las palabras y del orden de las palabras, la estética del suceso me obsesiona. Los espacios están delimitados siempre con pocos muebles. Hay una estética bastante plana en mi escritura. Siempre hay búcaros, mesas y sillas, por ejemplo. Siempre hay espacios vacíos más allá de los cuerpos que conversan, más allá de una ventana o una puerta de salida. Es todo muy teatral o cinematográfico. Muy atmosférico. La gente está en silencio masturbándose o hablando para sí misma. Los exteriores también son espacios planos. Aunque la escena transcurra en una multitud, esa multitud aparece paralizada. Un puente, una calle desierta, una mesa en un restaurante. La escena que se repite es el momento en que alguien desconocido toca la puerta. Quien está adentro se asombra, se levanta, abre.

Además, Las analfabetas sigue siendo un texto problemático. Fue publicado en el 2015 en una editorial independiente y gracias a eso Nanne Timmer, por ejemplo, la leyó, pero fuera de ese tipo azaroso de lecturas y de las lecturas que yo como autora propicié, no tuvo presentación ni lectura pública. Nada. Fue como si al ser publicada, la novela también desapareciera. La traductora Jennifer Shyue la ha traducido al inglés y ninguna editorial en inglés ha aceptado publicarla. Me entristece, pero lo entiendo, porque es un texto en gran medida limitado a lo cubano, y no a lo cubano de moda que a las editoriales les interesa vender. Por ejemplo, hace poco Jennifer Shyue me escribió para pedirme permiso para presentar su traducción a una beca, pero la beca era de poesía y Las Analfabetas es una novela. Para ella, Las analfabetas está escrita en versos. Pero Las analfabetas no está escrita en versos. Es algo con lo que tropiezo siempre, el problema de los versos. ¿Por qué cuando la gente lee oraciones piensa que está leyendo versos? Es algo que me pregunto constantemente. Muchos de mis cuentos están escritos así y no son poemas, son cuentos. Esas oraciones no son versos, son oraciones con una carga semántica lo suficientemente fuerte como para poner un punto y aparte. No llevan punto y seguido por una razón puntual, además de que como autora yo haya decidido formularlos de ese modo. No llevan punto y seguido, llevan punto y aparte. No son poemas. Son capítulos de una novela y son estructuras narrativas perfectas. Página 196:

“Las estudiantes de medicina quieren descansar en paz.

Moringa para descansar en paz.

Moringa para morir.

Qué hierba más verde, la moringa.

Y qué bien sabe.

Cada 27 de noviembre se celebra el fusilamiento y ellas creen que por fin descansarán en paz.

Pero al otro día, 28 de noviembre, otra vez están ahí, esperando.

Hoy también es 27 de noviembre, ciento cuarenta y un años después.

El deshollinador anda eufórica porque la droga bajó de precio.

Anda drogada por la ciudad diciendo que es un Lada con asientos nuevos.

Camina a toda velocidad y en los semáforos rojos se detiene.

La escritora, lo mismo, por la ciudad.

Diciendo que es un Fusca con aire acondicionado.

Detrás del deshollinador y a toda velocidad.

Menos cuando cambia el verde del semáforo y ambas se detienen, una a un metro de la otra.

Sólo faltamos las estudiantes de medicina y yo.

Echando combustible en la gasolinera”.

Siempre me extraño cuando vuelvo a Las analfabetas. Era el año 2012, no había internet en Cuba, nadie hablaba de escritura queer, nadie hablaba de género inclusivo, y a mí me gustaba la idea de convertir en analfabetas a todos esos héroes masculinos de la Historia de Cuba. En las analfabetas hay libros rusos y policía nacional revolucionaria. En Las analfabetas hay santería, Oshún se les aparece al final, antes del accidente. Y bailan con Oshún sobre un piano de cola que viene arrastrando un hombre por el camino real. Un hombre que no es cualquier hombre. La asesina en serie es una estudiante de medicina extranjera, que viene a Cuba a estudiar medicina. Todo es exótico para ella porque para los extranjeros no hay nada más exótico que Cuba. Pero al mismo tiempo se siente analfabeta porque no es cubana, no sabe quiénes son los ocho estudiantes de medicina fusilados injustamente el 27 de noviembre de 1871, a cargo del gobierno colonial español. Página 206:

“Las estudiantes de medicina están borrachas.

Llevaron a cabo una orgía que empezó anoche y terminó hoy después de comida.

Se comieron al doctor Petrovich con los cubiertos de plata que se robó el deshollinador de la casa-museo de Ignacio Agramonte.

El deshollinador probó un poco y no le gustó la carne guisada del señor Petrovich.

La escritora probó un bocado y vomitó en la olla arrocera que para colmo tenía raspa de arroz.

La raspa de arroz es uno de mis platos favoritos.

Antes de encender la arrocera, me aseguro de que la olla interior contacte directamente con la placa de calentamiento y la giro varias veces para que se adapte justamente.

De lo contrario causaría averías a los elementos de calentamiento y a otras piezas.

Además de que el arroz quedaría medio crudo.

Yo también probé un bocado, con un tenedor de plata de la casa-museo de Ignacio Agramonte, y me supo a metal, así que no continué.

Pero las estudiantes de medicina, en especial Ángel Laborde y Pascual González, descuartizaron el cuerpo con cubiertos de plata y dientes”.

Tanto Ne me quitte pas como ¿Qué te sucede, belleza? fueron publicados por segunda vez en el año 2017 y 2020, respectivamente. Ne me quitte pas fue publicado con otro nombre, con el nombre de un cuento que a mí me parece el mejor de ese libro, y que juega con el título de un libro de cuentos del escritor cubano Raúl Flores Iriarte. Como si mi cuento fuera su espejo o su respuesta futura. Ambos libros, La mujer que compró el mundo y ¿Qué te sucede, belleza? se publicaron bajo el sello chileno de Los Libros de la Mujer Rota, que dirige Claudia Apablaza. ¿Qué te sucede, belleza? es un libro sobre la violencia. Casi todas las mujeres del libro han sido violadas o abandonadas. Es un libro que, al leerlo, después de tantos años, me asombra, me incomoda. Por primera vez introducía esos breves textos conectores entre un relato y otro, como separadores de páginas o distanciadores. Aquí se llaman “Esta parte no se lee”, y en efecto, podría prescindirse totalmente de esas páginas. Mi cuento preferido de ¿Qué te sucede, belleza? es un texto escrito a base de preguntas, que cuenta la historia de dos personas que van a volver a verse después de una separación. Hay distancia geográfica entre esas personas, no es simple volver a verse. Cinco o seis páginas donde todo lo que sucede es una interrogante infinita. A través de esas preguntas, uno se va dando cuenta de lo que ocurre.

En ese cuento, y en otros, donde además de narrar un suceso que en muchos sentidos me afecta estoy experimentando con las posibilidades de la escritura, yo pensaba que corría el riesgo de no poder contar el suceso, de no poder hacerlo entendible. Corría un riesgo muy grande encaprichada con la idea de hacer una pregunta detrás de otra. Yo estaba segura de que arquitectónicamente, esa torre de preguntas daba la inquietud que yo quería. La incertidumbre de volver a verse. Incluso en sentido visual, esa torre era la idónea, no había otra manera correcta de escribirlo. Era esa, era esa. Entonces si salía mal no me importaba. Es como si yo supiera que todo va a salir bien o por lo menos va a sostenerse. Tiene que sostenerse. Por otro lado, si definitivamente salía mal, no me importaba. De verdad que no me importaba. Vas enloqueciendo al mismo tiempo que vas construyendo. Es una sensación frenética. Página 157:

“¿Se acordarán de todo?
¿Se acordarán de la casa, de las lluvias, del pan, del televisor, del baño?
¿Se acordarán del baño?
¿Sin inodoro?
¿Sin ducha?
¿Sin agua?

¿Un tragante y punto?
¿Por donde se iba el orine, poco a poco?

¿Y el jabón?
¿Se reconocerán?
¿A estas alturas?
¿Nombrarán las cosas?
¿Se abrazarán cuando se vean?
¿Se besarán cuando se vean?
¿En la mejilla?
¿Sobre los labios?
¿Un beso frío?
¿Un beso cálido?
¿Se sentarán a conversar?”

A ese libro que termina en preguntas le sigue un libro llamado No sabe/ No contesta (Ediciones Hurón Azul, 2015). Me encanta darme cuenta de cómo todo encaja. Esta vez se trata de homenajes a escritores. Yo quería conversar con diferentes autores a través de una imagen creada por mí, una atmósfera, un paisaje, que nos confrontara. Quería pensar sobre las influencias, que es una retórica tan falsa en las conversaciones entre escritores, y quería entender hasta dónde me interesaba un autor y hasta dónde simplemente podía no leerlo. Yo era muy joven y había autores importantes que me faltaban por leer, como por ejemplo Virginia Woolf, así que para ella debía escribir un homenaje, para la falta que ella significaba. Su homenaje es un error y se llama “Los libros”, porque aún no había leído sus libros y eso me pesaba. Me acuerdo de que la única forma de dialogar con Bukowski y con el cliché que Bukowski representa fue escribiendo un relato pornográfico lleno de semen, saliva y pelo.

Eso es lo que me pasa con los textos narrativos, que puedo desplegar, como parte del relato, una explicación de la escritura. Gilberto Padilla fue el editor de No sabe/ No contesta, que salió publicado cuando me fui de Cuba, después de perder el Premio Alejo Carpentier con ese libro. Creo que uno de los jurados fue Jorge Enrique Lage, y entonces Lage se interesó en el libro y se lo pasó a Gilberto. Algo así. Soleida Ríos me dijo un día que mis libros no ganaban porque no eran buenos ejemplos. Yo necesitaba el dinero, igual que lo necesito ahora, pero me gusta esa idea de no escribir un libro que sea un buen ejemplo. Ningún buen ejemplo sirve para nada.

Me río, me río, digo que no con la cabeza y la sonrisa sigue en los ojos, que son muy expresivos, como las piernas, los dedos y las ingles. El mundo ejemplarizante donde no hallo consecuencia. Los quince escritores que coloqué frente a mí en No sabe/ No contesta son: Yasunari Kawabata, Charles Bukowski, José Martí, Georges Bataille, Cesar Vallejo, Virginia Woolf, Julio Cortázar, Henri Michaux, Clarice Lispector, Samuel Beckett, Reinaldo Arenas, Carson McCullers, Anaïs Nin, Kurt Vonnegut y Thomas Bernhard. Las palabras, página 135:

“Me desperté hace rota, sin olerme ni nada porque al teléfono se le acabó la pulpa. Tú te viraste y juntaste los labios haciendo ademán de beso. Me quedé un rato mirándote la cara y repitiendo en mi mente que se despierte que se despierte. Pero eso no pasó. Salí de la coma y fui al bano (¿dónde está el gusanito de la eñe?) y evacué un poco. Negro como los puntos a los que hacen redundancia los escritores famélicos.

La mañana es cuatro de disimulo. En octosílabos días te irás, y a mí me quedará en la boca un sabor a estructura dulce. Real e irreal. Un vértigo. Y la memoria de que contigo toqué algo que no había tocado. Algo de lo que habla constantinopla Clarice Lispector. Y que ni ella ni yo sabemos bien lo que es”.

Siguiendo esa idea del error, de la que hablo abiertamente en Princesa Miami (Ediciones Incubadora, 2024) quince años después de todos estos libros y pequeñas novelas escritos a mano, mecanografiados en computadoras prestadas, menos Las analfabetas y Mi novia preferida fue un bulldog francés, que escribí en mi propia primera laptop de mi vida, puedo afirmar que el solo gesto, desenfrenado, de escribir antes de escribir, constituye el primer error. Mi libro de poemas Chicle (ahora es cuando), escrito en Camagüey en el año 2008, lo explica con simpleza. Ese impulso neurológico, nervioso, de la escritura, constituye el primer error. Un error que prospera, que se multiplica y extiende, y que uno trata de corregir en vano. Página 10:

“Tengo una sensación rara en el bajo vientre, como si la cicatriz de la cesárea fuera algo individual a mí y recordara que fue hecha un día como hoy. Estoy escribiendo esto después de la fiesta de cumpleaños, en el Tropical Park, a propósito. He regresado sola porque hoy no me toca estar con mi hijo, según el parenting plan aprobado por la corte, esa cosa absurda, esa cosa Miami. Si algo me pertenece, es la cicatriz. Si algo me define, es el error”.

¿Entonces el error se trata de una herida? ¿De una cosa quebrada, fragmentada, expuesta, absurda, clínica y personal? No, el error es el lenguaje. La herida no existe. La cicatriz no existe. Lo biográfico se anula. La imagen de la herida que supera a la herida y la fantasía de la cicatriz que potencia a la cicatriz. Mira esta imagen: un insecto chupando un punto, por una esquina. Lo que soporta al suceso es la construcción del error. Desde ahí escribí Paroled (Beatriz Viterbo Editora, 2025), que se llamaba de otra manera, en el 2016, anterior a Crítica madre (Rialta Ediciones, 2023) y Princesa Miami. Había sido un tremendo error haber venido a Miami y haberme quedado aquí. No había nada en Miami que me hiciera sentir viva. Pocas cosas en Miami me hacen sentir viva, aún. Las cosas que me hacen sentir viva en Miami no pertenecen a Miami. Había sido un error absoluto, un error a nivel infierno. Tenía que convertir el error en literatura. Hacía un año me había dado a esa tarea. Había escrito un libro de sonetos, un libro de pizzería y estaba escribiendo uno sobre botánica. Tenía que cantar, aunque no supiera cantar. Tenía que cantar y bailar al mismo tiempo. Tenía que hacer lo que había que hacer. Y lo hice.

Paroled es una novela experimental, una novela romboide, esencialmente equivocada. Me encanta. Durante su edición nos dimos cuenta de otro tipo de error. El peor error, el error muerte. La novela no funcionaba. Le faltaba una pierna o le sobraba un dedo, no lo sabíamos, pero no funcionaba. No podía leerla en voz alta, no podía cantar. El tubo de ensayo estaba vacío, pero no vacío vacío, sino solo vacío. No funcionaba. El nombre que tenía tampoco funcionaba. Su lenguaje se había quedado por debajo del lenguaje. Nunca me había pasado, pero ya era hora de que me pasara. Durante días solo pensé en la tecla a mi derecha. Delete, delete. Pero no hice nada. Tenía que acompañar a mi papá al hospital y llevar al niño a la escuela. Tenía que comer y tragar. Entonces volví a la estructura, no hay nada mejor que la estructura, y la estructura seguía en pie.

Miami, 7 de septiembre de 2025, 11:36 pm