Beatriz Gago: Un encuentro con Héctor Molné [Entrevista]

Usted hizo poesía en su temprana juventud… ¿Encontró luego el poeta otro camino en la pintura o aún escribe?
Hice poesía, sí. La hice para mí mismo. Nunca tuve aspiración de publicar algo. Luego, de alguna manera, la poesía se fundió con la pintura. Me di cuenta que uno no puede dedicarse a dos cosas.
A mediados de los años 50, en el entorno de su Camagüey natal existía un intenso mundo cultural y en ese nace profesionalmente el pintor Héctor Molné, ¿qué hechos y qué figuras de la intelectualidad le influyeron inicialmente para tomar la decisión de pintar?
Respecto a la decisión de pintar, la tengo desde niño. Mi abuelo era, hace muchos años, del partido de Jesús Menéndez, era un líder campesino. En Najasa hay un monumento dedicado a mi abuelo, por lo que hizo por los campesinos. En aquella época, cuando perdieron los republicanos, llegaron muchos españoles a Cuba y mi abuelo, que tenía una tierrita, acogió a una familia de españoles de apellido Jerez. El padre de esa familia me veía dibujar y un día, me regaló una cajita de lápices de colores. Yo nunca había visto pintar así, por aquel tiempo. Para mí fue una emoción y un estímulo. Incluso mi relación con él continuó. Fui varias veces a La Habana y paré en su casa, cuando él ya se había mudado para allá.
Respecto a la época de Camagüey, estaba la sociedad Lyceum, similar a la de La Habana, y ellos se preocupaban de hacer exposiciones, llevaban figuras nacionales de pintura, literatura y escultura a exponer allá. En el Lyceum, en 1958, hice mi primera exposición. Había en esa institución una persona muy dinámica, muy preocupada por la pintura, que aún recuerdo y que se llamaba Alicia de Jongh, que tenía una buena colección de arte, el doctor Antonio Martínez y otro coleccionista, Sabatés de apellido. Eran, se podía decir, la clase media de allí, pues todos eran profesionales. Apoyaban el arte y me apoyaron a mí –en cierta medida– porque todos ellos vivían de un sueldo. No eran como los millonarios de la región, los dueños de las fincas ganaderas. Esos no entendían nada de arte, este no existía para ellos. Sin embargo esa clase profesional, con ambiciones intelectuales que había en Camagüey —médicos, abogados— ayudó mucho a los artistas, a pesar de que estábamos aún muy lejos del boom del arte latinoamericano. No se valoraba aún –económicamente– nuestro arte. Si aquellos maestros —como Carlos Enríquez— se morían de hambre, ¿a qué podía aspirar yo? Tenía que trabajar.
Por otro lado estaban los poetas. Todos ellos me estimularon a pintar. Pero fue duro, durísimo el inicio. Mi abuelo no quería que yo fuera pintor, porque decir pintor o poeta era decir morirse de hambre. Me puso a trabajar vinculado a varios oficios: en una fábrica, en una botica lavando los pomitos que recogían los botelleros para luego envasar medicamentos, vendiendo confites. Imagínate, en aquella época que había tanta riqueza y que esos ricos hubiesen podido ayudar.

¿Cómo llega a la escuela de arte José Martí?
Mi mamá, a quien considero una santa y que por aquellos tiempos era amiga del poeta Rolando Escardó –recuerdo que venía Escardó a mi casa y se hallaba en una miseria espantosa– hizo una cuenta en una librería para comprarme los tubitos de pintura, y así yo pudiera cumplir mi deseo de estudiar en la escuela.
Hicieron la escuela aquí, tuvimos esa suerte, pero casi todos los profesores tenían dificultades, porque eran revolucionarios o tenían ideas progresistas. Eran graduados de la Academia y algunos eran grandes pintores o grandes críticos de arte, pero tampoco tenían cabida en la sociedad. Y vinieron aquí a ver si se oficializaba la escuela, a ver si algún día habría un financiamiento para la escuela. Iban desde La Habana por diez o quince días, personas del talento de Graziella Pogolotti, el escultor Eugenio Rodríguez Cobas… Arche era el director e iba cuando podía también. Todos eran grandes intelectuales y artistas pero estaban marginados. Así estuvimos varios años. La escuela estaba en un lugar, nos botaban porque no se podía pagar el alquiler, íbamos para otra casita… Andábamos de un lado a otro con una Venus cargada al hombro. Tenían un conserje en la escuela que enviaban a buscar verduras y allí mismo se comía. Algunos dormían en la propia escuela y todos eran grandes artistas.
Muchos artistas jóvenes de hoy, que no conocieron aquella época tan difícil, debieran pensar un poco sobre lo que tienen ahora, debieran saber el sacrificio de cómo fue realmente aquello. Era duro y ninguna persona realmente rica compraba arte. No sabían quién era Arche. Solo el grupito aquel, que dependía de sus sueldos como profesionales. Al triunfo de la Revolución no demoró un año y ya la escuela tenía presupuesto.
¿Qué recuerda de la escuela? ¿Alguien en particular que lo influyó?
Recuerdo mucho a Graziella Pogolotti. Cuando vio algunas de mis cosas que le gustaron, me aconsejó, me orientó. Cuando yo viajaba a La Habana iba a la casa de ella, conocí a su mamá, a su papá. Ella me presentó en el Lyceum en La Habana. Sucedió una cosa que yo ni soñaba: hicieron una convocatoria para artistas menores de treinta años, me presenté y gané una beca a París.
Arche murió en el año 1956
Sí, recuerdo que él iba a la escuela con un bastón. Era un esfuerzo, un sacrificio personal, para ver si algún día había un presupuesto del gobierno. Y yo me iba para La Habana, en aquellos trenes, con algún cuadrito a ver si podía venderlo.
¿Usted tuvo amistad con Víctor Manuel?
Sí, cómo no. A Víctor Manuel iba siempre a verlo. Llegaba una vez y estaba en una casa; iba a los cinco meses y ya lo habían botado de una y estaba en otra. Lo recuerdo como un hombre muy sincero, lo que pensaba lo “aflojaba”. Es de los maestros que yo más admiro, junto a Carlos Enríquez.
Víctor era un hombre de una gran sencillez. Él me llevaba de Camagüey, me ponía a dibujar y después regalaba mis dibujos a sus amigos y ellos comenzaron a comprarme algunas cosas. Era muy amigo de Bruno Gavica, un abogado de la Manzana de Gómez que tenía una colección gigantesca en La Habana. Con decirle que era el dueño de El rapto de las mulatas. Tenía cuadros en la pared desde el piso hasta arriba. Víctor me recomendó con él.
A Abela lo conocí también y fui a su casa varias veces. Él era diplomático. También me ayudó, me orientaba y me recomendaba a los coleccionistas.
Hábleme de su beca en París, su estancia en la Académie de la Grande Chaumière, ¿qué le aportó esta experiencia?
Bueno, no tuve suerte con eso porque fumaba mucho, llegué en la época del invierno y sufrí un catarro muy malo. El clima me mató. Pude estar muy poco tiempo. Estuve en la Grande Chaumière. La sentí parecida a mi escuela. Los mismos yesos, solo que más grandes, los mismos desnudos que estudié. Entonces tomé la oportunidad para ir a los museos. Recuerdo que me impresionó mucho, en escultura, La victoria de Samotracia[1]. En pintura, por otra parte, me impactó mucho un cuadro de Géricault[2], La balsa de la medusa. Eran unas personas en un naufragio y se me quedó grabado. También Fra Angélico.

Usted ha dicho alguna vez que su pintura estuvo influenciada por el Greco, por Modigliani…
Estando en Cuba yo estudiaba sus láminas, buscaba en los libros. Me gustaba el estilo del Greco, y el de Modigliani también. Dicen que las figuras mías tienen la estilización del Greco y en verdad yo hago las figuras alargadas, o al menos, las hice en una etapa, pues etapas he tenido muchas. Siento en mí, además, la influencia de cubanos como Víctor Manuel, a quien yo veía pintar, o Abela, que también me enseñaba sus cuadros y yo le llevaba los míos, de campesinos. Abela siempre me recomendó que no dejara lo nuestro, que no olvidara mis raíces. Por aquella época eran predominantes el arte abstracto y la Escuela de París.
A inicios de su carrera la vanguardia había tomado posesión de la escena artística. La influencia de corrientes modernas europeas y un poco después de la pintura mexicana, puede palparse en la labor que entregaron estas generaciones entre las décadas de los años 20 y hasta finales de los años 40. Usted, en cambio, elige, de esa vanguardia, su vínculo raigal con los grandes maestros clásicos ¿por qué privilegia esa sensibilidad sobre la transgresión de las nuevas formas de expresión plástica?
Yo preferí a los clásicos, sí. Pero no a los europeos, sino a los clásicos cubanos de los inicios de la vanguardia. De la siguiente generación a mí me preocupaba su vínculo con lo abstracto. Marinello me dijo una vez que para llegar a lo universal había que partir de lo propio. Eso me impresionó. Yo trataba, más bien, con los pintores de la primera generación de la vanguardia. Ellos siempre me aconsejaron no perder el vínculo con mi realidad. Yo me siento como un discípulo de los grandes de esa época. Recuerdo que yo vivía en una casa colonial y solía mirar el techo que estaba formado por tableros de madera oscurecidos por la humedad y el tiempo. Empecé a imaginar cosas viéndolos y de allí surgieron cuadros de figuras fantasmales, en ocres y tierras. Luego me inspiré mucho en los temas de mi propio Camagüey. Esa ciudad es muy mística, con su arquitectura colonial…
¿Dónde considera usted que se halla la esencia de lo nacional cubano que tan fervientemente buscaron las vanguardias?
Para mí aquella vanguardia pionera no buscó, encontró: Víctor Manuel y Carlos Enríquez con sus mulatas, Abela con sus guajiros. Ellos encontraron lo bello de su patria y lo modernizaron en su línea, claro, en su estilo. De la segunda generación de la vanguardia, apegada al abstraccionismo, al tachismo, al surrealismo, yo de ahí no quise coger nada. Lo que yo viví en el campo fue lo que yo transcribí a la pintura, fue en lo que me inspiré.
Mi tío tenía un bar en el que yo trabajé. Era una zona de negros, mulatos. Allí trabajando vi muchas cosas, tuve contacto con la santería, con los ritmos afrocubanos. Y con los guajiros gocé sus lechones asados, sufrí sus desalojos, los vi vivir en unas casitas llamadas vara en tierra, que eran techo nada más. Vi mucha injusticia. Fui viviendo todas esas inquietudes y comprobando por lo que mi abuelo luchó. Entonces no quise hacer un arte folclórico sino más bien reflejar la realidad. La belleza de Cuba pero también, como diría Carlos Enríquez, los “campesinos felices”, muertos de hambre dentro del bohío. También me interesaba la belleza de la mujer cubana y la sensualidad que hay en lo afrocubano. Creo que en mi patria hay dos raíces: la afrocubana y la campesina. Una vez Guillén iba a celebrar el cumpleaños en Camagüey y me pidieron que hiciera una exposición de poemas murales. Estudié los libros de él y de ellos bebí para trabajar en el tema de lo afrocubano y lo social. Tengo que agradecérselo. Él no quería que yo me fuera. Cuando yo iba a La Habana, iba a ver a Guillén. Él y Mariano me llenaban de pinturas para mí y para la escuela de arte. Me ayudaron mucho.
Alguien[3] me ha sugerido que las visiones de la ciudad de Camagüey que capturaba en sus cuadros de la etapa cubana: íntimos callejones; perspectiva difíciles que parecen mirar hacia el cielo para atrapar contornos de torres vetustas; ambientes nocturnos; rostros herméticos; son en realidad un reflejo del intenso mundo interior del artista, de su tendencia a la introspección, autorretratos sicológicos más que simples narraciones citadinas, ¿qué le parece a usted este juicio?
Figúrese usted que desde niño estoy yo metido en ese mundo de Camagüey. Viviéndolo y queriéndolo. Yo creo que Camagüey es una ciudad un poco romántica y su arquitectura es colonial, pero a la vez muy propia. Tiene callejones y lugares que pueden ser muy desiertos. Callecitas que van a desembocar todas a una plaza, que actúa como centro. Cómo no, todo eso me ha inspirado mucho a mí, tanto la ciudad como su gente.

A lo largo de toda su vida usted hizo un arte socialmente comprometido. Sin embargo, durante los años posteriores a su asentamiento en Latinoamérica, algunos temas suyos de siempre se radicalizaron. Aparecen a mediados de los 90´s distintas versiones de Cristos latinoamericanos o de niños latinoamericanos (felices). Son composiciones muy bellas, de gran valentía. Hábleme de estas obras, ¿qué circunstancias las inspiraron?, ¿estuvo usted en contacto con las ideas de la teología de la liberación?
Es que vi mucha riqueza, pero también vi mucha pobreza. Vi muchos niños vendiendo por la calle, muchos barrios miseria –por aquí les dicen barrios marginales– donde se ve mucha pobreza. Y a mí me duele eso, ver que unos tienen tanto y otros tan poco. Yo pinté un cuadro de un hombre durmiendo en la calle. Se metía en una caja de cartón y usaba otra caja para la cabeza. Yo vi esa escena y la pinté, porque me dolió y me nació pintarla. ¿Puede creer que, no sé cómo ese cuadro fue rodando, y una vez mi hijo y yo viajamos a Atlanta y allí se lo habían vendido a una americana? Ella nos contó que cada vez que veía el cuadro, lloraba.
Se ha dicho alguna vez de la obra de Héctor Molné que es una pintura triste. Sin embargo usted ha dedicado una parte importante de su trabajo a la fiesta popular, tanto al guateque campesino como a la conga y el bembé, tan enraizados en Cuba. ¿Usted piensa que su pintura es triste?
Bueno, en parte sí, porque yo vivo la tristeza de los que sufren. Tiene que ser triste y me alegro de que sea triste. Cuando vi un bombardeo que hubo en Panamá me surgió la idea de pintar el cuadro con ese tema.[4] Lo de los desalojos campesinos, yo era chiquito e iba con mi abuelo y viví eso. No lo pinté al momento, pero siempre lo recordé. Hay cosas que duelen. Sin embargo, cuando he pintado la fiesta cubana, esa pintura es alegre. Mi pintura puede ser triste y puede ser alegre. Depende de lo que quiero decir.
[1] Monumento conmemorativo y propagandístico para celebrar las victorias sobre Antíoco III Megas; realizado en mármol durante el período helenístico del arte griego y atribuido a Pithókitos.
[2] Théodore Géricault. (1791-1824).
[3] La entrevistadora alude a su comunicación personal con el profesor y ensayista Roberto Méndez en consulta para este libro.
[4] Se refiere a la invasión norteamericana a Panamá que se inició la madrugada del 20 de diciembre de 1989 con el bombardeo de múltiples instalaciones políticas y militares.
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[*] Entrevista publicada en el libro Madre caimán. Las islas de Héctor Molné. La Habana: Publicaciones del MNBA, 2020 / Se reproduce con permiso de la autora.
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