José M. Fernández Pequeño: Ni pelota ni política

Negativo, sobrino, quita ese solazo de ahí y abriga un poco más a la gente. Era domingo y el día anterior había llovido sin piedad, de modo que amaneció fresco y medio nublado. Galiana pasó a recogerme y fuimos temprano al Gran Estadio de La Habana, curiosos por saber en qué condiciones había quedado el terreno y medir de paso cómo andaba el ánimo de la gente. La inquietud, en serio, prometía tormenta… una de otro tipo. En los alrededores y adentro de la instalación se movían periodistas, funcionarios y, por supuesto, algunos aficionados con serios problemas para domar la espera. Nos sentamos en las gradas, por el lado izquierdo. Los estadios nunca están vacíos. Cuanto en ellos ocurre, allí queda para toda la vida de quienes lo vieron o lo escucharon en la voz de alguien, si es que ese alguien sabe de verdad cómo hacer vivir lo que cuenta. ¿Lo ves? ¿Ves por qué los narradores somos en el fondo una familia de brujos? Nuestras voces no solo fijan sucesos que siguen ocurriendo en el para-siempre de cada persona, como espíritus abrazados a su origen, también insinúan todo el tiempo la posibilidad de algo por venir, algo decisivo y hasta inquietante que no se deja adivinar, pero que nadie quisiera perderse tampoco.
Esa mañana yo no lo tenía así de claro y menos hubiera podido explicar el sobrecogimiento que sentí al entrar en la instalación del Cerro, enorme, abierta y silenciosa, solo experimentaba la molesta percepción de que la grama abrillantada por la lluvia, los anuncios comerciales sobre las cercas y las gradas en aparente reposo hacían esfuerzos por significar algo, mientras escuchaba vagamente los argumentos de Galiana para convencer al reglano Tango Suárez de que lo acompañara al día siguiente en el noticiero deportivo de la COCO y hablar sobre su experiencia bateando contra el venezolano Chino Canónico… y fue en ese instante que lo vi, ahí está Buck Canel, dije. Y sí, allí estaba, exacto a como lo había visto en tantas fotos: alto, con un suéter beige echado sobre los hombros, la cara amplia y sobre todo su paciente sonrisa.
Ven, me conminó Galiana y ahora te conmino yo. Mientras avanzábamos hacia el área protegida por la malla, detrás del plato, comprendí de golpe que todos estaban equivocados: el hombre que mejor ha narrado la pelota en español no nació en Argentina por una casualidad, y si entonces fue solo una intuición mía, en este momento, con la distancia de tu voz y el tiempo a favor, puedo ratificar que hubo siempre en la actitud de Buck esa paciente fe en lo irremediable del destino que tantas veces suenan los tangos. Así, calmo y amable, estrechó mi mano cuando Galiana me presentó y en mi nerviosismo (¿sabría de mí?, ¿qué le habrían dicho? En el caso de que me hubiera escuchado, ¿qué pensaría de mi trabajo?) no encontré otra forma para encaminar la conversación que preguntarle por sus expectativas sobre esa primera Serie del Caribe que estaba a punto de comenzar.
— Pues espero que sea un gran espectáculo, como espero que se mantenga y marque un punto de crecimiento para el béisbol en la región –y, hasta ahí, su respuesta fue casi tan formal e insulsa como mi pregunta, pero entonces algo cambió en su talante. Sonrió–. Solo tengo dudas sobre el público. No estoy nada seguro de qué pasará en el estadio cuando llegue la hora de esa novela radial que tiene a La Habana hablando en chino.
No habrá problemas, de ninguna manera, aseguré yo en mi atolondramiento; en última instancia sería drama contra drama. Ni El derecho de nacer ni el médico chino podrán igualar la expectativa que ha despertado esta serie en el país… y hubiera cometido el inmenso ridículo de explicar a una leyenda del periodismo deportivo la rivalidad que venezolanos y cubanos habían trabado en la última década, algo que él conocía perfectamente, de no ser porque Galiana interrumpió para preguntarle por qué no hablaba de ese y otros asuntos en el programa deportivo de la COCO, cuyo nombre se había tomado de una frase que Buck hizo famosa, Lucky Seventh. Él puso su mano derecha, blanca, larga y de uñas muy recortadas sobre mi hombro izquierdo, como si estuviera a punto de reclamarme el final de mi trunca explicación, y sonrió unas palabras que demoré no pocos segundos en procesar.
— ¿Por qué no hacemos tú y yo algo más interesante? ¿Por qué no me invitas al palco de transmisión esta noche y allí conversamos?… Como hoy no juega el equipo de Puerto Rico, estoy libre y a lo mejor hasta narramos un poquito juntos. Prometo hacer un esfuerzo para estar a la altura.
Ya supondrás cuánto dudé si el tipo no se estaba burlando de mi torpeza…
Y llegados a este punto, nos detenemos. En la rampa de salida, como estoy, hacer sonrojos para presumir de éxito dejaría sin sentido este recontar. Saltemos, pues, lo hecho y dicho en el palco de la prensa ese día, mientras Almendares apaleaba dieciséis carreras por una a la Cervecería de Caracas y media Cuba se entregaba a un carnaval que duraría una semana, a medida que los Conrado Marrero, Andrés Fleitas, Agapito Mayor y Monte Irving iban dando un verdadero repaso a sus rivales y terminaban por coronarse invictos.
Al finalizar el último juego de la serie, me fui hasta El Templete con Buck y Pancho Pepe Cróquer, quien insistió en que él, como digno obrero venezolano de la palabra, solo aceptaría de los cubanos una reparación por aquellas humillantes derrotas si lo ponían frente al mejor pescado de La Habana. El mar anochecido de la bahía dejaba una vista preciosa, de luces parpadeantes, y el dueño del lugar se deshizo en gentilezas al recibirnos, pero la magia sigue estando hoy en el aroma de la comida… respira hondo, sobrino, esfuérzate en sentirlo, mira cómo el olor extiende de un golpe la mesa donde nos sentaron. Animadísimos, Buck y Pancho Pepe conversan con abuela, agradecen las amabilidades de mamá y papá, halagan con mil tonterías a las cinco hermanas, muy compuestas y reidoras ellas, menos tu madre, que no logró sentarse a mi lado y mira el truño que tiene puesto. Así de ñoña fue siempre Pura conmigo. Dime, ¿nos ves? De niño seguramente estuviste en almuerzos y comidas como esa, antes de que el Mago dejara al país sin mesa ni alimentos que ponerle encima. Tiene que ser domingo, no importa si tu voz trae otra fecha incrustada, 25 de febrero de 1949, viernes, y tiene que ser domingo porque han unido las mesas del comedor y la saleta para que quepamos todos. Es más, te aseguro que al sentarnos papá puso los límites de siempre:
— En esta mesa no se habla de pelota ni de política.
Y es algo que a Buck y a Pancho Pepe no parece haberles molestado. El primero cuenta muy divertido sobre la vez en que vio humear tres jutías en la subida hacia Guisa. Él era casi un niño y dio señora perreta diciendo que ni matándolo se iba a comer esos ratones. De su parte, Pancho Pepe habla sobre su auto Corvette como si acariciase a una novia, detalla emocionadísimo la forma de cuidarlo, exalta su pasión al entrenar, su confianza en que un día verá el carro de Fangio en el retrovisor del amado automóvil, y todo ese esfuerzo (quién iba a decirlo) es solo para hacerse el interesante frente a tu tía Urania, que lo observa con una expresión adolescente difícil de leer. Es tan sólido el ambiente, tan palpable el cariño, que siento la necesidad de recordar entre risas las cartas que de muchacho escribía a Buck Canel, entonces solo una voz en la onda corta de los viernes, alguien a quien los de Relaciones Públicas jamás le entregarían aquellos mensajes enviados desde un pueblo de campo cubano y que, por supuesto, él tampoco contestaría. ¿Por qué le escribía entonces?
— Porque las cartas no estaban dirigidas a mí, Mello, te escribías a ti mismo en mi nombre como un modo de espantar las dudas.
De golpe, el olor del mar se impuso, otra vez dueño y señor del espacio, y volvimos a ser tres sentados en torno a una impersonal mesa de restaurante. La respuesta de Buck me desconcertó, no la esperaba. Pancho Pepe largó una carcajada de las suyas, que hizo voltear la cabeza a los comensales más cercanos, y por un momento pensé que reía de mi sorpresa, de mi obvia incapacidad para replicar, pero nada de eso, arrancó a contar enseguida que con dieciséis años recitaba poemas y cantaba tangos en la emisora La Voz de Aragua, aunque ninguna de esas manifestaciones le había dado aplausos tan rotundos durante aquellos juveniles inicios como sus imitaciones de Buck Canel. Entonces, para nuestra diversión, comenzó a repetir fragmentos antológicos de juegos narrados por el hombre de La Cabalgata Gillette. No creo que logres hacerte cargo de la situación, sobrino, trata de vernos entre los sonidos de tus palabras: Buck es ese hombre alto, ancho y calmado, mientras Pancho Pepe, veinticinco años más joven, si acaso llega a mi altura y es además flaco, de nariz fina, con un rostro alargado donde campea el impulso de quienes llevan la maldición de la velocidad en el cuerpo.
Le tira y abanica
Pronto una parte de los clientes y camareros rodeaban nuestra mesa. Pancho Pepe decía Yankee Stadium, 4 de octubre de 1939, final del noveno inning, y narraba el sencillo de Bill Dickey con hombres en primera y tercera como si la jugada estuviera ocurriendo otra vez, es decir, como si los Yanquis volvieran a dejar en el campo a Cincinnati en las palabras de Buck Canel.
No se vayan que esto se pone bueno
Alguien en el entorno preguntó por qué los dos Buck no narraban la misma situación uno detrás del otro y así sería posible compararlos, a lo que el real se puso de pie en toda su estatura:
— Pero, ¿usted se volvió loco? No voy a someterme a esa vergüenza, ¿no ve que él lo hace mucho mejor? ¡Es más yo que yo!
Se fue la entrada a paso de conga
Potencia en la voz, creatividad y emoción, todo eso hervía dentro de Pancho Pepe. Verlo divertirse y divertirnos otra vez en aquella noche habanera me entristece más que mi estado actual. Entonces todo parecía tan seguro (la pelota, los amigos, el país, la familia, los chistes…), nunca nos hubiera pasado por la cabeza que la noche podía estar doblando por tercera y alguna vez todo eso quedaría en nada… o en casi nada porque aquí estamos tú, yo y esta voz que ahorita ni dueño tiene. Pero no nos desviemos, volvamos a ese momento en que los tres reíamos cerca del mar, dejándonos arropar por el olor de la comida y los elogios de los restantes comensales, mientras dábamos por hecho que volveríamos a vernos pronto para narrar juntos, cosas que ciertamente ocurrieron. Lo que hubiera sido incapaz de imaginar cuando los dejé en el vestíbulo del hotel Inglaterra, todavía intercambiando bromas, era que en ese futuro esperaban también la violencia, la muerte y el exilio. Aquella noche, luego que el venezolano entró al ascensor, Buck me apartó hacia un costado:
— Hasta la próxima, Mello, que espero sea pronto. Ahora, oye algo. Como me gasto esta facha de abuelo complaciente, a veces las personas me cuentan sus cosas. Alguien que tiene una gran opinión sobre ti se acercará con una propuesta… puede que no sea mañana o pasado, pero será y entonces tú verás qué debes contestar.
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Fragmento de la novela Y la noche doblaba por tercera, que José M. Fernández Pequeño y Ediciones Furtivas presentarán el próximo 13 de diciembre de 2025, a las 2:00 p.m., en el Museo de la Diáspora Cubana, Miami.
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