Carlos M. Luis: El Impacto de los Once

En 1953 dos exhibiciones tuvieron lugar en La Habana; la primera en la Sociedad Nuestro Tiempo: «Quince Pintores y Escultores»; la segunda en la galería de La Rampa: «Once Pintores y Escultores» (1). Con estas dos exhibiciones la pintura cubana hacía su entrada en la modernidad. Pasemos a explicar por qué. Pero aclaremos antes lo siguiente: la diferencia entre la primera y la segunda muestra consistió en que la exhibición de La Rampa mostró a los mismos artistas de la Sociedad Nuestro Tiempo menos cuatro que se dieron de baja. Así nació entonces el llamado Grupo de los Once y con éste una leyenda en la historia de la pintura cubana que aún no ha sido desmitificada del todo. Una leyenda porque en torno a ese grupo se tejieron una serie de puntos de vista que no obedecieron a la realidad. Por ejemplo, siempre se ha identificado a los 11 con un grupo homogéneo que obedecía a una línea estilística precisa: el abstraccionismo, cosa que es falsa. Sólo Antonio Vidal, René Avila, Hugo Consuegra, Guido Llinás, Raúl Martínez (que se sumó al grupo cuando José Ignacio Bermúdez se marchara a Estados Unidos) y el escultor Tomás Oliva representaron esa tendencia, mientras que los otros trabajaron con un figurativismo más o menos afín con el que se venía practicando en Cuba salvo Fayad Jamís, poeta además de pintor que en muchas de sus telas también incursionó esporádicamente en la no-figuración. Esto quiere decir que el peso de haber roto con un canon impuesto por lo pintores de generaciones anteriores cayó sobre estos artistas y no tanto sobre los otros que continuaron diversas vías de expresión.
Es cierto que José Ignacio Bermúdez, por ejemplo, una vez instalado en los Estados Unidos, abandonó el cubismo para entrar de lleno en un abstraccionismo cercano a la estética zen, como también es cierto que a los comienzos de la revolución Raúl Martínez prefirió el Pop como medio de expresar su identificación con los íconos de la misma. También habría que mencionar a otros pintores, ajenos a la formación de ese grupo. Pienso pincipalmente en Julio Girona nacido en 1914 quien en Nueva York asimiló las técnicas del abstraccionismo dede temprana fecha. También pintores coetáneos de los 11 como Juan Tapia Ruano, Julio Mantilla o Zilia Sánchez adoptaron esa estética mientras que Raúl Milián, uno de los pintores más originales que ha tenido Cuba, incursionó en muchas de sus tintas por los caminos de un grafismo cercano al oriental. Por su parte el grupo de los pintores abstractos llamados «concretos» también hizo irrupción en Cuba durante esa década. Pero no cabe duda que los «seis de los once» constituyeron el núcleo de un lenguaje pictórico que habría de poner en tela de juicio la imagen de una identidad nacional que movía el motor de todo un proceso creativo iniciado a partir de los finales de la década de los veinte y que tuvo su culminación en los cuarenta.
Cuando Cuba entró de lleno en los 50 lo hizo bajo la sombra de una potencia triunfante la cual había surgido de la devastación de la Segunda Guerra Mundial sin un solo rasguño en su estructura física. Esa sombra provocó un giro cultural en Cuba de 90 grados con todas las consecuencias que esto significaba para un nacionalismo que aún continuaba aferrándose a una expresión artística que ya resultaba anacrónica. Pasemos pues revista aunque sea someramente a lo que ocurrió durante esa década tanto en los Estados Unidos como Europa, y en Francia específicamente.
La Década de los 50 en Estados Unidos
Mientras Europa y parte de Asia se devastaron durante la Segunda Guerra Mundial, la gran potencia del Norte conservó intacto su aparato industrial cuya pujanza lo situó a la cabeza del mundo. Como era de esperar, la cultura se nutrió de la misma. En gran medida se nutrió, habría que añadir, gracias al influjo de los artistas e intelectuales europeos que huyeron de la persecución fascista que se cernía por toda Europa. Es de sobra conocida la influencia de los surrealistas sobre los pintores de la Escuela de Nueva York, por ejemplo. Pero de lo que no cabe duda es que los Estados Unidos asimilaron de una forma dinámica y novedosa los aportes de una cultura que aparentemente estaba agotada. La década de los 50 fue, en ese sentido, decisiva para la eclosión del poderío estadounidense en todos los órdenes. Las estructuras sociales sufrieron un fuerte cambio al abrirse ante éstas un modo de vida que marchaba a la par con sus adelantos técnicos y económicos. Surgieron entonces las suburbias, las nuevas carreteras sembradas de Holiday Inns, los fast food, la mecanización de los utensilios caseros, la televisión, etc. Y con ello una nueva arquitectura que fue cambiando el paisaje urbano de las grandes ciudades.
En lo que a las artes se refiere, la experimentación en las mismas jugó un papel predominante. En 1952 un grupo de artistas de diversas tendencias abrió las puertas del «Black Mountain School» y allí, desde un Joseph Albers hasta un John Cage, abrieron el camino para una nueva vanguardia mientras que en 1958 Alan Kaprow comenzó a realizar sus primeros Happenings. El Action Painting, término acuñado por Harold Rosenberg en 1951, y el Color Field Painting, definido por Clement Greenberg en 1954 significó, por su parte, el triunfo de la pintura americana en el campo de la cultura universal.
El Expresionismo Abstracto se impuso, entonces, en una forma definitiva. Por otra parte, pintores como Jasper Johns (su famosa bandera fue ejecutada en 1953) y Robert Rauschenberg comenzaron su reacción frente al mismo introduciendo un «nuevo realismo» que habría de revolucionar la pintura durante la década posterior. Mark Tobey, otro pintor que ejerció influencia en los artistas cubanos, tuvo una retrospectiva en el Museo de Chicago en 1954. Los Beatnicks, por su parte, hicieron aparición. Allan Ginsberg publica su poemario «Howls» en 1956 creando de inmediato un gran escándalo y en 1957 aparece «On the Road» de Jack Kerouac. Ambos libros constituyeron la biblia de las nuevas generaciones de jóvenes rebeldes que vieron el excesivo auge del american way of life como una amenaza para la imaginación. La Guerra de Corea, no lo olvidemos, había estallado en 1950 con grandes pérdidas de vida entre las nuevas generaciones. Por último… la música. El Rock and Roll aparece en 1956 dándole un nuevo giro a la música popular. En cuanto a la clásica, desde Harry Cowell o Milton Babbitt hasta un John Cage, la música estadounidense no cesó de pasar por profundos cambios estilísticos que alteraron definitivamente su lenguaje.
La Década de los 50 en Francia
Vista desde la orilla oeste del Atlántico, Francia parecía que había agotado sus fuentes creativas. Los Estados Unidos comenzaron a imponer una visión de las cosas que apagaba lo que Europa aún se esforzaba en crear como nuevo. Pero a la larga, Europa terminó imponiendo también su mirada. El Existencialismo inauguró el discurso filosófico de su momento. Pero no sólo filosófico. Entrelazado con una interpretación de lo absurdo el teatro de Albert Camus, Ionesco, Beckett, etc. expuso una hermenéutica de la existencia que caló hondó en la conciencia de su tiempo, llegando hasta las costas de Cuba. La pintura y la música no se quedaron atrás. La pintura gestual de un Mathieu o Hartung, el abstraccionismo de un Bissiere o Soulages, el «arte bruto» cuyo manifiesto escrito por Michel Tapie («Un Arte Otro») publicado en 1952 hizo sensación, las obras de Burrí o Fontana, etc. formularon un idioma que nada tenía que envidiarle al de sus colegas del otro lado del océano. La música sufrió también un cambio radical: Stockhausen, Oliver Messiaen, Pierre Boulez, Iannis Xenaquis, Luigi Nono, etc. se embarcaron en la búsqueda de un idioma sonoro que revolucionó los fundamentos mismos de la composición musical.
Volviendo a Cuba
Estos dos breves esquemas nos pueden servir como contexto para comprender las influencias a que la cultura cubana, en este caso la pintura, se vio sometida durante los 50. Mientras que se mantenía aún vivo un pasado cuyo arranque en las artes tuvo lugar a finales de los 20, los jóvenes que formaron parte de la nueva ola de pintores no quisieron comprometerse con el mismo. En una exposición celebrada en el Museo Ignacio Agramonte de Camagüey en 1957 la posición de los artistas que comprendían el «Grupo de los Once» fue clara y terminante: «Después de devaneos y frustraciones, cuando parecía que se agotaba el esfuerzo de los pioneros, la actual generación retoma conciencia, y reacciona vigorosamente contra la generación que la precedió y comienza a laborar dentro de una absoluta libertad temática y teórica, sin complicidades, libre de disfracismos pseudocubanos…» (2). La ruptura con las generaciones anteriores era ya evidente. Pero esa ruptura no hubiera sido posible sin que los jóvenes artistas cubanos de los 11 no hubiesen abierto sus ojos hacia el núcleo creativo que daba señales de energía desde New York. Raúl Martínez así lo expresó años más tarde:
«El grupo ‘Los Once’ trabajaba fundamentalmente en la búsqueda de valores expresivos iniciada ya por un grupo de pintores americanos. Considerábamos que aquel movimiento abstracto en el que se destababan Pollock, Kline, DeKooming y Tobey eran maestros a seguir y no aquéllos del apagado continente europeo». (3). Detengámonos en estas dos declaraciones. Lo que llama la atención de la primera es la rotundidad conque se sienten alejados de un canon cuyo dogma sostenía la necesidad de continuar explorando una temática que le fuese fiel a la imagen nacional. Esa imagen, desde luego, tuvo que ser elaborada a partir de una supuesta vanguardia que nunca fue más allá de ciertas concesiones al cubismo cuando ya este movimiento había cesado de existir. La «Revista de Avance» que fue el órgano de la primera vanguardia se quedó corta en cuanto a los cambios que su nombre sugería. En realidad muy poco del arte y de la literatura de vanguardia se publicó en sus páginas. Ciertamente nada que pudiera compararse con los movimientos más avanzados que florecían por doquier en América Latina. Las generaciones posteriores a un Víctor Manuel, Gattorno, Arche, etc. que se formaron en torno a revistas tales como «Espuela de Plata», «Clavileño», hasta llegar a «Orígenes», lo que hicieron fue, en lo que se refiere a la pintura, crear un entorno que interiorizara (Amelia, Portocarrero o Cundo Bermúdez, por ejemplo) o exteriorizara (Mariano, Portocarrero, Carreño, Abela, Martínez Pedro, etc.) una visión «idílica» de lo cubano. Esa visión continuó durante los cincuenta (a pesar de que Mariano experimentó con el abstraccionismo mientras que Carreño y Martínez Pedro hicieran sus incursiones por el arte concreto). Un caso aparte fue el de Carlos Enríquez cuya visión de lo cubano tuvo características agónicas, mientras que Milián interpretaba en silencio un mundo secreto, cargado de poesía. Entonces el Grupo de los 11 decidió cambiar radicalmente el orden de las cosas acudiendo a otras fuentes que habrían de internacionalizar la pintura cubana. Esa trasgresión al canon nacional habría de abrirle camino a unos nuevos vínculos con un arte cuyo concepto de comunicación con el público no provenía de un realismo más o menos «objetivo» sino de un cambio radical de percepción donde el cuadro cobraba otro significado. Al romperse entonces la relación con un público que aún podía ver ciertos elementos de «lo cubano» en los vitrales de Amelia, en los interiores del Cerro de Portocarrero o en los gallos de Mariano, se rompió de paso una vinculación con los ideales nacionalistas y con ello «lo cubano» en las artes sufrió una crisis definitiva. Lo mismo sucedió en la música aferrada a un idioma que no acababa de abandonar lo folclórico ya sea en su versión negra o campesina. Si el Grupo de Renovación Musical introdujo algo de la música contemporánea, le tocó a Aurelio de la Vega ponerse a tono con las sutiles estructuras del dodecafonismo para implantar, como lo hicieran los pintores abstractos y los nuevos arquitectos, el discurso de la modernidad en Cuba. He mencionado la arquitectura porque también ahí se produjo un cambio radical que favoreció una colaboración más estrecha entre arquitectos y pintores sobre todo con los de tendencia abstracta en su vertiente concreta. Vale la pena, de paso, mencionar aquí dos cosas: La fundación de revistas como «Noticias de Arte» durante los 50 cuyos editores eran Sandú Darié, Mario Carreño y Luis Martínez Pedro, todos pintores que en ese momento practicaban el arte concreto. El arquitecto Nicolás Quintana formaba parte de la misma como coordinador de la sección de arquitectura, de manera que la importancia de una colaboración entre pintores y arquitectos se hizo patente. La segunda fue la creación, aunque efímera, del grupo de los «Diez Pintores Concretos» donde participaban entre otros, Corratgé, Pedro de Oráa, Loló Soldevilla, Soriano, Mijares, Martínez Pedro y Sandú Darié, este último influido por el grupo Madi que se había fundado en la Argentina en 1946. El grupo concreto se aunó en torno a la galería «Color-Luz» fundada por Loló Soldevilla y Pedro de Oráa en 1957 (4). La creación de otra vertiente abstracta opuesta a la expresionista del Grupo de los Once ayudó a crear, entre los artistas cubanos de vanguardia, un estado de conciencia más agudo en cuanto a su relación con la imagen de la identidad nacional. La reacción, desde luego, no se hizo esperar. En 1958 un representante de la vieja vanguardia (miembro de la revista Avance) y presidente del Partido Socialista Popular de tendencia stalinista Juan Marinello, se creyó en la obligación de amonestar a los jóvenes pintores abstractos haciéndose eco de un estado de opinión que pretendía mantener intacto el canon de la identidad nacional expresada hasta entonces por los pintores que en cierta manera se asociaron con el grupo de la revista «Orígenes».
Juan Marinello «Conversa» con los Pintores Abstractos (5)
Al parecer la alarma cundió entre los representantes de un proceso cultural que se aferraba al pasado. Le tocó a un escritor fiel a la ideología stalinista, Juan Marinello, ser el portavoz de esas inquietudes. Básicamente, Marinello arremetió contra la tendencia «internacionalista» de los abstractos, tendencia, según él, que «le hacía el juego» a los opresores de adentro (la dictadura batistiana) y a los de afuera (el imperialismo estadounidense). Con esa tesis en las manos el presidente del PSP se enfrentó a los jóvenes creadores que practicaban un arte «de elementos superficiales». ¿Y qué mejor antídoto para el abstraccionismo sino «un arte de profundo carácter nacional»? Es decir, precisamente lo contrario de lo que la mayoría de Los Once y otros pintores venían realizando con la esperanza de incorporar a Cuba a una modernidad que en otros renglones de la vida nacional venía ganando su espacio. Marinello y junto a él los representantes del establishment cultural, no quisieron verlo así. La dicotomía entre la asimilación de los productos de la modernidad no tenía que traer por consecuencia, de acuerdo con ellos, la elaboración de una forma de expresión en las artes que le correspondiera. La «humanización» del arte cubano debería, pues, mantenerse dentro de la línea establecida por los maestros que la implantaron: no solamente los académicos sino los que asumieron la tímida vanguardia que hizo de la «Gitana Tropical» de Víctor Manuel su ícono y bandera. Es por eso que Marinello se hace la pregunta de «¿por qué nuestro creador sensible, avisado, culto, capaz (como probaron serlo algunos de nuestros abstractos en su etapa figurativa) toma hacia una expresión que veta como texto coránico, la presencia de la figura humana?».
Esa misma pregunta, con ligeras variaciones, la escuché un día formularse en el estudio de Mario Carreño por algunos pintores (Cundo Bermúdez, Amelia Peláez) contra el «abstraccionismo» que Mariano y Carreño venían experimentando. O sea, la escisión entre las dos tendencias se hacía sentir en las filas mismas de los que en un momento dado habían enarbolado la bandera de la rebeldía pictórica en Cuba. Pero la intervención de Marinello tocaba otras teclas de carácter político al hacer cómplices a los pintores abstractos del «imperialismo» y la dictadura batistiana. Años más tarde, en sus memorias (6), Raúl Martínez, como respondiendo a las acusaciones de Marinello, se hacía las siguientes preguntas: «¿Qué perseguíamos en nuestra lucha social con el medio? Cambiarlo. ¿Qué perseguíamos con nuestra actitud de experimentación y búsqueda con la pintura? Cambiarla. Si me aceptan esa teoría, entonces la única diferencia radicaba en los métodos empleados. Estos sólo diferían entre sí en que las actitudes políticas partían de experiencias concretas, y la otra, la artística, de experiencias desconocidas en la pintura que confiábamos en poder concretar». Fue así entonces como se planteó en Cuba, durante la década de los cincuenta una polémica cuyos resultados hubiesen sido otros de no haber sido interrumpida por la Revolución. Marinello, desde su punto de vista reaccionario, fue consecuente: su alarma era sintomática de unos cambios indetenibles. Cuando en su «conversación con los pintores abstractos» denunció de paso el contubernio entre éstos y los nuevos arquitectos sabía que atrás quedaba una imagen que se iba convirtiendo en estatua de sal a medida que Cuba se transformaba bajo la dinámica de la modernidad. De ahí su ataque al «extranjerismo de lo abstracto» y su admonición de que la libertad del artista «no puede entenderse arbitrariamente, ilusoriamente, sin cuidado de una tradición que lo anima y de la realidad que lo crea».
Las palabras de Marinello fueron, pues, paradigmáticas de una tendencia que venía cediendo su espacio a otra que hacía hablar al arte cubano con un idioma que alcanzaba horizontes más lejanos.
Conclusiones
Lo expuesto aquí representa sólo un fragmento de un cuadro mucho más amplio. Pero ese fragmento es significativo porque a través del mismo, como un prisma que refracta numerosas imágenes, podemos atisbar una década que se debatió entre la mediocridad política y la voluntad de ir alcanzando otros caminos de expresión. El grupo «Orígenes» pensó que ese camino estaba dado por la poesía. Al hacer de la poesía una doctrina de salvación se anquilosaron en una pseudo religión que el grupo disidente de la revista «Ciclón» intentó rectificar. En medio de ese debate, otros elementos buscaron vías de acomodo con una realidad que se les venía encima desde otras latitudes. El Grupo de los Once (entre otros) comprendió la necesidad de acoger las diversas técnicas y experimentos que estaban cambiando radicalmente la composición interna de la pintura. Fueron los Estados Unidos, específicamente New York (mientras que la burguesía cubana miraba a Miami como su meca), la fuente donde acudieron. No podría haber sido de otro modo. Cuando el humo de la Segunda Guerra Mundial fue disipándose del panorama europeo, muchos artistas y escritores cubanos no tardaron en incorporarse a los cambios que también estaban teniendo lugar entre las ruinas de una cultura que parecía exterminada. Sin mucha tardanza llegaron a Cuba el Existencialismo y el Teatro del Absurdo, mientras que el Surrealismo tentaba a muchos jóvenes creadores. Los experimentos que la música había logrado en diversos campos también alcanzaron nuestras costas, de manera que una verdadera revolución cultural estaba teniendo lugar en la década de los cincuenta cuando otra revolución, con su propia agenda, la interrumpiera.
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Notas
1) El Grupo de los Once estuvo inicialmente formado por René Avila, José I. Bermúdez, Hugo Consuegra, Fayad Jamís, Guido Llinás, Antonio Vidal, Viredo (pintores), Francisco Antigua, Agustín Cárdenas, José Antonio y Tomás Oliva (escultores).
2) Tomado de: Edmundo Desnoes: «Pintores Cubanos», Ediciones R, La Habana, página 40.
3) Raúl Martínez: «Los Once», «Revolución y Cultura», La Habana, Número 1/99, página 31.
4) Pedro de Oráa: «Una Experiencia Plástica: Los Diez Pintores Concretos», «La Gaceta de Cuba», Noviembre/Diciembre de 1996, páginas 50-54.
5) Juan Marinello: «Conversaciones con Nuestros Pintores Abstractos», en Comentarios al Arte, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1983, páginas 53-59.
6) Raúl Martínez: id. página 33.
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© Publicación fuente ‘Contacto Magazine’, 2002
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