Carlos A. Aguilera: Entrevista a Maldito Menéndez / ‘Reviva la revolú’

Archivo | Artes visuales | Memoria | 23 de octubre de 2017
©Maldito Menéndez en los años 80s

A pesar de que se ha escrito mucho sobre la Generación de los 80 (en verdad, fueron varias generaciones funcionando en el mismo espacio de tiempo), y que desde Kuba Ok, exposición comisariada por Tonel y Harten, en Düsseldorf, no han dejado de sucederse muestras que antologuen o piensen la época, existen hasta ahora muy pocas entrevistas, conversaciones o apuntes donde los propios artistas de esta “generación” expliquen cómo fue su arte, qué hicieron, qué no.

Aprovechando que desde hace años tengo una amistad fluida con Maldito Menéndez, e incluso, algún libro-cómic hecho juntos, decidimos sentarnos un par de tardes a contar, desde su punto de vista, la historia de Artecalle (ese juego de subjetividades y economías) y observar hasta dónde funcionó o hasta dónde los dejaron funcionar.

No está de más recordar que el grupo Artecalle, en aquel contexto de aparente apertura, se erigió en una suerte de máquina de guerra que grafitaba carteles por toda la ciudad y retaba a la política cultural cubana interviniendo reuniones o levantando performances, como aquel célebre en la exposición de Rauschenberg, realizado por el mismo Maldito, o aquel otro con máscaras antigases en la UNEAC y carteles que decían: “Críticos de arte: sepan que no les tenemos absolutamente ningún miedo”.

Así que para ocasión tan pseudofreudiana, además de todo el alcohol y el eufori posible, nos disfrazamos cada uno con una guayatola hecha a medida y hablamos. Nada le hace tanto bien a una entrevista como realizarla con “la percha” adecuada.

En tu casa se funda en 1986 el grupo Artecalle. ¿Qué recuerdas de aquel momento?

Artecalle se fundó en junio del 86, en casa de mis padres —los artistas Aldo Menéndez y Nélida López—, en el 270 de la calle Sitios, en Centro Habana. Era un caserón de principios del XX, que se fue derrumbando a lo largo de los años 90, al igual que el programa de educación artística elemental gracias al cual nos conocimos los miembros del grupo a mediados de los 80, cuando estudiábamos en la escuela elemental de artes de 23 y C, en el Vedado.

Ese programa fue un experimento que salió muy bien o muy mal, dependiendo de quién lo mire. Fue un logro para la cultura cubana, pero a ojos del ala más dura del poder, de corte estalinista, fue un desastre mayor. Se inició a principios de los 80, después del éxodo del Mariel y de la creación del Instituto Superior de Arte (ISA). El proyecto del ISA iba bien —hasta que la exposición de Tomás Esson en 23 y 12 fuera censurada en el 86—; en pocos años habían salido de sus aulas varios grupos importantes, como Volumen Uno, Hexágono, Cuatro X Cuatro, Puré. Y los pedagogos cubanos, presionados por la obsesión de Fidel Castro de convertir a Cuba en una potencia educativa mundial, pensaron que comenzar a preparar a los futuros artistas desde los doce años era una buena idea, sobre todo si en ese crisol metían a los hijos de los artistas e intelectuales comprometidos con la revolu junto con los hijos de militares, dirigentes, diplomáticos y técnicos extranjeros, más una pequeña dosis de adolescentes de origen obrero, hijos de vecinos de la escuela y de empleados docentes principalmente. ¿Qué podía fallar?

Pero 23 y C está en el centro de la capital y no aislada de la ciudad, como la burbuja del ISA, donde cualquier anomalía es contenida por sus cúpulas y —otra cosa que no previeron los pedagogos— los adolescentes entre 13 y 15 años están mucho más locos que los jóvenes entre 18 y 23, que ya arriban amansados al ISA, tras seis o siete años de secundaria, preuniversitario, trabajos en el campo, domingos rojos, análisis de grupo, autocríticas, marchas, actos de repudio y clases de academia soviética, marxismo y preparación militar. Mientras los estudiantes del ISA pasaban el día y la tarde aislados de todo, los estudiantes de nivel elemental nos pateábamos La Habana de arriba abajo a lo largo de la jornada y no nos perdíamos nada de lo que sucedía en la ciudad. Quizás por esa mezcla explosiva de arte, calle y adolescencia, Artecalle fue el grupo más radical de los 80.

Yo tenía que correr y engancharme a una guagua todas las mañanas, desde Centro Habana hasta 23 y L, en El Vedado, y caminar por L hasta 11 y K donde estaba la escuela secundaria. Allí estudiábamos asignaturas como matemáticas, español y fundamento de los conocimientos políticos los estudiantes de ballet, música y artes plásticas de nivel elemental. Compartía aula con Volnovich, hijo de un diplomático ruso; con Dunia, hija de un diplomático mexicano; Fabián, hijastro de Pablo Milanés; Carcasés, hijo de Boby Carcasés; Inerariti, hijo de un camarógrafo del Instituto Cubano de Cine y Televisión (ICRT); Ofill, cuyo padre trabajaba en el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica (ICAIC); Leandro Martínez, hijo de un periodista oficial; Eric Rojas, hijo de un importante médico; Dan Marco, hijo de un general; Descemer Bueno, sobrino de Farah María; Jorge Gómez, hijo de Jorge Gómez, el del grupo Moncada; además, con el hijo de una actriz de televisión que siempre hacía papeles de criada; con hijos de oficiales del Ministerio del Interior (MININT), de trovadores mediocres y otros personajes de la farándula, pero comprometidos, cuyos nombres ya no recuerdo.

Al mediodía caminábamos desde la secundaria hasta L y 19 para almorzar en la escuela elemental de ballet, donde teníamos el comedor los estudiantes de las tres especialidades, o comíamos en la pizzería Vitanova, en el Coppelia o en cualquier otra cafetería cochambrosa a lo largo de 23, como la Guarapera o la Casa del té, hasta C, en cuya esquina radicaba la escuela de artes plásticas, frente al parque Mariana Grajales y al preuniversitario Saúl Delgado. En el trayecto entre una escuela y la otra nos topábamos con mucha gente y nos enterábamos de cosas que no salían en la tele ni en el Granma.

Terminábamos las clases de artes entre 6 y 7 de la tarde, en el corazón de la ciudad, cerca de todo lo más o menos interesante que sucedía en la noche habanera. Conciertos en la escalinata de la universidad y en el parque del Saúl, festivales internacionales de cine y de jazz, la bienal de La Habana, galerías y centros de arte, los patios de la UNEAC, la Casa del Joven Creador, exposiciones y conciertos en casas de cultura y anfiteatros, ferias de artesanía en la Habana Vieja, el teatro Karl Marx, la Playita de 16, las fiestas de pepillos y frikis, la fauna nocturna del Coppelia, los jíbaros de yerba, cocaína, pastillas y alcolifán, los retos del break dance, los bisneros, jineteras, guapos, santeros, traficantes de carne rusa, fugados del servicio militar, locos de la guerra de Angola y sobrevivientes de otros experimentos, refugiados de Sendero Luminoso, del Frente Sandinista (FSLN) y de cuanta guerrilla de izquierda existiera en esa época junto a sus hijos criados en Cuba, tan confundidos y desencantados como nosotros.

Todo eso puede sonar muy bonito o emocionante, pero estamos hablando de una subcultura, de una cápsula de pseudolibertad cultural, tolerada por el gobierno para maquillar la imagen exterior de la revolu y desconocida para el resto del país y para la mayoría de los propios habitantes de La Habana, en un país donde la juventud estaba amenazada por escuelas al campo, servicio militar obligatorio de tres años y otros tantos de servicio social; la tenencia de divisas extranjeras y la salida del país estaban penados con años de cárcel. Muchos de esos espacios, actividades, fenómenos y problemáticas eran ignorados oficialmente o pobremente divulgados y, si no conocías a alguien o estabas en la calle y al tanto de los rumores, no podías enterarte.

En ese sentido, nosotros tuvimos mucha suerte, porque pasábamos mucho tiempo en la calle sin supervisión de nadie. En una sociedad como la cubana, donde todo es una escenificación, un montaje del Estado, sin espacio para la improvisación y la iniciativa individuales, lo único espontáneo se encuentra en la calle y las únicas personas auténticas son los locos y los marginales que la pueblan.

Las clases de arte eran inmetibles, pura academia —dibujo y pintura del natural—, nada de teoría o de historia del arte —en tres años no pasamos de la prehistoria— y sin apenas materiales, ni condiciones adecuadas; óleos y temperas rusos caducados —y no todos los colores—, cartulinas de mala calidad —nunca nos dieron lienzos— y una artesa de barro, pero sin horno. Para las clases de grabado teníamos tinta de imprenta, pero ni un solo tórculo o prensa, planchas o gubias; tallábamos con cuchillo sobre cualquier tabla que encontrábamos —en la calle— y frotábamos cucharas y bombillos sobre el papel, para imprimirlo sobre la tabla entintada. En el aula de escultura solo teníamos barro y agua, sin horno, herramientas u otros materiales. En las clases de pintura y dibujo pasamos los tres cursos trabajando con el mismo modelo, un viejo llamado Brito, al que le faltaba un dedo.

Los profesores nos consolaban con la promesa de que más adelante, si lográbamos ingresar en San Alejandro —la academia de bellas artes de nivel medio de La Habana—, las cosas cambiarían y gozaríamos de mejores condiciones y de más libertad creativa, pero solo eran mentiras piadosas; en San Alejandro todo fue peor. La mayoría de sus profesores había estudiado en la URSS y tenían la cabeza bola y el cerebro cuadrado; su director, Jorge Rodríguez, era un gago, feo, mediocre, acomplejado, rencoroso, comuñanga y súper hijoputa, que se ganó el ascenso a decano del ISA por expulsarme de la academia y hacerle la vida imposible al resto del grupo Artecalle. El programa de estudios era mucho más rígido que en 23 y C y, además, teníamos clases de preparación militar y estrictas normas sobre el peinado, complementos y modo de llevar el uniforme. Nunca llegué a estudiar en el ISA, pero si la escuela elemental era una mierda y San Alejandro un gran mojón, creo que puedo hacerme una idea bastante precisa del ISA.

Lo que trato de explicar es que la tan cacareada educación cubana es tan falsa como todo lo demás en la revolu, puro atrezo, y no merece mérito por el fenómeno de los 80, a no ser que consideremos la desinformación, la precariedad, la censura, la represión, la chochera intelectual y el lavado de cerebro, como factores estimulantes de la creatividad artística. La única importancia de aquellas escuelas fue que aglutinaron en la capital a montones de jóvenes con inquietudes y se les dio un poquitico de libertad y de esperanza, en comparación con la realidad que vivía el resto de la juventud cubana, en un momento en el que nadie sospechaba que el imperio soviético estaba a punto de colapsar.

Fue una época de muchos cambios y La Habana andaba revuelta con las pocas noticias que pescábamos del exterior. Con todo, yo me enteré de la caída del Muro de Berlín a finales de 1991, cuando salí por primera vez de Cuba. La prensa, la radio, la televisión, las editoriales y librerías, todos los medios informativos, de comunicación y divulgación de la isla, estaban —y siguen— controlados por el gobierno y mantenían a la gente a oscuras sobre lo que pasaba en el mundo. La información había que conseguirla en la calle, pasando libros, casetes y rumores, de mano en mano y de boca en boca.

En el verano del 86 teníamos furia con el break dance y nos reunimos una tarde en mi casa, después de clases, para ver la película Beat Street y, de paso, descubrimos el arte urbano. Algo habíamos oído hablar del grafiti, pero no sabíamos que era una contracultura y que la hacía gente de nuestra edad, con gustos e ideas semejantes. Fue una revelación. Llevábamos tres años dibujando a Brito y soñando con lienzos y galerías, mientras la respuesta a nuestra sed creativa nos esperaba fuera de la escuela, en la calle.

El grafiti sí era arte revolucionario y no el puñetero realismo soviético o el guajirismo y el pop cubano, que seguían girando alrededor de galerías y museos, como cualquier arte burgués. Pintar en la calle, en espacios públicos, sin pasar por el filtro de ninguna institución, en contacto directo con el pueblo y su realidad, anónimamente, sin esperar nada a cambio, por el puro placer de expresarse libremente, eso sí nos parecía arte revolucionario. No arte de la revolución, sino revolución del arte.

Claro que no llegamos a todas esas conclusiones de golpe. Teníamos 15 años y algunos de los presentes todavía se chupaban los mocos, pero las sentíamos, y la idea de pintar en la calle era irresistible. Ese mismo día acordamos dónde y cuándo haríamos el primer mural y los siguientes días los pasamos conspirando entre clases y robando pinturas. Desde el principio asumimos que la escuela no nos apoyaría y que había que trabajar en secreto, aunque todavía no entendíamos bien por qué.

¿Y quiénes son los que fundan de verdad Artecalle? 

Esa tarde estábamos casi todos los varones de mi clase, pues no nos reunimos para fundar Artecalle, sino para ver una peli de break dance. Me acuerdo de Ariel Serrano, Ofill Hechevarría, Leandro Martínez, Eric Rojas, Irán Plata, Ariel Cancio y sé que había más gente, pero hasta ahí llega mi memoria.

Hicimos el primer mural en la Playita de 16, pocos días antes de terminar el tercer y último año de la elemental. El segundo trabajo, en la chimenea de El Cocinero —una antigua refinería que actualmente alberga a la Fábrica de Arte—, lo hicimos tres meses después (una pintada con el nombre del grupo) ya estando en San Alejandro, pero no todos los que estaban en la primera reunión aprobaron las pruebas de ingreso y otros, como Irán y Cancio, estaban en otra onda, así que solo participamos Serrano, Leandro, Ofill, Eric y yo.

Eric Rojas, quizás presionado por su padre, solicitó entrar en la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC) y eso lo apartó inmediatamente del grupo. Seguimos siendo amigos, pero no podíamos confiar en alguien de la UJC y él lo sabía. En su lugar entraron cuatro nuevos miembros: Ernesto Leal —proveniente de Paulita Concepción, la escuela elemental del Cerro—, de primer año; Iván Álvarez, de segundo año; Eric Gómez, de tercero, y Pedro Vizcaíno, que fue el último y estudiaba en la escuela de instructores de arte de Ciudad Libertad, cerca de San Alejandro.

Mucha gente andaba con nosotros y colaboró y participó en varios de nuestros trabajos     —como Ivory Hernández, Nilo Castillo y Hugo Azcuy, David Palacios y Fernando García, entre otros—, aunque no eran miembros oficiales del grupo.

¿Eric Rojas entendió la expulsión o esta se convirtió para ustedes en debate interno? 

No hacía falta debatir nada, llevábamos juntos mucho tiempo y había cosas que se caían de la mata por su propio peso. Un año antes, cuando estábamos en noveno de la elemental, la UJC organizó un crecimiento —captación de nuevos miembros— en nuestra aula y recuerdo que entonces sí debatimos bastante. La mitad de la clase no queríamos ser comunistas y el resto de alumnos y profesores trataban de convencernos de que ese era el camino correcto para los verdaderos jóvenes revolucionarios. Muchos flaquearon bajo la presión y firmaron la solicitud, pero ninguno de los futuros miembros de Artecalle lo hizo. Todavía no teníamos una conciencia política definida; nos escondían demasiadas piezas del puzle para llegar a eso, pero poseíamos nuestra propia brújula —muy básica, pero eficiente— para discernir lo verdadero de lo falso y orientarnos en la oscuridad: el concepto de chealdad.

Cuando volví a la Habana, veinte años después, ya nadie usaba la palabra cheo, pero en los 80 era la expresión popular favorita para designar a las cosas y personas cursis, vulgares, ignorantes, retrógradas, panfletarias y aburridas. Podíamos no tener claro si el comunismo era bueno o no, porque nos faltaba información, pero éramos como radares para detectar lo cheo y no había en Cuba nada más cheo que la política. Todo el que llevara bigote, guayabera o camisa a cuadros y raya en el pantalón, era cheo para nosotros. Los dirigentes políticos, los policías, los militares y los miembros del Partido Comunista (PCC) y de la UJC, vestían así y resultaban, invariablemente, reaccionarios, hipócritas, mediocres, oportunistas, cabrones y pesadísimos —que es lo peor que se puede ser en Cuba—; es decir, súper cheos. El programa de televisión Palmas y Cañas era cheo; el campismo popular era cheo; los discursos y consignas eran cheos; las reuniones eran cheas; la Nueva trova era chea; la Academia era chea; el uniforme escolar era muy cheo; Nelson Domínguez, Fabelo y Mendive eran cheísimos; el Che era cheo; lo viejo era cheo; lo formal y lo oficial eran cheos; la falta de swing, de gracia y de humor, eran síntomas inequívocos de profunda chealdad.

Lo cheo era lo contrario de lo mortal —cool, molón— y mortales eran el rock, el punk, la new wave, el rap, el break dance, los frikis, la transvanguardia, la bad painting, Joseph Beuys, los grafiteros, los bici voladores, el parkisonil, la dexedrina, el enfori, el pegamento, fugarse de clase o casa, las fiestas de los sábados, pelear con los guapos, los retos de baile, engancharse a las guaguas, provocar, escandalizar y rebelarse.

Así que cuando pasamos a San Alejandro y Eric solicitó entrar en la UJC, sabía perfectamente que tomaba un camino cheo, incompatible con el espíritu de Artecalle. No se sorprendió ni se lo tomó a mal cuando le comunicamos que estaba fuera del grupo. Seguimos siendo amigos, pero nuestros caminos se separaron ese día.

Y la gente alrededor: la gente de Volumen I, los de la misma generación pero en otro flow, tus padres… ¿Cómo los veían a ustedes? 

El fenómeno de los 80 lo protagonizaron tres generaciones diferentes que florecieron en una misma década. Los nacidos en los 50, como la gente de Volumen Uno, Hexágono y Cuatro X Cuatro; los nacidos en los 60, como los colectivos Puré y Provisional y los nacidos en los 70, como Artecalle. Los primeros fueron los profesores de los segundos y terceros y existían diferencias conceptuales y estéticas entre los tres grupos.

Mis padres pertenecen a una generación anterior a la de Volumen, cuando no existía el ISA. Estudiaron en la Escuela Nacional de Artes (ENA) en los años 60 y sufrieron el llamado Quinquenio Gris, que duró toda la década de los 70. A mi padre lo expulsaron de la escuela por hacer un happening y lo mandaron a una UMAP —se llamaban Unidades Militares de Apoyo a la Producción, pero eran campos de reeducación y trabajos forzados—. Se escapó y mi madre abandonó los estudios para vivir con él en La Habana. Durante años vivieron con el temor a ser descubiertos y castigados por fugarse y vivir clandestinamente en la capital —mi madre era de Holguín y mi padre, de Cienfuegos—, o por la ley contra la vagancia. Todavía recuerdo lo nervioso que se ponía mi padre cuando tocaban a la puerta de improviso.

No podíamos confiar en nuestros parientes y profesores, siempre temerosos de incumplir alguna regla no escrita y provocar la ira del gobierno. Nadie supo quiénes eran Artecalle hasta el tercer o cuarto trabajo, cuando ya toda La Habana hablaba de nosotros. Si lo hubiéramos compartido desde un inicio, nos habrían cortado las alas mucho antes.

Cuando apareció el primer mural en la Playita de 16, cuyo texto principal rezaba “No necesitamos bienales, nosotros tenemos el espacio”, corrieron varios rumores por La Habana. En el mundillo artístico se sospechaba que los autores eran artistas jóvenes —como la gente de Cuatro X Cuatro, algunos de cuyos miembros eran profesores nuestros, por ejemplo Pepe Franco— descontentos por no haber sido seleccionados para participar en la Segunda Bienal de La Habana, que se celebraría ese año —1986— y en la calle se comentaba que había una pandilla de frikis locos pintando carteles contra el gobierno.

Creo que habría que preguntar a nuestros padres y profesores qué sintieron exactamente cuando se enteraron de que sus hijos y alumnos eran el grupo Artecalle, pero supongo que fue una mezcla de miedo y orgullo, como el doctor Frankenstein al ver despertar a su hombre nuevo.

Interesante lo del secreto… A diferencia de lo que se suele afirmar, yo pienso que los años 80 fueron muy represivos, por lo Potemkin que fueron. La gente pensaba que tenía algo y en verdad tenía nada. Todo era fake. Este “secreto” de ustedes se debió exactamente a qué, ¿tenían miedo de ser represaliados o solo fue una estrategia de ver hasta dónde cogía cuerpo —civil y estéticamente hablando— la idea de Artecalle?

Los 80 fueron menos represivos que los 70, porque la isla se había vaciado de opositores en el éxodo del Mariel y la economía había mejorado ligeramente —austera, pero aparentemente estable— con la ayuda del imperio soviético. Muchos comecandela y fanáticos de las primeras décadas de la revolu fueron desplazados en los 80 por una legión de tecnócratas que suavizaron un poco las cosas. La apertura del turismo, la creación de escuelas, festivales y eventos internacionales y la aparición de las primeras empresas estatales de corte capitalista, como Artex y el Fondo Cubano de Bienes Culturales, presagiaban que la revolu evolucionaba hacia algo mejor y la gente, al menos en La Habana, respiraba algunas brisas de cambio y modernidad. Pero todo era una ilusión, fake, como tú dices.

Nosotros no teníamos mucha idea de lo que había pasado realmente en las primeras décadas de la revolu, porque nadie no los contaba —ni los profesores ni nuestros padres se atrevían a decirnos nada que se saliera de la historia oficial—, pero habíamos nacido dentro de la jaula y la conocíamos mejor que nadie y sabíamos detectar la falsedad y el miedo de los adultos desde la cuna. Toda una infancia de susurros, tabúes y expresiones de alarma en los ojos de nuestros familiares, nos habían enseñado a reconocer las leyes no escritas de la realidad que nos había tocado vivir y a entender que, en ella, lo bueno puede estar prohibido y lo malo puede ser normal.

En Cuba se mama la doble moral desde la teta materna; no te extrañe que intuyéramos que debíamos actuar clandestinamente, como algo natural. Presentíamos que la única forma de hacer algo nuevo o diferente en Cuba es metiendo el pie y que para eso hace falta mucho sigilo. El mismo sigilo que usaron los mambises y los rebeldes para iniciar sus guerritas en la isla. La frase martiana “En silencio ha tenido que ser, porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas”, era un concepto tan arraigado en nosotros —no porque fuéramos martianos empedernidos, sino porque nos machacaban todo el tiempo con Martí en la escuela, en la calle, en los medios y hasta había una serie de televisión del MININT con esa frase por título—, que no hizo falta estudiar una estrategia para llevar a cabo nuestra obra; el secretismo era la única estrategia posible.

¿Y quién o quiénes escogían los lugares, en base a qué?

Una de las diferencias radicales entre Artecalle y todos los grupos anteriores es que nosotros no firmábamos las obras con nuestros nombres, sino como Artecalle. No éramos una agrupación de individualidades, como Volumen I o Puré, que exponían juntos sus obras personales. Nosotros también teníamos nuestras pinchas personales, pero las desarrollábamos fuera de Artecalle, cuya obra era colectiva y, privada de las distracciones de los egos individuales, nos trascendía.

Todo lo hacíamos juntos, incluyendo seleccionar los lugares y contextos que interveníamos. Para grafitar, buscábamos muros largos y lisos en lugares céntricos y visibles, y luego estudiábamos el barrio día y noche durante varios días. Lo principal era controlar la frecuencia de las patrullas policiales y conocer los puntos de vigilancia del CDR (Comités de Defensa de la Revolución). Por suerte no había cámaras de vídeo en las calles, como ahora, pero tampoco nosotros contábamos con sprays y rotuladores que nos facilitaran el trabajo, como a los veloces grafiteros neoyorquinos y, de vez en cuando, pese a todas las precauciones, nos sorprendía la policía y pasábamos un mal rato.

El muro de Zapata, por ejemplo, lo descubrimos porque lo veíamos todos los días desde la guagua, camino a la escuela. Era una arteria de mucho tráfico y miles de personas pasaban diariamente frente a él; por eso lo elegimos. Después, una vez en el terreno, nos percatamos de que el cementerio de Colón quedaba justo enfrente y de que podíamos jugar con sus implicaciones simbólicas. No me preguntes a cuál miembro del grupo en concreto se le ocurrió el texto principal de esa pincha “El arte está a pocos pasos del cementerio”, porque no es relevante, fue Artecalle.

Ese día nos detuvo la policía, pero siempre estábamos preparados para esa contingencia. Les explicamos que éramos estudiantes de San Alejandro y que lo que hacíamos era una actividad artística “revolucionaria” y no vandalismo y les sugerimos que llamaran a Eusebio Leal, el historiador de la ciudad. Los monos quedaron confundidos —la palabra grafiti no existía aún en el vocabulario popular y no se veían pintadas en las calles desde los carteles de Abajo Batista que pintaba la gente del M26 a finales de los 50— y algo intimidados por la invocación de tan influyente nombre, prefirieron pasarle el muerto a sus jefes y que decidieran ellos. No podían cargar con todos en el coche patrulla, por lo que me ofrecí voluntario para acompañarlos a la estación y aclarar el asunto, mientras el resto del grupo recogía los materiales y amagaba con marcharse, como si hubiéramos terminado. Pero en cuanto desapareció la patrulla, conmigo dentro, los otros volvieron a sacar las pinturas de las mochilas y terminaron el mural.

¿Todos los letreros que grafitaban ponían en cuestión la política cultural, como ese de “No necesitamos bienales…”, o había otros más ideológicos? ¿Hubo alguno contra algún dirigente en específico?

Pintar en las calles de Cuba es siempre un acto político. Cuestionar la política cultural de un país comunista es también cuestionar al gobierno, aunque sea de forma ingenua, porque desacraliza el discurso oficial y —lo más peligroso de todo— le demuestra al público que se puede hacer y le enseña cómo.

El arte callejero y las intervenciones en espacios públicos son herramientas muy poderosas y nosotros se las regalábamos al pueblo, no al sistema. Cuando otros artistas —más viejos que nosotros— vieron lo que hacíamos, la repercusión que lográbamos y que las represalias del gobierno no eran tan duras como en los 70 —cárcel, UMAP, hospitales psiquiátricos, marginación, actos públicos de contrición, etc.—, se envalentonaron y atrevieron a obras más conflictivas, como las acciones artísticas que llevó a cabo el grupo de Juan-Sí en el parque de G y 23, la célebre intervención de Ángel Delgado en la muestra El objeto estructurado y los performances del grupo Provisional, que surgió después de Artecalle, y cuyos miembros, amigos nuestros, participaron en varios de nuestros trabajos como artistas invitados, como en el caso de la expo Ojo Pinta y el mural de la Plaza Vieja.

No obstante, es cierto que a medida que fuimos descubriendo y sufriendo la maquinaria del sistema —censura, marginación, acoso policial, detenciones, expulsiones y castigos escolares, presiones a nuestros padres, amenazas, ser demonizados por la prensa oficial y hasta por el propio Fifo en uno de sus largos berrinches televisados, etc.—, nuestra onda se fue haciendo más negra y radical.

En 1988 intervinimos una conferencia sobre el concepto de arte que se celebraba en la sala Martínez Villena de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Entramos los ocho con máscaras antigases y la ropa pintada con textos que decían: “Grupo Artecalle. Experimento: No queremos intoxicarnos”. Portábamos pancartas y repartimos volantes entre el público —la sala estaba llena de gente sentada y de pie. Estaba la crema del mundillo, críticos, teóricos, filósofos, catedráticos, artistas, escritores, fotógrafos, músicos, estudiantes de la Escuela Internacional de Cine y de todas las escuelas de arte y diseño de la ciudad, periodistas, niñas lindas, etc.—, en silencio, para no interrumpir el debate.

Recuerdo que veía, a través del cristal de la máscara, cómo temblaban los volantes en mi mano cuando entramos en la sala. Al llegar esa noche a la UNEAC, con todo listo para hacer el trabajo, nos esperaban afuera varios amigos y familiares que trataron de asustarnos para que desistiéramos. El padre de Ernesto Leal era del MININT y decía que adentro nos estaban esperando para capturarnos en cuanto cruzáramos la puerta de la sala. Había gente muy asustada que nos suplicaba que no entráramos y otros, como Abdel Hernández, que nos abrazaban fuerte como si marcháramos a la guerra; lo cual acojonaba más. Leal estaba pálido y muy nervioso, y Leandro, cagado, pero nos pusimos las máscaras y entramos.

Dentro no nos estaba esperando la policía y nadie nos detuvo; al contrario, el trabajo fue un éxito. No podían meter a la policía en la UNEAC e interrumpir un evento cultural; hubiese sido un escándalo contraproducente, pero podían intimidarnos y lo intentaron. ¿Por qué? Nuestros carteles no ponían nada contra la revolu directamente. Una de las pancartas decía: “En caretas cerradas no entran moscas”, sostenida por un Artecalle enmascarado sobre la cabeza del conocido curador Gerardo Mosquera, que presidía el panel. Otra ponía “¡Sepan señores críticos de arte, que no les tenemos absolutamente ningún miedo!”, parafraseando la enorme valla colocada frente a la antigua Oficina de Intereses de los Estados Unidos en La Habana. Otra rezaba “Arte o Muerte. ¡Venceremos!”, parodiando el famoso lema del Fifo. Pero eran pancartas y las pancartas son herramientas y símbolos de protesta y los textos hablaban de arte, no de política, aunque apropiándose irreverentemente del lenguaje de la revolu; por no hablar de las máscaras antigases soviéticas que Iván Álvarez le cameló al profesor de preparación militar de San Alejandro; demasiadas referencias a los militares y a la URSS, para el discreto gusto del MININT. Todas las piezas eran inofensivas por separado, pero el conjunto —ocho tipos silenciosos paseándose entra la gente con máscaras antigases y extrañas pancartas, cuyas frases no entiendes, pero que te dejan pensando— resultaba subversivamente perturbador.

Más adelante, cuando la policía borró el mural de Zapata —los fueron borrando todos, pero ese nos gustaba mucho y nos dolió más—, decidimos hacer algo al respecto y pintamos sobre el mismo muro la palabra “Venganza”, con agresivas letras negras, sin más colores, ni adornos. Podía significar cualquier cosa, pero mucha gente en la ciudad sabía de qué iba la historia y entendieron el gesto. En cualquier caso, en un país comunista, un cartel así es ante todo una afrenta al gobierno.

En otra ocasión nos censuraron un proyecto que llevábamos meses preparando en el teatro del Museo Nacional y fuimos a la sede del Consejo Nacional de Cultura para hablar con Marcia Leiseca, viceministra de cultura. Conversamos un buen rato con ella, pero no logramos que levantara la censura, así que, cuando salimos del edificio pintamos un gran cartel negro en la fachada con solo dos palabras, “Artecalle” y “Censura”. Cuenta la leyenda que esa tarde, cuando Marcia salió del bonito edificio del Consejo y vio la pintada, le dio una cosa y hubo que llevarla corriendo al hospital.

Lo peor fue cuando Ariel Serrano expuso su enorme Che en el suelo de la Sala Talía, durante la muestra de Artecalle Nueve Alquimistas y un Ciego, y el público comenzó a pisarlo, porque no había espacio para caminar. La grotesca imagen del Che Guevara estaba acompañada por el texto “¿Dónde estás caballero gallardo, hecho historia o hecho tierra?”, parodiando el conocido poema de Mirta Aguirre dedicado al guerrillero argentino, figura sagrada en Cuba. Un tipo con camisa a cuadros —policía secreto o fanático de la UJC— le pegó en la cara a Serrano por ser el autor, el MININT cerró la galería con la gente adentro y aquello acabó como la fiesta del Guatao. Pregúntale a Gustavo Acosta, que fue de los que se quedó encerrado y salió en defensa del grupo cuando empezó el jolgorio. A la directora de la galería la tronaron y después de aquella noche Artecalle no pudo exponer más en Cuba.

¿Alguien los llamó, los amenazó?

Poco después de pintar “Censura” en el edificio del Consejo de Cultura, nos detuvo la policía y fuimos incomunicados, interrogados, grabados en vídeo a bocajarro y amenazados por oficiales de verde olivo sin nombres, ni marcas distintivas en el uniforme. Nos lo dejaron muy claro: “otro cartelito más y van presos”.

Ivory Hernández, cuya madre y hermano mayor estaban presos por pertenecer a una organización pro-derechos humanos, nos puso en contacto con un reportero independiente de Radio Martí, para que denunciáramos la represión al grupo, pero cuando por fin nos reunimos —en el Malecón, único sitio en el que no hay micrófonos en La Habana— y le contamos nuestra historia, nos dijo que el arte no era noticia en Miami. El exilio solo entendía de sangre por aquel entonces y aún no existían Internet, las redes sociales ni los dispositivos móviles. Por otra parte, ninguna institución nos dejaba exponer y los colegas nos evadían; estábamos malditos.

Así es como funciona el plan pijama en Cuba. Nos acosaron con citaciones del servicio militar, presionaron a nuestras familias y tuvimos que recibir en casa a los segurosos que periódicamente nos chequeaban, como el famoso agente Rudy, que “atendía” a los artistas plásticos. Nuestros padres nos dejaban a solas para que “charles con el amigo arquitecto” y se iban a la cocina a preparar café. Ofill tuvo que someterse a tratamiento psiquiátrico para escapar del servicio militar y no sé bien lo que le hicieron, pues no le gustaba hablar del tema, pero nunca volvió a ser el mismo. Perdió la audición de un oído y también parte de su memoria; casi no recuerda nada de aquellos tiempos.

No quiero imaginar por lo que habrá pasado Ernesto Leal, cuyo padre, al ser del MININT, recibía la presión directamente desde arriba y se la transmitía a él. Las manos le temblaban todo el tiempo, bebía y fumaba sin parar, encendiendo un cigarrillo con la colilla del otro y se empezó a quedar calvo antes de los veinte.

Leandro Martínez también sintió la presión familiar y se distanció de Artecalle para siempre. Consiguió entrar en la Escuela International de Cine y comenzó una nueva vida. También se quedó calvo prematuramente y no fue el último al que se le cayó el pelo. A Carlos Quintana, pintor amigo nuestro, se le empezaron a caer mechones de cabello, como a los niños de Chernóbil y desapareció durante meses. Más tarde me confesó que la Seguridad lo había detenido e interrogado. Le mostraron cientos de fotos de los miembros del grupo, colegas, amigos y conocidos, consumiendo drogas y del susto se le cayó el pelo y se perdió de La Habana por un tiempo, hasta que volvió a crecerle.

Por un lado nos hostigaban con continuas detenciones en la calle para chequear nuestros carnés, con el acoso de los segurosos en nuestros barrios, escuelas y trabajos, con chequeos médicos y citaciones del servicio militar, y con la otra mano nos invitaban al Comité Central, junto a decenas de otros artistas e intelectuales descarriados —pero quizás salvables—, para mostrarnos un vídeo con fragmentos del famoso discurso de ocho horas que pronunció Fidel Castro a puertas cerradas, que estaban dirigidos a nosotros.

En los 60, el Fifo se reunió personalmente con los intelectuales durante tres días y al final concluyó que “Dentro de la revolu, todo; contra la revolu, nada”. Casi tres décadas después, apenas nos dedicaba unas pocas horas de frías y distantes palabras en vídeo, como un padre defraudado que ofrece una última oportunidad de salvación a su hijo, pero sin dignarse a mirarle a la cara.

Llevados a ese punto, solo nos dejaban dos alternativas: reintegrarnos, como hicieron Leandro y Leal. O exilarnos, como eligió el resto del grupo Artecalle y la mayoría de los artistas de los 80.

Me gustaría regresar un momento a la parodia del poema de Mirta Aguirre, “¿Dónde estás caballero gallardo, hecho historia o hecho tierra?”, que mencionaste hace un momento. ¿Creían ustedes en la imagen romántica, beatífica, caricaturescamente revolucionaria del Che Guevara (la Cristo-imagen, para decirlo rápido), o ya habían tomado conciencia de lo manipulado que está todo este asunto en Cuba? 

Lo que sabíamos en esa época era que el Che era un médico argentino, que era asmático, que lo dejó todo para luchar por Latinoamérica y que murió en Bolivia; que era comunista, muy serio y estricto y se rumoreaba que era un chorro de plomo, que no sabía bailar y que tuvo sus diferencias con el Fifo, que al final lo sacrificó como a un peón, en Bolivia, para convertirlo en mártir y sagrado logotipo de la revolu. Para nosotros era un lema vacío —¡Pioneros por el comunismo, seremos como el Che!— que nos hacían repetir cada mañana en el colegio desde los cuatro o cinco años; una mancha negra con una estrellita invertida en la boina-frente, impresa sobre pulovitos cheos. No lo conocimos y ni siquiera habíamos escuchado su voz, porque solo transmitían los discursos del Fifo. El Che formaba parte del pasado, era un ícono de lo cheo.

La parodia del poema de Mirta Aguirre era un chiste popular, como la versión de la canción de Silvio, que decía: “¡Cuba va, Cuba va, para atrás, para atrás!”, o aquella de La era está pariendo…, que ponía: “…y los niños se arrancan, los huevos (juegos) de un tirón”. Todo el país había escuchado y repetido los parodiados versos; eran vox pópuli y no pasaba nada, pero rotularlo sobre la imagen del Che pintada en el suelo era un sacrilegio imperdonable, como gritar ¡Abajo Fidel! o ¡Raúl maricón! Cosas que nos permitían pensar, pero no en voz alta.

No creo que nadie de mi generación admirara realmente al Che Guevara —nosotros no, desde luego—, pero la revolu siempre se las apaña para encontrar oportunistas y comemierdas que les sigan el juego. La mayor parte huimos de la isla a principios de los 90 y, una vez en el exilio, empezamos a leer los libros y artículos prohibidos en Cuba, a conocer el testimonio de los primeros exilados y de la generación del Mariel, y a rellenar lagunas históricas y culturales en general. Así fuimos restaurando la verdad, como si fuera un ánfora hecha añicos y nos enteramos de los miles de fusilamientos de cubanos en los que estuvo involucrado el doctor Guevara. Actualmente se conoce mejor la historia del Che y de la revolu, tanto fuera como dentro de la isla, y resulta más difícil pasar por comemierda, por lo que los oportunistas declarados se han multiplicado en Cuba. Hay gente que se tatúa al Che como si fuera un resguardo contra la mala suerte y otros se dejan la barbita, la melena y se encasquetan una boina negra, con estrellita que tú conoces, y salen así para la calle, a ver qué pescan.

Si a estas alturas tuvieras que definir el discurso de Artecalle, ¿qué dirías?

Las generaciones de artistas que nos precedieron entendían el arte como una sucesión de transformaciones estéticas: realismo, impresionismo, expresionismo, dadaísmo, surrealismo, abstraccionismo, pop, hiperrealismo, conceptualismo, etc., entre las cuales había que tomar partido y luego insertar algunas variaciones formales —estilo personal—, que el público pudiera reconocer y asociar con su autor o, al menos, con Cuba. Esa estrecha visión era la que enseñaban y siguen enseñando en las escuelas de arte de la revolu y era la ruta que apoyaban y siguen apoyando las instituciones artísticas oficiales; única vía que les quedaba a los artistas cubanos de obtener reconocimiento y promoción y de poder viajar al extranjero. El ambicioso sistema de educación artística de la revolu era, en realidad, más que un proyecto de ingeniería social, un experimento de ganadería social que cruzaba hijos de intelectuales con hijos de militares para hibridar artistas revolucionarios —hombres nuevos— y optimizar el ordeñe de la cultura nacional, profetizado por aquella “instalación” con vacas que colara el Fifo en el Salón de Mayo del 68.

Pero Artecalle rompió con todo aquello y asumió el arte como verbo y herramienta libre, no como adjetivo o adorno del poder. Fuimos un experimento fallido para la revolu, pero revolucionario para el arte.

El discurso de Artecalle se basó en una serie de conclusiones sobre el arte y sobre la realidad a las que fuimos llegando a través de la obra.

El advenimiento de la postmodernidad, en los 80, significó el fin de la carrera entre los ismos artísticos del siglo veinte por ir a la vanguardia e implicaba que, a partir de ese momento, abrazar un estilo o afiliarse a una tendencia, sería como aferrarse a un enorme hierro para salir a flote: una limitación, como mínimo. Cada estilo, técnica o lenguaje creado por los artistas del pasado, dejaba de ser propiedad de sus autores, patrias y culturas —¿post-comunismo?—, para convertirse en herramientas públicas de expresión y comunicación universales, con código abierto. El artista postmoderno podía apropiarse ahora de cualquier cosa, perteneciente al ámbito cultural o no, para materializar sus ideas y, por tanto, la estética quedaba subordinada a las ideas y actitudes del creador y no al revés, como antes.

De ese modo, Artecalle se apropió de cosas tan disímiles como el arte urbano, la estética punk y el lenguaje político de la revolu, para resolver sus ideas y conseguir sus objetivos. La estructura del grupo no era la habitual en un colectivo artístico, sino más bien la de una guerrilla urbana, y nuestras tácticas eran como gamberradas adaptadas al arte. El secretismo y los trucos o engaños para llevar a cabo nuestras pinchas; la independencia de cualquier institución, organización o poder; la intervención sorpresiva de lugares y eventos públicos; las pintadas y acciones en la calle y el uso de pancartas y volantes, por ejemplo, no son cosas que aprendiéramos en clase de historia del arte, sino en clases de historia de Cuba y marxismo, y viendo películas y series cubanas de espionaje, como Clandestinos y En silencio ha tenido que ser.

Lo que pasa es que esas ideas postmodernas encontraban su reflejo en las inquietantes reformas políticas de la URSS que se murmuraban en la calle, como la perestroika y la glasnost. Tanto la postmodernidad como la transparente reestructuración de Gorbachov, constituían aperturas y marcaban el fin de varias eras, lo cual no daba ninguna gracia a los dinosaurios cubanos. Nosotros desactivábamos y reciclábamos desechos políticos para convertirlos en arte, pero el sistema, al igual que la sociedad cubana, devoraba el arte y lo transmutaba nuevamente en mierda política. La política no era para nosotros un fin en sí mismo, sino materia prima —la más abundante y típica de Cuba— para construir puentes semánticos y entablar un diálogo con la sociedad a partir de elementos de su máximo interés —como el comunismo y la ideología revolucionaria, que regían y lo siguen haciendo, sus vidas—, pero, inevitablemente, todo lo que hacíamos se politizaba más allá de nuestras intenciones y el debate siempre acababa en lo ideológico, más que en lo filosófico.

Con eso no trato de eludir el carácter contestatario y subversivo de gran parte de la obra del grupo Artecalle, al contrario, pero quiero aclarar ciertos matices. Para nosotros era importante la política porque habíamos nacido atrapados en ella, pero nuestra teoría y mensaje último fue que la cultura es más importante que la política; que el arte debería tomar el poder y no a la inversa, y que lo único positivo que puede salir de una revolución es la revolución del arte, ya que sus balas no matan, pero arden con cojones y durante muchos años.

¿Más importante que la política en qué sentido?

Mucha gente cree que la cultura se limita a lo antiguo, a lo artístico y a los libros, pero la verdad es que toda actividad social es cultura, incluida la política, y por eso la hay buena y la hay mala, como pasa con el colesterol. La agricultura, la gastronomía, la magia, la ciencia, la moda, el humor y los videojuegos, son cultura, pero también son cultura el canibalismo, la guerra, la delincuencia, las narcoguerrillas, la economía mundial y hasta el modo de cagar, que no es igual en todas partes. Los occidentales, por ejemplo, cagan sentados en blancos inodoros, los orientales prefieren hacerlo en cuclillas sobre un agujero, y los cubanos se limpian el culo con papel de periódico desde los años 60. A su vez, Venezuela lleva casi veinte años ocupada por Cuba y ahora los venezolanos se limpian el fondillo igualito que nosotros. Eso también es cultura, pero de la malífera.

La mala cultura siempre es chea y kitsch, como los snobs y los cuadros que venden en las mueblerías, porque no es auténtica, algo le falta, le sobra o le falla. La chealdad es inversamente proporcional a la democracia de cada país y mientras más dictatorial o totalitario se torna un gobierno, más cheo se vuelve su lenguaje político, como en el caso de Cuba, Venezuela o Corea del Norte. Por eso, una de las aplicaciones prácticas de la buena cultura es que afina los sentidos, permitiéndonos distinguir lo verdadero de lo falso en cualquier contexto, incluyendo el de la política.

Al principio de la revolu, la estética política eran los uniformes verde olivo, las armas y las barbas que cautivaron al mundo; más adelante, cuando la imposición soviética —un cuerpo extraño, cultural e ideológicamente para los cubanos— se volvió ofensiva para la población nativa, el poder asumió un look más rimbombante y solemne, con uniformes entallados, gorras de plato y muchas medallas y adornos dorados e impresionantes desfiles militares, con muchos tanques y cohetes para transmitir una imagen de poderío, control y estabilidad que en realidad no poseían: éramos una colonia soviética, la economía estaba muerta y sobrevivíamos gracias al dinero de los bolos; después, cuando cayó la URSS y la cosa empezó a ponerse fea en la isla, el gobierno adoptó aires misteriosos y oscuros, con uniformes de campaña sin insignias, detenciones, fusilamientos —como una vuelta a los orígenes de la revolu, pero sin barbas, ni sonrisas—, muchos segurosos de paisano por todas partes, boinas negras con pastores alemanes en las calles, juicios televisados y herméticos videos del Fifo, proyectados en centros docentes y laborales, para intimidar a la gente y evitar revueltas.

A partir de que asumió el poder Raúl Castro —homosexual reprimido y ensombrecido por su hermano durante décadas—, la estética de la revolu alcanzó sus más altos e intensos niveles de chealdad, combinando guayaberas y pamelas de yarey con ropa militar, mientras un Fifo en chándal de adidas y bufanda verde olivo chocheaba con artistas, deportistas y Papas; las compañeritas de la PNR, de las FAR y hasta las del MININT empiezan a usar medias negras de malla bajo las cada vez más cortas faldas del uniforme; un actor disfrazado de Martí ameniza actos y asambleas políticos; se casa en La Habana Juana Bacallao, a lo grande, con mucho blanco, dorado y cadillac cola de pato, y brotan en la ciudad una pila de imitadores del Che Guevara, como si fuera Elvis Presley —aunque algunos llevan la típica boina negra con la estrellita, pero con pintalabios rojo y camiseta de arco iris—, para lanzar una imagen de apertura e inocencia senil, mientras, por atrás, se calzaban a media América Latina.

Cuando la política de un país se tuerce y empiezan a violarse y limitarse los derechos y libertades de los ciudadanos, automática e invariablemente comienzan a proliferar las aberraciones estéticas y culturales, que solo son la punta del iceberg. No hace falta ser artista o escritor para distinguirlas, cualquier persona que ejercite su cultura puede hacerlo. Alguien acostumbrado a disfrutar y a descifrar obras de arte, puede intuir el mal funcionamiento de cualquier sistema, detectando las incoherencias formales y la falta de armonía en su apariencia, aunque carezca de información y cifras reales de la situación, como los cubanos.

Los políticos pueden mentir todo lo que quieran, pero la estética siempre los traiciona, ya que los gustos humanos son reflejos inconscientes de lo que contiene, sobra o falta en la mente de cada individuo. Incluso cuando se camuflan con trajes y corbatas civilizados, como el presidente Putin, al que se le salen los prejuicios, los complejos y las tendencias belicistas y dictatoriales en forma de exhibiciones de judo, fotos con motoristas, comandos y hombres rudos, casi siempre con el torso desnudo y portando armas largas; o como a Nicolás Maduro, que quiere pasar por un buen hombre del pueblo con esas camisas de clase trabajadora, pero su aspecto es cada vez más monstruoso y delata su interior, con el rictus cada día más torcido y sombrío y esa mórbida obesidad que ningún verdadero obrero puede tener, por razones obvias; o como Kim Jong-un, cuya sonrisa es la única que parece espontánea en las pocas imágenes que nos llegan de su reino, sobre todo cuando sale rodeado de colegialas en éxtasis —las tendencias pedófilas son una constante en las estéticas totalitarias— o viendo marchar a su ejército de guerreras en minifalda, alzando las piernas hasta casi tocar la cabeza y enseñando la gandinga.

Por otro lado, cualquier persona o colectivo, aunque no sea artista ni pretenda serlo, puede emplear las herramientas artísticas para enriquecer sus habilidades de expresión y defender y reclamar mejor sus derechos o hacer cualquier otra cosa que se le ocurra. El artivismo no es más que el activismo de siempre, pero utilizando técnicas y trucos artísticos para aumentar la efectividad de sus demandas. Y el ciber-artivismo es lo mismo, pero en Internet. Todo el que tenga un ordenador y conexión a la red puede crear imágenes, memes, carteles, cómics, editar videos, mezclar música, etc., sin haber estudiado pintura, diseño, rotulación, cine o música, para desarrollar sus propios proyectos e ideas.

Si la postmodernidad permitió a los artistas liberarse de tendencias y formalismos y apropiarse de lenguajes y elementos de cualquier campo, ahora la evolución de internet y de las nuevas TIC ha liberado el arsenal del arte para todas las personas. Es un gran salto evolutivo, ya que el arte es, por encima de todo, una exploración infinita de la libertad a través de la imaginación, que activa zonas dormidas del cerebro y expande las fronteras del pensamiento y, con un poco de suerte, de la realidad. En cualquier caso, mientras más gente se familiarice con los modos del arte, mejor para el mundo.

Hay cosas que quiero saber sobre tus performances. Por ejemplo, sobre aquel en el evento de Rauschenberg. ¿Cómo se gestó? 

Eso fue en 1988, cuando la gira que hizo Rauschenberg con su obra por varios países del mundo, entre ellos Cuba. La expo era tan grande que ocupó las principales salas de la capital. Nunca se había visto en la isla una muestra personal de tal magnitud y mucho menos de un artista “yanqui” de su calibre. Ni siquiera sabíamos que un artista podía llegar a tener tanto poderío como una estrella de rock. La Habana se desaguacató con la visita de Rauschenberg y en el mundillo del arte no se hablaba de otra cosa. Muchos artistas e intelectuales querían interpretar el acontecimiento, inédito en la revolu, como un augurio de apertura y cambio de rumbo, pero también hubo gente molesta por la incoherencia ideológica de todo aquello tras décadas de represión y tabú sobre la cultura capitalista. A los más jóvenes, que no habíamos sufrido las UMAP por llevar el pelo largo y escuchar música rock, nos divertía la incoherencia política y más aún la del público, que acudía a ver a Rauschenberg como si fuera un dios, cuando dentro de la isla estábamos creando un nuevo arte.

Resultaba muy gracioso que, después de casi tres décadas de revolu comunista y de experimentos sociales, para fabricar un hombre nuevo, los cubanos seguían actuando igual que cuando llegó Colón, cambiando el oro por espejitos. Para evidenciar ambas cosas —la ironía de la situación y al mismo tiempo la existencia de un nuevo arte made in Cuba—, se me ocurrió disfrazarme de indio para asistir a una conferencia de Rauschenberg en el patio del museo nacional.

Una vez en el museo, me comporté de forma normal, paseándome por el patio y saludando a conocidos y charlando, como cualquier otro espectador; como si llevara pantalón y camisa y no un taparrabos, arco, carcaj con flechas y una lanza en la mano. La gente se reía, pero me seguían la rima, porque entendían y disfrutaban la puya; al contrario de Rauschenberg, que no se enteraba de lo que estaba pasando, ya que la puya no iba dirigida a él, sino a los cubanos.

Técnicamente, fue una intervención, pero en aquella época todavía no existía esa expresión y a las acciones artísticas se les llamaba performances, happenings o arte efímero, al menos, que yo sepa. Se hablaba mucho de apropiación postmoderna; es decir, apropiación de estilos, tendencias, imágenes, espacios y lenguajes, pero no había una palabra para designar a los performances sorpresivos que se realizaban sin autorización ni previo aviso, aprovechando la celebración de otro evento. En la jerga de Artecalle, les llamábamos ataques o asaltos, y siguen pareciéndome los términos más adecuados.

¿Había que pedir permiso para realizar un performance?

En Cuba hay que pedir permiso para todo y cuando se trata de algo raro, inédito o polémico —como eran las acciones artísticas en la isla, en los 80—, no suelen dártelo o caes en un limbo burocrático —que viene a ser lo mismo—, ya que nadie quiere complicarse la vida firmando autorizaciones que luego puedan explotarle en la cara. Por eso es más seguro no pedir permiso, hacer lo que tengas que hacer y después que salga el sol por donde salga.

El 90 por ciento de las acciones que hice en Cuba —con Artecalle e individualmente—, fueron posibles por no solicitar autorización, de lo contrario nunca hubiéramos podido llevarlas a cabo. Contra la censura y la autocensura, hay que usar la pre-censura, que consiste en hacer la obra previendo todas las posibles reacciones, reprobaciones y obstáculos que pueda enfrentar para llegar al público y el modo de superarlos.

El Reviva la revolu, por ejemplo, tuve que envolverlo en periódicos para lograr exponerlo en la facultad de filología y quitárselos luego, cuando la muestra ya estaba inaugurada y el público llenaba la sala. Si los organizadores hubieran visto cómo era realmente la pieza, nunca me hubieran permitido exhibirla; no porque no les gustara o no la entendieran, sino porque la entendían y sabían que era una papa caliente. El texto era ambiguo, pero contenía la palabra revolución mutilada y eso era un sacrilegio.

El viaje a Cuba, sin el oneroso permiso de entrada, y las acciones en la embajada de Cuba en Madrid, realizados por ti años después, ¿entrarían en esta lógica del asalto de los tiempos de Artecalle de la que hablabas antes?

Sin duda alguna. Esos asaltos fueron planeados, no para conseguir entrar en la isla       —cosa que tengo prohibida desde 2013, cuando fui apresado en La Habana al tratar de asistir a un evento por el día internacional de los derechos humanos que se celebraba en casa de Antonio Rodiles y de Ailer González, coordinadores del colectivo de activistas de oposición Estado de Sats—, sino para revelar, por medio del arte, la discriminación que sufren los cubanos que se salen del guion castrista.

Al pasar 25 horas seguidas metido en un avión, volando entre Madrid y Madrid para llegar a Cuba, a sabiendas de que no me dejarían poner un pie en tierra, estaba transformando un viaje en anti-viaje, interviniendo artísticamente al avión, como extensión simbólica del territorio cubano y de su cultura, a los que no puedo llegar.

Tanto en ese trabajo, como en las tres intervenciones que hice después en la embajada cubana en Madrid, mi objetivo era aprovechar la atención que puede generar un acto artístico de implicaciones políticas, para registrar en la historia —al menos en la de la cultura cubana, que es la única que ha logrado independizarse un poco de la leyenda oficial y contempla en su cronología algunos actos de censura que resultan imprescindibles para entender el desarrollo de la literatura y del arte cubanos después de 1959, como el caso Padilla o el éxodo de los 90, por ejemplo— un dato muy concreto sobre la revolu: que el castrismo emplea la discriminación y la marginación políticas como técnicas sistemáticas para moldear a la sociedad y a la cultura cubanas a su imagen y conveniencia. Si a un artista reconocido le impiden la entrada a su propio país, ¿qué no le harán al cubano de a pie para reprimir cualquier conducta o criterio que discrepe del régimen?

No se trata de asaltar o de intervenir el aeropuerto José Martí o la embajada cubana en Madrid, sino de asaltar la historia, dejando constancia en ella de cosas que nunca lo hubieran conseguido por vías convencionales. La dictadura me puede censurar, tachar de su mitología e impedirme entrar a la isla, pero la historia del arte cubano me absolverá. Una de las cosas que aprendí en Artecalle es que, en Cuba, mientras más te borran, más te recuerdan.

¿No ves ningún contrasentido en esa suerte de creencia en “la historia del arte cubano”, con lo canónica que es siempre toda historia (sobre todo de arte), y tu mirada totalmente iconoclasta de entenderte a ti mismo y a Artecalle como espacio de guerra?

No estaba hablando de reconocimiento personal y de palmaditas en la espalda, esas cosas nunca me han quitado el sueño. El reconocimiento del artista no es un objetivo del arte, sino un efecto secundario de la obra, que surge a veces; limitarse a lo contrario es la aberración que enseñan en el ISA. Me refería a la historia del arte cubano como herramienta expresiva, no como fin o recompensa.

Quiero decir, que la dictadura puede censurar, reprimir, marginar, manipular, desinformar…, pero si la obra de un artista consigue sortear todos los obstáculos y colarse por otras vías —aunque no sean las oficiales, ni las más ortodoxas— en la cronología de pequeños aportes y acontecimientos que sustentan al arte cubano, ya no hay dios que la borre. El artista seguirá sin reconocimiento oficial, pero la obra habrá cumplido su objetivo, que es sentar un precedente, abrir camino.

Yo llevo más de 30 años de carrera sin reconocimiento —maldito— por parte de Cuba y he adaptado mi ego y mi obra a esa circunstancia, que es el escenario histórico que me ha tocado vivir. Si te cortan las piernas, aprendes a caminar con las manos. Yo no nací con la idea de que el arte debe independizarse de cualquier poder y jugar un papel más activo en la vida civil, ni mi sueño era dar serenatas con gaiteros y mariachis, en guayatola, frente a la embajada cubana en Madrid; las circunstancias y las consecuencias de mi actitud ante ellas, me han llevado en esa dirección.

Toda mi visión del arte se construye a partir de la censura y de la marginación: ¿Se puede ser artista al margen del sistema? ¿Es el arte un bombín de mármol que el público te encasqueta o es un estado interior que puede ser alcanzado en silencio, al margen de cualquier observador? ¿Es el museo el que convierte en arte lo que atesora o es el arte lo que transforma al museo en tesoro? ¿Es el poder quien propicia el arte o es el arte quien crea la ilusión de poder? ¿Si el poder es corrupto, no debería el artista negarse a legitimarlo? ¿Es el artista sumiso el mejor amigo del tirano? ¿Es realmente un artista el artista domesticado? ¿No estará más cerca de cazar a un nuevo arte el artista jíbaro, que el que ha sido capado? ¿No se han convertido las reglas del mercado artístico en una nueva forma de castrar al artista? ¿Hay vida más allá de los museos y de los aplausos o el arte ya no pare más y sólo se repite con ligeras variaciones, como El lago de los cisnes? ¿No serán los museos los que han muerto y el arte está en otra parte? ¿Cuáles son los límites del arte para un artista que ha quemado sus naves y no tiene nada que perder?

Si restamos de la ecuación del arte las ambiciones materiales y las del ego, las estrechas reglas del mercado, los tabúes de la política de turno y los criterios del público, las posibilidades son infinitas.

¿Por esta razón es que te has negado a participar en exposiciones como Adiós utopía, por ejemplo?

Así es, aunque en realidad sí participé, pero a mi manera, no a la de los curadores del G2 (KGB cubana); mi obra fue la negación de Adiós Utopía. Niego la utopía revolucionaria, ya que nunca lo fue —la revolu siempre ha sido nacionalsocialismo con pespuntes rojos, para disimular— y niego el adiós a la utopía del arte, porque eso es lo que la dictadura persigue: hacernos creer que es utópico y atraernos hacia el lado oscuro del arte, donde la obra —despojada del lastre de la ética y reducido su instinto salvaje de transgredir cualquier límite- solo es un vehículo hacia el éxito comercial y el reconocimiento personal. Tientan al ego del artista, para corromperlo —¿No ves que el arte no cambia nada? No puedes cambiar el mundo, madura de una vez, te susurran. Piensa en tu obra y en el reconocimiento que merece. ¿Vas a dejar que otros se lleven todo el mérito? ¿Te vas a condenar al olvido por tonterías políticas? O como me dijo René Francisco en un messenger: mira a Picasso y a Magritte, fueron comunistas y no pasa nada. Deja la política a los políticos, que para eso están; lo que importa es la obra…— y así poder manipularlo mejor.

No me negué de entrada; primero traté de entender el proyecto que me proponían antes de tomar una decisión, pero no fue fácil, debido al secretismo que lo rodeaba. La expo me la propuso Gerardo Mosquera, advirtiéndome que no debía contárselo a nadie. Me dijo que una pieza mía —Reviva la revolú—, perdida en el museo nacional desde 1988, había aparecido por fin y que él quería incluirla en Adiós Utopía, por su importancia histórica y tal, pero no me pudo dar más detalles. Después me escribieron los cocuradores americanos y logré sacarles la lista de participantes y la estructura de la muestra, de las que deduje que la curaduría no era seria, desde un punto de vista artístico o histórico; únicamente cobraba sentido desde el ángulo político y el ángulo no me gustó nada.

La lista de artistas marginaba muchos nombres cardinales —incluso de colectivos enteros, como el grupo de Juan-Sí y Artecalle—, todos del exilio o gusanos declarados y aceptaba otros —como Kcho y Chago Armada—, cuyos méritos artísticos están dopados por el régimen. Colar esos nombres en la historia del arte cubano era una broma castrista de mal gusto —valga la redundancia—, como meter aquella instalación de vacas en el Salón de mayo del 68.

La listica también incluía obras de algunos artistas rebeldes del exilio y de dentro de la isla, pero la selección y/o el modo de clasificarlas y de presentarlas eran deliberadamente inocuos o propagandísticos para el régimen, obviando piezas incómodas políticamente, pero esenciales, artística e históricamente, para ilustrar el arte cubano posterior a la revolu, como supuestamente pretendía el discurso curatorial de Adiós Utopía. Obviaban al grupo Artecalle y, al mismo tiempo, me tentaban a exponer una obra mía, secuestrada por ellos durante décadas, pero curada de forma que pareciera emblemática de la revolu y no del chasco de toda una generación, como realmente fue.

Resultaba evidente que Adiós Utopía era parte de algún intercambio o negociación entre el gobierno de Cuba y el de Estados Unidos a raíz de la reconciliación diplomática entre ambos países y no un interés espontáneo y repentino —no muy riguroso que digamos— de varios museos americanos por el arte cubano. Supongo que, desde la óptica de Washington, se trataba de una concesión sin importancia, parte de un plan mayor, sin calcular las implicaciones que podía tener para la cultura cubana dejar la organización de tan significativa exposición en manos de instituciones castristas. Si los curadores del G2 lograban contar la historia a su manera, el éxodo de los 80 quedaría como un chapoteo desesperado por escapar de la crisis económica generada en la isla por la caída de la URSS y no como una prueba masiva y estrepitosa del fracaso cultural de la revolu: ¿Dentro de la revolu todo, pero en contra nada? Pues entonces no se vale todo dentro. ¿En qué quedamos? Mejor quédense la revolu y nosotros nos vamos con el arte a otra parte.

Dejarme “curar” por la revolu, no solo me pareció y me sigue pareciendo poco ético, sino también una idea extremadamente estúpida, como mear en mi propio fregadero y, por otro lado, no es imprescindible aceptar las reglas de los curadores —cubanos o no— para poder participar en determinado evento; negarlas también puede ser válido como obra, si tiene eco y sentido.

¿Reviva la revolú estuvo perdida en el Museo Nacional desde 1988?

Reviva la revolú se expuso dos veces, ambas en La Habana, en 1988, y luego desapareció. La primera vez fue en la expo colectiva No es solo lo que ves, en la facultad de filología y la segunda en la muestra también colectiva, Suave y Fresco, en el museo nacional. Cuando fui a recoger la instalación, había desaparecido. Nadie sabía nada. En 2002 regresé a Cuba, tras mi primera década en el exilio y realicé nuevas pesquisas, pero tampoco obtuve resultados y me olvidé del asunto, hasta 2016, cuando me escribió Mosquera para proponerme Adiós Utopía.

Pero bueno, qué se puede esperar de un museo pirata, cuya colección nació de los saqueos de los primeros años de la revolu. Aquello es como la cueva de Alí Babá y a cada rato revienta algún escándalo de robo o corrupción. Cuando me puse en contacto con el museo para recuperar la tela, acababan de nombrar a una militar como nueva directora, para tratar de contener el pillaje, así que imagínate.

Una de tus piezas más “likeadas” y que de alguna manera resume parte de lo que has hecho en los últimos años es la Guayatola. ¿Qué cosa es? ¿Qué deconstruye? 

La Guayatola es una guayabera de seis bolsillos que llega hasta los tobillos, como una túnica mahometana y revela tantos patrones en común entre el castrismo y el extremismo islámico que un análisis ideológico no podría detectarlos fácilmente. La guayabera es una camisa tropical, típica de Cuba, México y otros países de América latina, mientras que la túnica es el hábito característico de los pueblos islámicos. Dos culturas y dos ideologías muy distantes y diferentes entre sí, pero, no obstante, cada vez más parecidas. Dos culturas asfixiadas bajo sistemas totalitarios que manipulan la tradición para alimentar el odio, el miedo y el fanatismo, aunque técnicamente uno sea comunista y el otro, religioso. Sus líderes, tanto imanes como dirigentes del PCC, se apoyan en textos sagrados como el Corán y El Capital respectivamente, se disfrazan con prendas blanquísimas y ascéticas barbas y les chiflan los machetes y los AK-47.

Se me ocurrió mirando la foto de una de esas limosinas cubanas, creadas al empatar dos ladas de la época soviética en plan monstruo de Frankenstein. Si se pueden cocer dos carros comunistas para confeccionar una limosina —a imagen y semejanza de las capitalistas—, también se pueden coser dos guayaberas para obtener una túnica fundamentalista, una guayatola.

La estrené tras volver de mi viaje entre España y España para no llegar a Cuba, en las intervenciones que realicé en la embajada cubana en Madrid y en las que hice después en dos galerías de París que exponían la obra de Kcho y de Lázaro Saavedra. También he vestido de guayatola en algunos vídeo-performances y en la mayoría de los dibujos que hice desde entonces, donde aparezco caracterizado como Maldito Menéndez, con guayatola, gafas y sombrero de papel periódico, como el Loquito de Nuez —personaje de cómic político, versión castrista del Bobo de Abela y de Liborio— cruzado con el Hombre Siniestro de Prohías. Y también expuse la guayatola como pieza objetual, cubriendo a un maniquí y con diversos complementos —como medallas, espuelas y un sombrero de yarey con forma de casco nazi—, en la expo La Moda de Cuba, que hice en 2016, en el Instituto Inferior de Arte, en Madrid.

Más de una vez has sido crítico en tu blog con Kcho y Lázaro Saavedra. Con Kcho se sobrentiende, por su colaboración abierta con el régimen cubano, pero Saavedra no es el mismo caso. ¿Por qué esta animadversión a Lázaro Saavedra?

Kcho y Lázaro Saavedra son dos caras muy opuestas —es cierto—, pero de la misma moneda, que es la política cultural del régimen castrista. Una moneda muy pequeña en las primeras décadas de la revolu, en la que solo cabían los artistas consagrados a la misma, como Yanes, Korda o Nelson Domínguez, cuya tradición de artistas de la corte verde olivo —equivalente visual de la Nueva Trova—, continuó y perfeccionó Kcho, quien llegó a ser diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular y amigo personal del Fifo, pero que aumentó su diámetro en los 80, haciendo espacio en su círculo para otra clase de artistas —también revolucionistas, pero con visiones más críticas o menos panfletarias y estéticas innovadoras— como Elso Padilla —el único miembro de Volumen I que no se fue de Cuba, ya que murió muy joven— y Lázaro Saavedra.

Los censores cubanos —camuflados ahora como curadores— se dieron cuenta de que reprimir a los artistas rebeldes resulta un remedio peor que la enfermedad —marchan al exilio, echan pestes de la revolu por donde quiera que pasan y son un mal ejemplo para las nuevas generaciones—, e innecesario, ya que podían neutralizarlos mejor a base de reconocimiento artístico y éxito comercial, para transformar sus rencores en agradecimiento y su inconformismo en complicidad. También descubrieron que las críticas lanzadas desde el arte suelen rebotar entre las paredes del mundo artístico sin salir de ellas, hasta que pierden toda su fuerza y, al final, se convierten en más propaganda de la revolu, que, en su infinita generosidad, promociona la obra de creadores contestatarios, siempre que residan en Cuba y no hagan declaraciones contra el régimen.

Lázaro es un tipo culto, inteligente y con mucho talento —como Silvio Rodríguez—, a diferencia de Kcho —que vendría a ser Sara González—, pero ambos son igual de ambiciosos y oportunistas. Kcho tuvo que guataquearle al Fifo y prestarse a sus numeritos para llegar arriba y Lázaro tuvo que quedarse en la isla, cuando la mayoría de sus amigos y compañeros de generación la abandonaron en los 90 y trabajar en una microbrigada de construcción para probar su fidelidad a la revolu. A Kcho lo hicieron diputado y a Lázaro profesor del ISA, para que predicaran las bondades del sistema desde sus respectivos púlpitos. Kcho se para frente al Capitolio, en Washington, con una bandera del 26 de julio, mientras Lázaro publica una carta contra Tania Bruguera, por su intento de performance en la Plaza de la revolu. Al final, ambos exponen individualmente en dos prestigiosas galerías de París en las mismas fechas. Sus discursos pueden ser muy diferentes, pero los representan los mismos curadores e instituciones del régimen y, a su vez, ellos representan al régimen, aunque sea desde calles opuestas de París. Por eso intervine las dos exposiciones el mismo día, como parte de una misma acción, para revelar la relación invisible entre ambas.

El contenido de la obra ya no es suficiente para que el arte pueda influir en la sociedad y mantener su valor, más allá del comercial; para ello debe ser reforzado con la actitud del creador. De nada vale ya pararse con un martillo frente a una vidriera, si no tienes timbales para romperla. Es la coherencia —además de la calidad— entre el discurso y la vida del artista lo que legitima a su obra y le diferencia de pintores de corte, ilustradores, diseñadores y artesanos, que trabajan por encargo, sin libre albedrío —lo mismo pasa con la figura del revolucionario, que puede desgañitarse durante horas contra el capitalismo, pero si vive como un burgués o un hacendado, su discurso es tan hipócrita como el de cualquier otro político—. Artistas como Lázaro Saavedra, René Francisco y Glexis Novoa —entre otros— han sacado provecho de la crítica cosmética a la revolu, pero sin cortar el cordón umbilical con ella, como hizo la mayor parte de la generación de los 80. Sus obras pueden parecer críticas e incluso ser buenas, pero pierden su sentido original y credibilidad, cuando sus autores trabajan para instituciones de la dictadura.

Existe una innegable relación entre la coherencia conceptual de la obra de un artista y su ética como individuo; el equilibrio entre ambas —coherencia y ética— es proporcional a la autenticidad de su discurso y, por eso, la deontología particular que asume el arte en cada cultura puede ayudarnos a medir la coherencia e integridad de la sociedad que la produce. La corrupción de los artistas cubanos, por ejemplo, que sirven a instituciones y políticas en las que no creen, refleja el estado de Cuba bajo el castrismo.

También la percepción de lo que es bello o no —la estética—, es relativa a la entereza o descomposición de las sociedades bajo distintos sistemas políticos; por eso el arte es cada vez más importante para estudiar la cordura de la sociedad —al igual que las matemáticas son fundamentales para el desarrollo de la astronomía—, pues la estética de cada cultura, la noción de lo que es bello y de lo que es feo, representa también su concepción del bien y del mal, fruto de su realidad.

¿Cómo lees las balsas de Kcho?

Las balsas no son de Kcho, sino de los cubanos que prefieren jugarse la vida en el estrecho de la Florida a seguir en Cuba, sin libertad, ni futuro. Tampoco fue Kcho el primer artista en usar la balsa como alegoría de la tragedia migratoria cubana; ya lo habían hecho antes Cruz Azaceta y José Bedia y con mucha más fuerza artística, ya que ambos son inmigrantes y se identifican con los balseros, a diferencia de Kcho, que al vivir en Cuba y ser un artista del régimen, los ve como a desertores económicos, víctimas del bloqueo imperialista y tal.

La moraleja es que la apropiación es un arma de doble filo, como los memes. Una persona puede apropiarse de cualquier símbolo o significante, pero el que viene detrás también puede hacerlo. Kcho puede apropiarse de las balsas, pero atrás vengo yo y me apropio de Kcho, con balsas, remos y todo, como hice en la intervención a su expo en París, llenando de salvavidas infantiles multicolores una de sus pirámides de botes y remos de madera.

La cultura no es propiedad de nadie —ni de los artistas, ni del público, ni de las de instituciones, patrias, clases o pueblos enteros—, es un código abierto que evoluciona con cada aporte que se le hace y se alimenta de cualquier cosa y no atiende a leyes, solo al impulso de seguir ascendiendo, como las cabras. La apropiación artística es un recurso de experimentación conceptual, en aras de la evolución del arte y no un modo de acaparar imágenes y símbolos para engordar el estilo personal de un artista o para que un gobierno manipule la cultura y la opinión pública.

Por cierto, el gobierno cubano ha insistido más de una vez en que la cultura cubana es una sola, intentando qué otra cosa se puede esperar del castrofascismo anular o borrar todo lo que se ha creado desde el exilio…

Ya te digo, la cultura no es un tangible que se pueda dimensionar y cualquier intento por administrarla es sospechoso, especialmente si viene del ámbito político y más aún del cubano. Cultura es todo lo que ocurre en el horizonte de la humanidad, incluyendo la forma en que excretan las mascotas o envejecen las piedras en los templos y los recuerdos y sueños de la gente. Muchos exiliados cubanos, por ejemplo, tenemos cierta pesadilla recurrente en la que nos vemos, de pronto, de vuelta en Cuba sin pasaporte ni dinero para volver a escapar; fenómeno cultural que, lógicamente, no padecen los cubanos de la isla, pero que compartimos con otros inmigrantes de países comunistas. ¿Quedan por eso excluidos de la cultura cubana los traumas y sueños de millones de exiliados cubanos o, por el contrario -si los contiene-, significa que, a su vez, la cultura cubana forma parte de la cultura mundial emigrante desde 1959? Qué somos ¿cubanos o palestinos?

Si la cultura fuera una sola, como afirman ahora los cabalistas del castrismo —lo cual constituye, de entrada, una incoherencia de proporciones descaradas, pues ignora décadas de censura y discriminación ideológica bajo los Castro—, no se podría responder a esas contradicciones. Para lograr explicar la compleja naturaleza de la cultura hay que concebirla como un proceso constante e ilimitado, como el pensamiento, y no como un listado de productos culturales que puedan clasificarse por épocas, países, idiomas, estilos, razas, sexos, clases sociales o ideas políticas.

Las fronteras políticas, al igual que las etiquetas comerciales o académicas, siempre fueron ilusiones que ya no pueden contener a la cultura, porque los medios de creación y de comunicación se han perfeccionado y abaratado a tal grado, que resultan asequibles para toda la gente —al menos en los países democráticos—, que la enriquecen y propagan a su manera, a través de vínculos sociales libres que trascienden cualquier orden o limitación.

La cultura ya no es monopolio de las instituciones culturales, salvo en los totalitarismos, como Cuba. Si la cultura cubana ha experimentado un crecimiento exponencial desde los años 60, no ha sido gracias a la revolu, sino a las migraciones de cubanos que huyen de la misma desde que la infamia tomó el poder. Si la cultura fuera una sola, la cubana no estaría en Cuba, sino en el exilio. ¿Dónde si no es posible una entrevista como ésta?

En tus dibujos y series te apropias con frecuencia del adjetivo “gusano” para definir el arte (o tu arte). ¿Por qué usar un término tan despectivo y jodidamente ideológico para designar algo que rebasa a la política y en muchos casos, incluso, a la actualidad?

Lo gusano forma parte del imaginario cubano, tanto dentro como fuera de la isla y, por esa razón, puede emplearse como ideograma en el arte para expresar el conflicto entre ambas orillas. Además, no existe otro término mejor para ilustrar el ciclo evolutivo del cubano, que empieza en Cuba como gusano, hasta que se libera y acaba volando al exilio.

El castrismo —cinturón negro en la técnica de tergiversar el significado de las cosas— se apropió de la palabra gusano y la despojó de todas sus acepciones, salvo las peyorativas, para descalificar y discriminar a los cubanos que discrepan de su régimen, pero la apropiación —insisto— es un arma de doble filo y, tras casi 40 años desde los sucesos del Mariel —cuando el Fifo puso de moda el apelativo gusano—, existen hoy millones de cubanos que se identifican como gusanos, pero con orgullo, pues el éxito de la comunidad cubana en el exilio y el fracaso del comunismo en todas partes han renovado su significado; así que yo también me apropio del gusano, lo reciclo desde el arte y lo devuelvo contra la revolu. Hay que convertir la maldición en venganza.

Llevo ya más de la mitad de mi vida en el exilio. ¿Sigo siendo cubano o ahora soy español o norteamericano? No, en todo caso soy gusano, y mi obra no es arte cubano sino arte gusano, que abarca y trasciende lo cubano. Todo lo cubano está manipulado por el gobierno y apesta a naftalina y chovinismo —base de todos los extremismos—, mientras que lo gusano huele a carretera y pelo suelto. Deberíamos celebrar el día del orgullo gusano y erigir un monumento al gusano desconocido y, todos los artistas del exilio y del insilio, podríamos adoptar la etiqueta #artegusano como declaración de principios —la cultura no tiene denominación de origen— para destacarnos, como fenómeno sociológico y como movimiento artístico independiente, de la cultura oficial cubana.

Pero, igualmente, reconozco que los gusanos me resultan muy simpáticos gráficamente y opino que pueden ser bastante didácticos a la hora de codificar la realidad cubana     —junto con las moscas, las cacas y los pedos—, que es muy mierdera. También creo que poseen propiedades terapéuticas; al menos a mí me sienta de maravilla garabatear al Fifo cagalitroso y huyendo en silla de ruedas, perseguido por moscas y gusanos. En serio, se lo recomiendo a todo el mundo: cuando agarro cualquier berro, me dibujo un Fifito y se me pasa y, cuando tengo dudas sobre cuál camino tomar, me trazo un Marticito y le consulto.

¿Te gustaba, de niño, jugar con la caca?

Mi madre me contó que a veces me encontraba en la cuna, muy concentrado, modelando bolitas de caca. No recuerdo si también me las comía, pero es muy posible, ya que eran los años 70 y Cuba estaba en la tea. Escaseaba la comida, aunque tuvieras dinero, y mis padres no tenían ni libreta de abastecimiento, ya que residían ilegalmente en La Habana.

En cualquier caso, fue una etapa corta; mi encopresis es puramente artística y empezó después de los 40. Pero sí, hay algo de regresión a la infancia cuando me pongo a dibujar y mi relación con mi obra es parecida a la de un crío con su caca: la considero una extensión de mí mismo y me gusta hacerla a mi manera, sin que nadie me supervise y lo mismo puedo ofrecerla como regalo que arrojarla como castigo.

Lo escatológico siempre es impactante y la caca nunca pasa de moda. Las defecaciones y todo lo relacionado con ellas —pedos, peste, corrupción, muerte, gusanos, moscas, etc.—, pueden provocar aversión e hilaridad al mismo tiempo y llevarnos a un estado sublime de comprensión, puesto que la realidad nunca es bella o fea, buena o mala exclusivamente, sino una amalgama de todo, y todos cagamos y morimos en la vida, independientemente de lo que hagamos entremedias; de ahí que el lenguaje fecal sea tan apropiado para ejercer la crítica y diseccionar sistemas o fenómenos corruptos como el cubano.

La mierda es un código universal, mientras que lo cubano todavía es un universo desconocido —gracias a la revolu—, pero si los combinamos: caca y Cuba, podemos universalizar nuestra cultura y compartir nuestros conflictos, para evitárselos a otros pueblos y planetas.

Para terminar, ¿crees que un día en las escuelas cubanas de arte podrá enseñarse algo así como historia del arte gusano?

Creo que llegará el día en que existan escuelas en Cuba y no centros de confusión organizada como ocurre desde 1961, cuando el Fifo proclamó que la revolu había alfabetizado a casi un millón de campesinos en pocos meses —algo muy difícil de creer e imposible de verificar—, cuando lo que realmente hizo la campaña de alfabetización fue servir de tapadera para localizar y eliminar a sus opositores en las zonas rurales del país y alfabetización era un eufemismo de sometimiento y doctrina. Sobre esa mentira se construyó el mito de la calidad de la educación revolucionaria y, a su vez, el mito sirvió para legitimar la prohibición de la educación privada en la isla y la implementación del sistema nacional de educación obligatoria, que legalizó todos los experimentos de lavado de cerebro y ganadería social que la dictadura ha llevado a cabo desde entonces para alienar a la población y manipular a la opinión pública internacional con el objetivo de perpetuarse en el poder, entre los que destacan los desarrollados en las escuelas de artes.

Creo que el arte gusano será el arte cubano que contemple la historia del arte en el futuro, pues será el único arte representativo del periodo castrista y no representativo del castrismo durante su largo y rojo período, siempre que la guerra, que aún vivimos, entre el mundo libre y los totalitarismos, la gane la democracia. En caso contrario, el arte será sustituido por la artesanía ideológica de cada régimen y la historia del arte llegará a su fin.

Si yo pudiera dar una clase en el ISA —además de calzarme a todas las niñas lindas e hijas de generales que pueda—, le advertiría a mis alumnos que el arte, como lo entendemos hoy en día —vehículo de expresión individual y de experimentación filosófica y no simple artesanía o creatividad por encargo—, es un concepto y producto occidental nacido en la antigua Grecia, mellizo de la democracia y conectado a ella hasta la muerte por el vínculo invisible de la libertad de pensamiento en la que se basa nuestra cultura y que, por lo tanto, todo el arte fabricado bajo regímenes totalitarios     —empezando por el de Cuba— es, básicamente, artesanía popular y propaganda política o religiosa, no arte, a menos que la obra o el artista cuestione de algún modo al sistema.

Les explicaría que todo lo que les han enseñado en Cuba está deliberadamente contaminado para alienarlos y solo puedan avanzar en la misma dirección del régimen, como si fueran caballos con anteojeras; que el auge del arte conceptual en la isla no se debe al supuesto nivelazo de la educación cubana, sino al hecho que, de todos los lenguajes artísticos, el arte de ideas es el más barato de enseñar, ya que no precisa materiales ni herramientas especiales, tan solo locales y profesores con mucha labia, aunque carezcan de talento o integridad y —si me da tiempo antes de que la policía me saque por los pelos del aula— les aconsejaría que nunca den por cierto algo que no puedan verificar —que no crean ni en sus madres— y que, ante las dudas, es mejor que se orienten por la biología, antes que por la historia o cualquier otra teoría del arte o política, pues las únicas cosas que sabemos con certeza sobre la vida se las debemos a la ciencia.

En última instancia, la humanidad es una especie animal y sus verdaderas leyes son las biológicas. Los humanos desarrollamos el pensamiento como estrategia evolutiva, al igual que los camaleones desarrollaron el camuflaje y las mofetas las glándulas anales. Desde ese principio, el objetivo fundamental de cada individuo es perfeccionar el intelecto para fortalecer a la especie; así que, cuando no tengan muy claro qué es el arte o lo que significa ser artista, no se escondan ni la caguen; piensen —que para eso somos humanos y no camaleones ni mofetas— el modo en que la obra pueda aportar algo a la evolución del homo sapiens, antes que a nuestro bolsillo, a dios, a la patria, a la revolu o a cualquier otra causa.

Piensen y si no encuentran el modo de hacer algo por la especie, no se desanimen, ni se pasen al lado oscuro; sigan buscando, porque en eso consiste el arte.

Arte o muerte, y ya veremos.

[2017]