Éramos iguales. Mi padre, el militante, había luchado —sin saberlo, desgraciadamente— por este igualitarismo. ¡Menuda sorpresa! Ahora estábamos todos presos: mi padre, él y yo. Fumábamos Vegueros. Yo llevaba un overol amarillo, y el compañero que me atendía, igual que mi padre, un uniforme verdeolivo profusamente almidonado. Mucho después de que yo saliera de sus sótanos y continuara mi rumbo por cárceles y vivaques, él tendría que regresar a su celda, cada día. Para seguir leyendo…
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