François Wahl: Severo Sarduy / Retrato del novelista-poeta como viajero

¿Bajo qué categorías podemos situar al Severo viajero? Dicho de otra forma, ¿qué esperaba del viaje? La respuesta es triple. (1) Dentro de la categoría de lo estético, y por orden de importancia los museos (y en estos primero la pintura), la arquitectura y los paisajes. (2) Dentro de la categoría cultural, en el sentido de una extrema curiosidad unida a una gran simpatía por todo lo que evidencia la alteridad en las maneras de ser y pensar. (3) Dentro de la categoría del flirteo, en la medida en que, de un lugar a otro, flirtear o ligar no tiene ni las mismas prescripciones ni incluso las mismas posibilidades. En resumidas cuentas: los cuadros, los vivos y los cuerpos. Sin que predominen unos sobre otros.
Nacido en una isla, siempre anheló partir, aún más considerando que desde niño había vivido «tierra adentro», lejos del mar al que siempre tenía prisa por llegar, mar del que se despidió desolado un día de septiembre de 1992. Pero partir entendido como un irse para luego volver a ese lugar fijo del l’Oise con el que acabó identificándose. Mejor dicho: un lugar que decía haber entendido como nadie lo había hecho. Estas palabras bien pueden causar asombro, ya que ¿acaso no era ante todo un exiliado? Es cierto que su primer viaje, como estudiante becado, fue el que en 1960 lo llevó desde La Habana hasta España y de allí hasta París. Es igualmente cierto que si se puede hablar de raíces, tenía las suyas en Cuba. Pero si era cubano para un francés, era francés para un marroquí o un indonesio, aunque sólo fuera porque su idioma de viajero era el francés. Para él mismo, unas veces era un francés de origen cubano, fórmula conveniente para los viajes, salvo obviamente en Latinoamérica, y otras un cubano afrancesado, solución beneficiosa ya que le permitía marcar su singularidad en París: y esta no era su única contradicción. En realidad, y desde hacía mucho tiempo, ya no se planteaba la cuestión, al no tener ninguna razón para renegar de sus orígenes, ni poner en tela de juicio su instalación en el doble afrancesamiento de la vida parisina y del silencio de un pueblo en el que escribía al amparo de un tilo «que —repetía— calma los nervios». De ahí que viajar significara tomar nueva y mentalmente distancia, estar disponible para un lugar ignoto y hasta cierto punto convertirse en otro, o mejor dicho, en el otro, sin dejar de ser uno mismo. Era demasiado consciente —incluso depositario— de su personalidad, de su historia y de lo que había de ello en su obra, para estar tentado, aun por un instante, de ausentarse de sí mismo. El viaje era más bien la circunstancia en la que se despertaban todas las dimensiones de su forma de estar en el mundo, dimensiones fuertemente marcadas en su diversidad. Entre ellas, se incluía —¿por qué obviarlo, ya que no viajaba solo?— la confianza última que en cualquier circunstancia anhelaba del otro.
Sustentada en todo ello, la singularidad de su mirada se posaba de forma invariable en los mismos detalles que, al corresponderse entre ellos, se enriquecían de un lugar a otro. No era menos sensible a la recitación del Corán por unas muchachitas de una escuela de Tánger, ante la cual pasaba a diario al subir a la plaza llamada del pequeño Socco, que a la pandilla risueña de monaguillos lavando enormes palanganas de cocina detrás de la stûpa de Bodh Nath en el Nepal. Ni estaba menos emocionado ante la indigencia de una caravana luchando contra el polvo levantado por el viento camino de Persépolis, que ante la miseria de las favelas que se han multiplicado en torno a Bombay y que han acabado por sitiar el corazón de Calcuta. Ni menos dispuesto a lanzarse entre los bailarines de una boda tunecina en Nefta, que a deslizarse entre la fila que venía a recibir a un brahmán para que les colocara en su frente el punto rojo de los adoradores de Vishnu. Ni menos conmovido al oír a dos sacristanes de una iglesia cerca de Oaxaca, conversando en un idioma precolombino, que al encontrar al borde de los caminos del Himalaya los trazos del idioma tibetano —O mani padme Hum— en cortenes[1] de piedras de las que recogió varias. Ni menos convencido de que «imitaban la pintura» los mocárabes de las bóvedas estucadas de la sinagoga de Córdoba, que por el desfile de los palacios de Benarés desde una barca que subía y bajaba el río. Su mirada, ella, y su respuesta no cambiaban.
Con el tiempo, puesto que tuvo que viajar más por el mundo de habla hispana como invitado, acogido y celebrado, coincidiendo en todos los sitios con compañeros conocidos al azar durante estancias en París o correspondencias trasatlánticas, la confianza en sí mismo y la seguridad de «ser reconocido» iban cobrando más fuerza. Pero a la vez se les añadía el «miedo», antes de cada actuación que se esperaba de él, y una oscura preocupación, defensiva de su intimidad, como si los otros fueran a devorarlo. De estos rasgos contradictorios, los dos puntos álgidos fueron una velada en su honor en una discoteca gigante de Buenos Aires donde todos intentaban tocarlo, ante lo cual se sintió cada vez más intimidado, y en un teatro repleto y no menos grande de México, en un joint recital de poemas leídos por Octavio Paz y Severo Sarduy, uno al lado del otro.
Severo preparaba un viaje muy en serio, primero con la lectura, luego con aquello de lo que eventualmente podía disponer un parisino a modo de ejemplos o testigos de lo que vería in situ. Poco atento a la historia política, devoraba todo lo que caía entre sus manos relativo al pensamiento, las religiones, la mitología, las artes… Llegó a la India siendo un maestro, versado en hinduismo y budismo y en la nomenclatura de los monumentos, incluida la terminología original. Antes de ir a Indonesia, hizo un viaje a Amsterdarm y Leyden, que fue más bien decepcionante. Una vez de regreso, en la mayoría de los casos no buscaba nuevas fuentes, sino que volvía a las mismas que siempre podía leer nueva e indefinidamente. Además, su curiosidad no tenía nada de escolar, consideración bajo la que colocaba particularmente a las guías de viaje, aunque no se quedaba sin sacarles partido si alguien le ofrecía el contenido de las mismas. Sólo recordaba lo que le interesaba y dejaba de lado lo demás, por lo que cuando estaba en algún sitio su saber se manifestaba como un rasgo complementario de su originalidad.
El paso siguiente podría llamarse el unheimlich de prepararse a «estar en…», lo que ocupaba toda la ida del viaje. No se trataba en absoluto de una excitación infantil, sino de algo mucho más grave, la intuición de que uno iba a lograr ser otro, iba a conocer a otros hombres, costumbres, colores, sonidos, olores, otra tierra y otros árboles, otra luz: que uno iba a sumergirse en un lugar ignoto. Por un lado, esta emoción se debía a la relación ambigua de Severo con Francia: como cubano, juzgaba a Francia cotidiana, fría, seca, no musical y no bailable; por añadidura, era veladamente hostil al cristianismo, religión en cuyo corazón se halla el sufrimiento del sacrificio y a su vez lo «superyoico» de las prohibiciones. Bien es cierto que, en cuanto aparecía en cualquier sitio, sabía reconstituir otro ambiente, cubanizando Saint-Germain-des-Prés o la radio en la que trabajaba. Pero le agradaba la ilusión de hallarse en un país donde la muchedumbre hormiguea, donde es a la vez diversa y cálida, expansiva en sus manifestaciones, menos individualista y más múltiple, lo que, de hecho, encontró en el Magreb, en Asia y en Brasil. Al mismo tiempo, al haber encontrado en Francia un orden y una racionalidad cuya falta absoluta reprocharía en adelante a los cubanos, ya no se acercaba sin cierto temor a todo aquello que, en un ambiente multitudinario, le recordaba la locura insular. Y es llamativo que si bien como heredero del sincretismo de los cultos afrocubanos le agradaba el panteón siempre múltiple de las divinidades hinduistas y lo asombrosamente inventivo de sus celebraciones, fue el budismo (y en menor medida el islam) el que se impuso como más adecuado a su propio arte de conducir su vida y del que, a su manera, se apropió. Un excelente ejemplo de su «doble personalidad».
Nadie se asombrará de que siendo estos los prólogos, la llegada y el primer contacto fuesen un momento de exaltación: la sorpresa de haber logrado «estar ahí», el paso de lo presentido a la experiencia sensible, la inmersión en lo concreto de la alteridad, en cierta forma un bautizo. El mejor ejemplo fue su primera noche en Bombay, durante la cual no durmió, vagando al azar por las calles, encantado por una actividad que no se reabsorbía, caminando hasta las playas, al pie de las colinas farsî, regresando luego a lo que resultó ser el (o uno de los) barrio(s) —poco tranquilizador— de los burdeles, disfrutando del calor húmedo, entregado a un «bombardeo de sensaciones». Por la mañana, sabía que el extrañamiento, entendido como el descubrimiento de un universo constituido de otro modo, en otras condiciones y bajo otros preceptos, lo sería en la medida de lo que él esperaba; y que esta era una experiencia tal que al cambiarlo a él no podría borrarse.
¿Qué fue lo que, desde hacía mucho tiempo, había suscitado en Severo, más que la curiosidad, la atracción por la lejana Asia? Probablemente la presencia en Cuba de una importante colonia de chinos, llegados en el siglo xix para colocar raíles, y que poco a poco se habían especializado, decía él, en el negocio de las lavanderías. Hay que añadirle a esto el teatro chino de La Habana, que aparece en la primera parte de De donde son los cantantes, y sus «esponsales», de adolescente o preadolescente, con una novia china. Por lo demás, ¿acaso no se decía de él, o por lo menos de sus ojos vaga-mente achinados, que era «chinito»?[2] Así se fue conformando un fondo exótico, una especie de pintoresquismo, probablemente bastante superficial. Este vino a confirmarse posteriormente en París con su preferencia por los restaurantes chinos o vietnamitas, tanto los más mundanos, a los que arrastraba a Roland Barthes, como el Jardín de Ming o la Route mandarine, como los más pequeños, que también eran los más pintorescos, aunque los menos sustanciosos, como aquel del que se hizo habitual a cien metros de St-Germain-des-Prés o aquel otro de Bagneux, en el extrarradio sur en el camino de Sceaux, donde, en una vuelta de tuerca a la historia, se declaró como prometido de la hija del dueño. A mediados de los sesenta, mientras escribía De donde, se interesó de forma más sistemática por ciertos aspectos dispersos de la cultura china, por la medicina en particular. Dan fe de ello sus pequeños cuadros de anatomía corporal recorrida por las líneas de los puntos de sensibilidad o de intervención eficiente, acompañados de una especie de inscripciones. Después, leyó un gran número de traducciones de textos chinos sobre los pintores y la pintura. Cada vez que tuvo ocasión la contempló con una clara preferencia por la sugestión infinita de los paisajes y su escalonamiento en planos discontinuos, recortados en blanco de nubes, dibujados a pluma o con un pincel ligero. Esos paisajes vuelven a encontrarse en el más alargado de sus dibujos tardíos, en el que se alinea una serie esquemática de montañas cezanianas; e intentó crear su equivalente verbal en su pieza radiofónica titulada Relato, que puede considerarse como una de sus obras maestras. Sin embargo, tras haber intentado conocerlos brevemente, no se dedicó ni al confucianismo ni al taoísmo ni al chan como doctrinas (aunque sí un poco más, pero brevemente, al zen japonés bajo la influencia de Barthes). No obstante, debe recordarse el papel afectivo que desempeñó en su vida la gran estatua china de madera de Avalokitesvara del Rijksmuseum de ámsterdam, bajando una mano hacia la tierra, haciendo el mudra de tomar la tierra como testigo, lo que él traducía a su manera por «no te preocupes».
En cuanto a la India también existió una suerte de prehistoria cubana cuando frecuentó, durante su adolescencia en Camaguey, a un grupo de «krishnamurtis» cuya inspiradora le siguió escribiendo de vez en cuando hasta el final. Esta experiencia debe ubicarse en el ámbito sincrético de Cuba. A posteriori, Severo se avergonzará un poco de todo ello juzgando con ironía el carácter aproximado —tan alejado de su propio rigor— de este género de conocimiento con pretensiones sintetizadoras. Pero en ese tema también experimentaba la dificultad de la ironía. Incluso la temía, como a un peligro, por lo que en ella se había instaurado como sagrado. Del mismo modo que con el culto afrocubano de los Orishas, en el que creía y no creía, según las ocasiones, y en cuya temática basó gran parte de sus poemas.
Una vez pasada la prehistoria, llegaron las lecturas. Severo, que de vez en cuando soñaba con acoger en el jardín de la casa de campo a «un pequeño mono», había leído ya, en sus primeros años parisinos, el Si Yeou Ki, un gran clásico chino. Su redacción se remonta al siglo xvi y cuenta las tribulaciones siempre reiteradas del «mono-peregrino» Tripitaka, que supuestamente fue de China a la India buscando modos de acceder, despistado, no a la sabiduría sino a la inmortalidad. No es difícil entender lo que encantó a Severo y lo que le hacía reír: el parecido entre el Si Yeou Ki y el Quijote es llamativo. Una misma referencia a una cultura pasada, aquí la del «peregrino occidental», que desde Hiuan Tsang en el siglo xii había lanzado a sabios chinos por el camino de la «iluminación» india y más específicamente budista. Una misma parodia de una tradición literaria clásica, la de los relatos, más o menos fabulosos, de sus peregrinaciones a través de la China profunda, Mongolia y el Himalaya. Y cuando hablo de parodia se podrá medir su provocación recordando que tripitaka es nada menos que el nombre pâli de las «tres cestas», es decir de los tres grandes cánones del budismo. Más aún, ¿cómo no comparar la constante y desordenada agitación de Tripitaka con la de algunos personajes de Severo, como la Enana blanca de Cobra, el Enano de Maitreya o incluso las recurrentes Auxilio y Socorro? Los argumentos para valorar esta comparación serían que Tripitaka nace de un peñasco que había puesto un huevo; y durante su caminar entra en un monasterio-escuela donde se le vuelve a bautizar con el nombre de «consciente de la vacuidad». Al cabo de varios años de trabajo en las huertas se le invita a asistir a una lección del Patriarca sobre el Tao. «Nuestro mono estaba tan encantado con todo lo que oía que se puso a pellizcarse las orejas, restregarse las mejillas, despejándose su frente y riendo sus ojos. No podía impedir agitar sus manos, ni que sus pies trepidaran. Finalmente el Patriarca se dio cuenta de ello. “¿Para qué te sirve estar aquí —tronó— si en vez de escuchar mis discursos bailas y te agitas como un poseído?”». Se ha de confesar que Severo jamás acabó la lectura completa del Si Yeou Ki, interminable y repetitivo, pero tampoco, aun retomándola en un sinnúmero de ocasiones, llegó jamás hasta el final de su lectura del Quijote.
Su enganche con el Si Yeou Ki no se detenía ahí. El hecho es que Severo, quien, a pesar de algunos encuentros claramente conflictivos con tal o cual morador del «templo de los monos» de Benarés y con tal o cual manada agresiva en las cercanías de Pashupati Nath en el Nepal, quiso volver a ver en una de sus últimas salidas los pequeños monos del zoo de Vincennes, era —también— un pequeño Tripitaka. Tenía su malicia saltarina, sus reacciones imprevisibles, esa necesidad de intervenir siempre y de hacer brotar lo incongruente. De ahí que de viaje fuera totalmente diferente respecto al que se contenta con ver a distancia. En seguida sentía la necesidad de mezclarse, de hablar, de tocar, de hacerse una foto con aquello con lo que otros tan solo se habrían cruzado o que habrían grabado desde lejos. Desde las mujeres que, camino de Ajanta, llevaban en la cabeza enormes barreños de cobre, hasta los monjes adolescentes de Rumstech en el Sikkim, coleccionistas de imágenes de Bruce Lee. Desde la muchedumbre que vino a celebrar, con gran cantidad de carros decorados y fanfarrias, la fiesta del valle de Kulu, la Dussehra, en pleno Himalaya hasta la falta radical de sociabilidad de un sadhu.[3] O también desde los recolectores de látex de Sumatra hasta la muchedumbre de un mercado aldeano de Mysore, que acabó haciéndole a Severo una especie de recibimiento triunfal. A veces las cosas no eran tan fáciles y si bien algunos sadhus se dejaron hacer una foto con mucho gusto, otros hasta llegaron a negarse a ser observados con gafas. La inmediatez de estas relaciones fugaces no debe dar lugar a engaño: su fervor y aquello que podían tener de inesperado rompía brutalmente con el consumo turístico, atestiguando una especie de ganas de ser uno de los que descubría. Y aparentemente ellos lo percibían también así. Resultaba claro que no era él quien los «honraba» por estar a su lado, sino al contrario. Podría decirse, claro está, que también intervenía en todo ello cierto gusto por el disfraz, por exhibirse como otro. Pero no había que subestimar la autenticidad del diálogo en cuanto se comprobaba que era lingüísticamente posible. En Bentota, Sri Lanka, en una época en la que la playa estaba desierta, había descubierto en uno de los extremos a un ermitaño budista, instalado sobre un peñasco donde construía entonces su casa, e iba a conversar con él a diario, en un momento —en torno a sus cuarenta años— en el que se preocupaba por su desmesurada propensión al placer y sobre todo al placer del alcohol.
Otra lectura, esta imprevisible, pero de sentido curiosamente paralelo por su tema y comentada ampliamente por él, fue la de Recuerdos de un viaje por el Tíbet del padre Huc (incluso el nombre le encantaba), que había entresacado de un lote de libros de bolsillo ya en 1965, seis años antes de que se planteara un viaje a Oriente y durante la redacción de De donde son los cantantes. Se trata del relato de un religioso misionero salesiano que partió en 1844 de Pekín y que tardó tres años, caminando a través del norte de China y Mongolia, en llegar a Lhasa, para después regresar a Macao. Todo ello —mil páginas y «el sufrimiento de no poder ofrecer a los tibetanos el encantador espectáculo de los pomposos y conmovedores ritos del catolicismo»— para llegar a esta conclusión, que hacía echarse a reír a Severo: «La evangelización de la nación tibetana todavía está por empezar». El afecto que siempre conservó hacia este libro atestiguaba a la vez su atracción por lo que el Tíbet guardaba de misterioso, por el valor de una empresa como la del Padre Huc, semejante en su naturaleza y hasta en su heroísmo a la de los molinos de viento del Quijote, revelando también ese afecto que Severo no tenía ningún deseo de ver el Tíbet «convertirse». Puede sorprender el hecho de que se trate nuevamente de una mirada irónica, esta vez hacia el autor. Pero esto sería no entender nada del origen de la risa en Severo, que siempre es un signo de complicidad con lo incongruente de un comportamiento, lo desorientado de un personaje —todo ello ya presente en la cantante negra de Gestos—, lo sarcástico de una situación. Severo no se burla sino de aquello a lo que ama; por lo que siempre es una declaración de cariño. No debe confundirse la ironía con la reducción de la maldad intrínseca a una gestualidad mecánica, cual títeres movidos por una querencia mortífera, como la de la Regenta de Colibrí, la de los médicos de Pájaros de la playa, o la que da a Cocuyo su tonalidad final.
Por ello también sería equívoco separar en su mirada el gusto por lo cómico, la sabiduría o el cuestionamiento de la espiritualidad. El pequeño Tripitaka era a la vez sabio, festivo y profundo. Sabio, pues se asombraba, comparaba, asimilaba con una rapidez extraordinaria, sin tener la necesidad de alargarse e insistir en ello. Lo grababa y clasificaba todo en el acto con una mirada. Y lo recordaba. Lo que le hacía detenerse —como puede verse al final del último capítulo de Cobra— no era necesariamente lo más evidente, o lo más constante, sino puntos singulares y reveladores. Barthes habría hablado de «incidentes». Unos fragmentos de la realidad que la revelan mejor que una generalización categórica. Esos puntos también podían ser obras, y fue en el espacio abierto entre las esculturas de los templos y en el espectáculo de los rituales donde el hinduismo cobró forma para él, del mismo modo que fue el frecuentar larga y respetuosamente los templos budistas en Katmandú y un fragmento de un bajo relieve del Museo Dahlem de Berlín lo que dio origen al primer capítulo: «En la muerte del maestro», de Maitreya. Festivo, ya que enfocaba cada escena por lo que podía contener de gracia y anomia, convirtiéndolo en un regocijo: estaba fascinado por la personalidad radicalmente fuera de la norma de los sadhus y por su manifestación, a través de disfraces de lo más incongruentes o incluso por sus inscripciones sobre el cuerpo, a la vez pintado y cubierto de cenizas. él mismo cultivaba lo incongruente cuando se le metió en la cabeza ligar con un brahmán de Bhubaneshwar, o cuando en el aeródromo de Calcuta —que una inundación le impedía abandonar— se instaló en un templo sikh con cuyo cocinero confraternizaba. A cualquier acontecimiento se le añadía una invención verbal inagotable. Así, un chófer butanés se convirtió en «la concubina imperial» y él en «un buda de supermercado» como los de los celuloides que se vendían en Sri Lanka. Al contrario, le repugnaban las atmósferas de violencia, como la que rodeaba la fiesta de Durga en Calcuta con sus sacrificios sangrientos y su sabor a motín. Por encima de todo adoraba a los niños, herencia de su madre y de la lengua cubana en la que son casi sinónimos pequeño y bello; y los adoraba por su forma de transformar cualquier ocupación en juego. Al contacto con ellos se confirmaba uno de sus rasgos fundamentales: él mismo —también— había seguido siendo un niño. Profundo, sabía pasar como si se hubiera hecho transparente por delante de dos religiosos meditando en una gruta de Vijeyanagar, para quienes manifiestamente no existía nadie más en ese lugar. También lo detuvo, preso de un sentimiento de desolación en el que se mezclaban piedad y respeto, una escena matutina en Kajuraho, donde una pareja de viejos campesinos araban su campo arrastrando ellos mismos una triste tabla con un gancho a modo de reja, mientras, en el pórtico de un templo, un brahmán leía un texto sagrado salmodiándolo. Más que otra cosa, le emocionó la entrada repentina de seis monjes budistas en uno de los templos rupestres de Ajanta y la manera en la que, sin vacilaciones, como si fuera un acto natural, se pusieron a salmodiar dando vueltas en torno a lo que había sido un altar abandonado desde hacía miles de años; testigos de una perennidad que mira desde lo alto de la historia y que nada puede estremecer.
Una constatación, quizá reveladora de la diferencia entre las dos culturas hinduista y budista. Sobre la India, y más allá de las historias del arte, sólo había encontrado textos importantes que leer, incluso más tarde, en torno a los años setenta: fueron sobre todo fragmentos de los Veda y tratados actuales para occidentales, entre los cuales estaba, en primer lugar, La enseñanza del Buda, del venerable cingalés Walpola Rahula. Un libro que no dejó de volver a leer y que es, de hecho, ejemplar, porque pone de manifiesto lo esencial y deja a un lado los múltiples formalismos y tradiciones advenedizas. Ese libro es, sin lugar a duda, el que llevó más tarde a Severo, después del primer viaje de 1971, a declararse «budista». Y es extraño constatar que, sin que se diera cuenta de ello, fue testigo del «Pequeño Carro», el de los religiosos vestidos de amarillo de Sri Lanka, y no del que Severo iba a conocer después, aquel al que haría referencia, sobre el que adquirió una especie de erudición y del que reunió algunos objetos como testigos: el de los monjes de hábito rojo del Mahayana tibetano.[4]
De todo ello derivó que su mirada al hinduismo, el de los templos de Shiva y de Vishnu, fuera finalmente la de un turista, a la vez respetuoso y a menudo intrigado ante una mitología rica que le interesaba sin ponerla en tela de juicio, como generadora de ficciones, mientras que su mirada al budismo fue, desde el inicio, la de un acercamiento a lo más íntimo, que requiere de la gravedad. La que ya experimentó desde su primera entrada matutina en el templo de Swayanbunath, a las puertas de Katmandú, con el clamor atronador de las largas trompas tocando el despertar de los dioses en el amanecer. Y desde que se puso en cuclillas ahí, cerca de la puerta, sin que ni los monjes adultos, que estaban en cuclillas en fila a la derecha, ni los monjes jóvenes, en cuclillas en fila a la izquierda, le prestaran atención, presos en la recitación ritmada por la campanilla del monje conductor de la ceremonia con un vajra[5] en la mano, y solo entrecortada por la distribución del té con mantequilla rancia. A la salida, algo también le pareció que debía observarse con respeto: un europeo giraba en torno al gigantesco molino de oraciones, tocando con sus dedos cada uno de los pequeños molinos cilíndricos que rodeaban el tubo principal a la altura de un hombre. Transcurridas varias visitas, hubo en la asamblea algo así como un estremecimiento, un saludo mudo, el reconocimiento de la atención respetuosa con la que cada mañana se volvía a encontrar a Severo allí.
Se dirá que la historia, y sobre todo la historia sociopolítica en su actualidad, estaba ausente de estas lecturas y de esta mirada. Y era cierto, aunque algunos se escandalicen. Del mismo modo que Severo no tenía «cabeza» política, esto no le impedía tomar partido sin ambigüedad alguna —digámoslo: era de izquierda e incluso de extrema izquierda— cuando se trataba de Cuba o Francia. Y por supuesto Severo era todo menos indiferente a una miseria como la que reinaba en Calcuta. Pero entonces, ¿por qué permanecía en la superficie de estos problemas ya fuera en Tánger o en Yogjakarta? Por un lado, porque desde un punto de vista factual, se debe elegir en el tiempo acotado de un viaje. Y en definitiva la disyuntiva implica que un militante sería, por sí mismo, a su manera, tan ciego como Severo, aunque no se tratara de la misma ceguera. Por otro lado, porque la comodidad del turista va acompañada de la permanencia del estado de las cosas tal y como busca descubrirlas, buscando o suponiendo su perennidad. De ahí surgió una ambigüedad. Conocía bien la brutalidad del reinado de Hassan II y la miseria de los desempleados del campo marroquí, pero no ignoraba el espacio polimorfo de desafío libertario al que semejantes regímenes dan origen, que es como su reverso y con el que tenía afinidades. Lo que ya no era tan cierto para una dictadura como la de Suharto en Indonesia, de tal forma que allí se sintió mucho menos realizado. En la India, dada una estructura particular como la de castas, la actualidad siempre podía parecer efímera; si el presente planteaba algún problema, este parecía ser engullido en las profundidades del pasado, e incluso el marxismo de Kerala o los grandes paneles electorales de las riberas del Ganges en Benarés parecían seguir siendo un efecto de superficie. La ceguera del viajero probablemente. Es necesario añadir que su trato con los niños, en todos los lugares donde era posible (o incluso imposible), le ponía mucho más directamente en contacto con sus verdaderas condiciones de vida, haciéndole comprender, con su habitual rapidez, la verdad nada espectacular de lo cotidiano, lo cual le resultaba poco extraño, pues su propia niñez no había sido mucho más fácil. Fue así como, en 1971, había adorado las filas de jóvenes monjes en cuclillas del templo al amanecer, entre los cuales algunos, semi dormidos aún, manchaban su cojín; pero se reservó mucho más su opinión al respecto cuando, en 1978, se enteró de que a la mayoría de ellos se les había colocado ahí, donde tendrían que pasar toda su vida, porque pertenecían a una familia que no tenía con qué mantenerlos. En resumidas cuentas, sin que le fuera algo indiferente, no tematizó el carácter social del tema.
Después de todo ello, es evidente que su mirada a la vez que seguía siendo fundamentalmente la misma, pero fue cambiando en sus acentos, viaje tras viaje. En 1971, la India ofrecía esa suerte de semi novedad que caracteriza el encuentro entre un lugar y un intelectual; más bien una confirmación, un reencuentro con los libros que uno ha leído, los testigos que uno ha conocido, las películas que uno ha visto. Lo importante, lo excitante, era ver convertirse toda esa experiencia ya adquirida en realidad, a través de sensaciones y diálogos; era constatar que la realidad estaba a la altura de las expectativas. Sin olvidar que, tratándose de la India, incluso lo imprevisible estaba previsto. Y ocurrieron cosas imprevistas, constituyendo éstas gran parte de los apuntes del Diario, de Cobra. Algunas de ellas sorpresas absolutas, como un entierro en un pueblo de Mysore, con el muerto sentado en una silla rodeado por la muchedumbre apretada, a la que al principio Severo interpretó como festiva, con tubas y músicos. Como Benarés al amanecer, cuya belleza se reflejaba en el río y cuyas prácticas rituales multitudinarias sobrepasaban todo lo que podía esperarse. Como Sarnath, con su parque silencioso, en torno a uno de los más bellos bajorrelieves budistas (cuya imagen siempre permaneció en la cartera de Severo), recorrido por gacelas en recuerdo de las que habían acudido allí a escuchar el primer discurso de Buda, materialización de un enseñanza con la paz como lema. Como el Taj Mahal también, que ha de mencionarse —a pesar de que lo kitsch se haya apoderado de su representación— por ser la evidencia de lo que es el esplendor, es decir, la unión de las formas puras, desnudas y de la luz sobre el mármol blanco. La exaltación que ese espectáculo le generó no debe separarse de su entusiasmo ante el amontonamiento de estilos heteróclitos del templo Jaïn de Calcuta, pero esta vez tratados a través del kitsch más puro. Como el azul turquesa del lago de Badami, que servía de lavadero a un grupo de intocables. Por último, Severo no tenía ningún conocimiento previo del Nepal, por lo que allí todo fue sorpresa, desde el tipo nepalés hasta los templos de madera con techos superpuestos, desde los primeros arrozales en terraza, y —como dije antes— hasta el primer y memorable encuentro con los monasterios budistas.
En 1973, en Indonesia, lo que llamó la atención de Severo fue triple. Primero, los mismos indonesios: su pequeñez risueña (pero su malevolencia para con los emigrantes chinos, de cuya estatura, corpulencia y trenzas femeninas se burlaban), su multitud activa, el trabajo exclusivo de las mujeres y los niños en los campos, la música tradicional (el Gamelang), los títeres de sombras chinas, la danza femenina cuyos motivos estaban sacados del Ramayana, lo cual resulta paradójico en un pueblo que se convirtió al islam de forma tardía. En segundo lugar, los monumentos, pero los monumentos en su sentido intrínseco, testigos de cultos extinguidos, lo que devuelve al turista a su condición de viajero y que no tiene nada en común con la práctica incesante que da vida a los templos hindúes. Esto no impedía que Prembanan fuese uno de los templos hinduistas más bellos y en su estilo más propiamente javanés: subido en un zócalo, recorrido por bandas de relieves y extraordinariamente alto (Severo volvió a él en varias ocasiones). Ni que Borobudur, asentado en una colina convertida en templo a cielo abierto, compacto, fuese no sólo un ejemplo único de la cosmología budista sino el testigo estilístico de otro budismo, con budas más suaves, más femeninos que enseñantes, que también se encuentran en Camboya. Y finalmente, y quizás sobre todo, la vegetación tropical, el verdor y el agua, omnipresentes, los árboles apretados por todas partes, una vez que se dejaba la desnudez robada de los campos, los bambúes y las palmas que ahogan los monumentos, todo ello producía un contraste entre la superabundancia de lo vivo y los vestigios de lo desaparecido. Vestigios con los que Severo volvería a encontrarse diez años más tarde en el Yucatán y que le exaltaron aún más en Palenque.
En este viaje la sorpresa absoluta fue Bali, pues pertenece más bien al área cultural del Pacífico. Le fue imposible, a un apasionado del color como lo era Severo, separar su mirada de las filas de mujeres que llevaban en su cabeza montañas de flores gigantes destinadas a los altares; así como de los reflejos en el agua, bajo el sol, del verde pálido de los brotes de los arrozales escalonados por las faldas de las colinas. Aceptó, sorprendentemente sin buscar sus raíces, el culto local cuyo personaje central es el volcán Gunung Agugun, considerando a este agente amenazador como un protector, viendo, mientras, en el mar el peligro y el destino de los muertos. Le emocionó particularmente el pequeño templo del mar y de los muertos construido en un islote de la costa, con una disposición que hubiera podido calificarse de japonesa. El recuerdo que ante todo conservó fue el del Ketchak, baile cantado por la noche en el bosque que reúne a un centenar de adolescentes medio desnudos formando un círculo en torno a la hoguera, unas veces en cuclillas y otras tendidos con la cabeza de cada uno entre las piernas del de al lado, e imitando los ruidos emitidos por animales nocturnos, con predominio del de los sapos. De pie, Rama sale en búsqueda de su esposa Sita, que ha sido raptada, y encuentra durante su vagabundear a una bruja tan venenosa como bella, la cual le vaticina toda suerte de desgracias. Todo esto no impidió un hecho llamativo: su estancia indonesia no dejó huella en la obra de Severo.
El viaje de 1976 a Sri Lanka fue un poco del mismo jaez, orientado por el recorrido monumental, que le impactó menos, por tratarse de vestigios de los sitios reales, con su refinamiento y su lujo. Dejando también a un lado, eso sí, algunos budas gigantes, erguidos o tumbados, cuya magnífica imagen retomó en Maitreya, sin conservar su solemnidad. Pero allí el budismo estaba vivo y, mientras Severo había buscado en la India la compañía de los niños, lo que le retuvo en Ceilán fue la de los monjes, con los que se hizo fotografiar en numerosas ocasiones. Dichos encuentros fueron esta vez ambiguos, en la medida en que contenían un punto de flirteo, aunque sublimado, asociando así dos deseos entre los que no existía contradicción alguna para Severo: decía «bello como un caballo» con el mismo tono que «sereno como el Buda de Sarnath». Los capítulos de Maitreya que tienen como marco Colombo son bastante sarcásticos con el culto ceilanés de las reliquias: la exhibición en el templo de Candi de un diente del Buda, que se habría encontrado tras la cremación de su cuerpo, y la leyenda según la cual el árbol de la Bodhi de Anuradapuhra habría brotado del trasplante de la rama de aquel bajo el que Çakiamuni había conocido la iluminación. Pero la gravedad y actitud discreta de Severo ante ese árbol significaban otra cosa: asumía íntimamente su significado. Finalmente ha de señalarse que los cingaleses le parecieron menos abiertos, más opacos que los indonesios y que le conmovió mucho la condición de las mujeres tamules, a las que estaba prescrita la dura recogida del té en las accidentadas pendientes.
El segundo viaje a la India, el de 1978, contaba con un programa diferente desde el inicio: se trataba de acercarse a la cultura budista tibetana de la forma más próxima posible, lo que implicaba que el marco del viaje era el Himalaya Oriental y Occidental. Sería exagerado decir que fue un viaje difícil. Ciertamente, Severo no era ningún deportista, pero el viaje tampoco tuvo nada que ver con un circuito turístico, con las inundaciones del principio, la subida hacia Kulu por una carretera en obras en la que las ruedas del autobús se precipitaron varias veces al vacío, y la llegada al valle de Lahul, una especie de dedo hundido en la meseta tibetana, durante las tres únicas semanas anuales en las que el paso está abierto. Ese era el tipo de viaje que le hubiera repugnado a Severo, de no haber sido por el deseo que le impulsaba a acceder, tanto como le fuera posible, al Tíbet. El Himalaya Oriental empieza, por encima de la llanura del Bengale, con una vertical sin contrafuertes que le precedan, y esta primera subida, en medio de bosques colgados en picado, era la señal de un mundo abrupto en el que nada se regala, en el que todo debe con sus prados cortados por enormes matas de cosmos, parecía un refugio en el que la vida podía volver a empezar. La paradoja era que algunos de los monasterios butaneses, enormes fortalezas de líneas cuadradas y de gran altura respecto a la gente que deben alojar, formaban una ciudad por sí solos, pero, replegados en sí mismos, no favorecían el contacto. No estaban cerrados y Severo pasó allí la mayor parte del tiempo, aunque, como observador del que nadie se preocupaba, jamás recibió una invitación para asistir a las ceremonias. En cuanto a introducirse entre esa muchedumbre en la que el rojo era el único color, lo cual significaba a veces subir una escalera que parecía más bien una escalera de mano puesta en vertical, le pareció tan incongruente que ni lo intentó. Se encontraba ahí, en un mundo perfectamente regulado, aparentemente feliz como lo son a primera vista los religiosos budistas, que no parecen nunca desprenderse de su buen humor, pero a fin de cuentas un mundo constreñido en torno al desarrollo de sus normas. El chófer que se le había asignado le explicó que un niño entregado al monasterio sólo podía abandonarlo pagando una suma de dinero muy alta, de la que evidentemente no disponía, o con un centenar de golpes en la espalda. El chófer sólo tenía una preocupación respecto a sí mismo: la desigualdad del sexo butanés con respecto al europeo y al norteamericano, y suplicó a Severo que le mandara desde París una crema que, según creía, haría aumentar su virilidad. Este contrapunto evidenciaba una sociedad en estado de transición, cuidadosamente frenada. A la inversa, el monasterio de Punakha, en el fondo de un largo valle, en un saledizo sobre un torrente y término sin salida de una de las tres únicas carreteras del Bután —al borde de un sendero, puede leerse bajo una flecha el nombre de una población con esta precisión: 600 km—, le permitió a Severo asistir a una escena que para un occidental tiene el valor de un mito ancestral. A su llegada, los monjes disparaban flechas, con arcos enormes, delante de la puerta del monasterio, dando cada vez un grito ronco y sonoro. En el Sikkim, en Rumtech, pudo penetrar más en la vida monástica: dos jóvenes monjes le invitaron a visitar su celda común. Después de que le hubieran enseñado su radio con pilas, más o menos clandestina, que les permitía seguir los acontecimientos deportivos, Severo solicitó un encuentro con el rimpoché que gobernaba el monasterio. Este le acogió en cuclillas, en una alfombra y rodeado por una decena de pequeños perros pekineses. Severo se informó (en inglés) sobre lo que tenía que hacer para seguir la ley budista y la respuesta fue: «no cazar, como lo hace el embajador de Francia y, en cuanto a ti, raparte la cabeza». Siguió un debate muy próximo sobre las enseñanzas conjuntas del budismo y del psicoanálisis, todo ello nuevamente en un ambiente relajado, en el que incluso estaba presente el sentido del humor, y sin que ni el uno ni el otro se tomaran la escena más en serio de lo que convenía. La cumbre —en todos los sentidos de la palabra— del viaje a Bután fue la de Paro, en el segundo valle, y la ascensión al nido del Tigre, un pequeño templo construido en el rellano de un enorme acantilado rocoso y que visto desde abajo parece colgado en pleno cielo. La leyenda cuenta que Sadmasambava debe lanzarse desde allí para, salvando de un solo brinco el Himalaya, emprender la conversión del Tíbet. Si el inicio del camino por el valle se hizo a lomos de burro, luego Severo tuvo que subir la montaña hasta la altura del templo por la vertiente opuesta de un torrente, bajar hasta el torrente y volver a lo largo de la pared donde el sendero desemboca de la forma más inesperada en el templo. Severo, que jamás había sido capaz de adentrarse en la montaña sin sentir el freno de los latidos precipitados de su propio corazón, se desvaneció al llegar. Pero llegó. Y, cuando se recuperó más o menos, logró incluso conversar con el viejo monje que, solo, guardaba y mantenía vivo el lugar, con su molino de oraciones, su altar y las pinturas en sus paredes. La bajada, que como ya hemos visto no está exenta de una subida, fue lenta y penosa, pero Severo logró terminarla por sí mismo. Había logrado acceder a uno de los lugares históricos y míticos, a la vez, donde se anudan la leyenda y el espíritu del budismo tibetano.
El valle del Lahul, esta vez en el Himalaya Occidental, le ofreció una experiencia sumamente diferente, ya no al pie de los picos y de los glaciares, sino a su propia altura. Lo que se veía allí era la mezcla de un budismo patán y de un antiguo paganismo montañés. Los monasterios, mixtos, en los que no se distinguía a las mujeres de los hombres, rapadas ellas también, eran como casas de pueblo algo más grandes, señaladas por las banderas de oración. Los templos, reducidos a un solo cuarto, tenían un pórtico de madera, y mezclaban representaciones budistas baratas o torpes con oscuras figuras de cultos mágicos. Era como la última ola del océano budista en una playa en la que sólo su espuma había dejado huella. Severo fue particularmente sensible a la indigencia de los trabajadores nepaleses que habían llegado allí para el mantenimiento de la carretera (estratégica) y de los principales caminos; por la noche, desde su campamento, entonaban cantos cerca de la tienda de Severo y este fue a escucharlos, aunque no lograra hablarles.
De China, a la que las circunstancias históricas le prohibían el viaje, Severo sólo obtuvo un acercamiento puntual a través de los barrios chinos de Medan (en Java) y de Singapur (del distrito 13 de París, tomado por los chinos, no esperaba más que un bazar pintoresco, pero no se resistía al placer de asistir a los festejos que celebraban la entrada del Año Nuevo). Durante los primeros años de la década de los sesenta, había visto una representación de la ópera de Pekín. Vio otra ópera en Singapur, al aire libre, en el patio de un barrio de viviendas sociales, gimnásticamente mucho menos espectacular pero dramática y musicalmente idéntica, conmovedora por su voluntad de preservación en el exilio. Lo que más le impactó fue la visita detenida a los templos chinos, con su despliegue no en altura sino en extensión, sus edificios de uno o dos pisos como mucho, sucediéndose al fondo de patios consecutivos, al estilo del último imperio, y la disposición de sus altares de varillas destinados a una especie de sorteo del porvenir. Lo que extrajo de todo ello, a su modo, fue una topografía que le sirvió para describir los pasillos, cabinas, salas grandes y piscinas de baños de vapor parisinos y para (especialmente en Colibrí) las escenas de huida.
Pensándolo bien, existieron dos Indias para Severo, primero simultáneas y luego distintas. La primera correspondía a la del pequeño Tripitaka viajero, deslumbrado por la multiplicidad desbordante de las imágenes y las escenas, la opulencia de los colores y lo descabellado de las costumbres, el aura de ciertos lugares en ciertos momentos —cual desfile de un pequeño grupo de peregrinos cuyas siluetas se recortaban en las salpicaduras del mar, mas allá del templo desierto de Mahabalipuram— y la leonera de las ciudades, que mezclan en un ruido infernal la miseria desnuda que vive en las mismas aceras y una riqueza muy oxfordiana. En resumen, la síntesis de un orden inmutable y de un insalvable desorden. La segunda India era la del peregrino, instantáneamente permeable al ambiente de lo sagrado de un modo que ya no existe en Occidente, donde en el mejor de los casos ya no es sino hipotético-deductivo; de lo sagrado, comprendido y vivido, con la evidencia de lo presencial: en los gaths[6] del Ganges en Benarés como en el parque de gacelas de Sarnath o el árbol de la Bodhi en Anuradhapura. También en ese terreno, pero de una manera totalmente diferente, Severo se mezclaba enseguida y compartía. Pero para él de lo que se trataba era de lo sagrado sin religión. De ahí su atracción por un budismo sin adhesión a los ritos, ni siquiera a la letra: se inventó un budismo para uso propio, que le servía para fijar en su conducta una mirada crítica (la cual, dicho sea de paso, no tenía muchos efectos) y para escapar del miedo, del miedo tanto de vivir como de morir. Este movimiento se esbozó sólo durante su primer viaje y se desarrolló a su regreso, después, a través de reflexiones y lecturas, entre las cuales se encontraba, en primer lugar, El libro tibetano de los muertos, del que hizo suyos todos los ritos con antelación, incluso la presencia del asistente que guía al moribundo en su camino, hablándole al oído. Sería incluso falso afirmar que siete años más tarde, durante su segundo viaje, se mostrara más cercano al budismo institucionalizado durante los encuentros que hacía. Jamás volvió a lograr la concentración cotidiana durante su asistencia a las ceremonias del amanecer en Swayambunath; y más bien proyectaba una mirada divertida, cómplice, pero cada vez más lúcida y en absoluto ingenua sobre lo que era la sociedad budista.
Ha de señalarse que los hechos lo habían conducido a no conocer sino el budismo tibetano. Del budismo, lo único que queda en Indonesia, como un testimonio sobrecogedor pero sólo como tal, es Borobudur. En Sri Lanka había tenido la sensación de no conocer sino un budismo decadente, desactivado —salvo su interlocutor en Bentota que incluso le convocó para la ceremonia de consagración de su casita ya terminada—. Un budismo cuyos religiosos se parecían a nuestros curas de pueblo, pero cambiando el paraguas por la sombrilla. De ahí una singular mezcla: sus imágenes del budismo estaban tomadas todas del Mahayana, del marco himalayense, a veces con sus bosques verticales y otras con la roca desnuda, de la multiplicidad de sus Bodisatvas, de la multitud de sus divinidades montañesas, de la resonancia literalmente increíble de sus voces graves y de su suspense incongruente durante la distribución de los tazones de arroz. Mientras que él había hecho suyo un budismo desnudo, una mirada sobre la vida. Era una, entre tantas, de sus contradicciones, de la que se puede colegir la resolución que asumió en la que fue su última salida: quiso regresar al Museo Guimet a ver algunos tankas.[7]
Para acotar mejor el impacto del Oriente en su personalidad, es necesario matizar primero. Si Cobra era el manifiesto de una suerte de tránsito hacia Oriente, Maitreya tenía como programa un regreso de Oriente a Occidente, ciertamente dando todo tipo de rodeos (por Sri Lanka, la Florida, los Emiratos árabes, y finalmente Argelia); Colibrí tiene como marco México, Cocuyo a Cuba y Pájaros de la playa implícitamente a las Islas Canarias. Los últimos libros de Severo constituyen pues claramente un «regreso» a América. En realidad, todas sus novelas extraen algo, desordenadamente, de la diversidad de los lugares que Severo había recorrido, de las imágenes que volvían a él en cada momento crucial del relato: la muerte del propio Cobra tiene como marco ámsterdam. De ahí que la idea de una elección de referencias homogéneas es lo más opuesto posible a la poética de lo múltiple propia de Severo.
Pero la India, precisamente, es en cierto modo la epifanía de lo múltiple que desborda cualquier cantidad ponderable: no solo por su inmensidad y su variedad geográfica, no solo por sus muchedumbres, sino además por la diversidad de los estratos sociales y la coexistencia de sus religiones, y también por la yuxtaposición de lo arcaico y de lo moderno, más perceptible en 1978 que en 1971. Dando la impresión, falsa o verdadera, de que allí ninguna normalidad se impone como la que asfixiaba a Severo en Occidente.
Y luego estaba la omnipresencia de lo sagrado, cuyo sentimiento no era para él menos importante que el hedonismo, el gusto por lo incongruente, por lo disidente y lo burlesco que a menudo tan solo se ha observado en él. Tanto le encantaba lo pintoresco de un hamam de Tánger, al que fue llevado por una especie de proxeneta español, como le conmovía encontrar en la Mezquita de Córdoba un grupo de musulmanes leyendo en cuclillas el Corán, volviendo a apropiarse así del lugar; tanto le movía a la risa lo burlesco de una representación teatral en el campo de Mysore, como era sensible al hecho de que para los espectadores se trataba de real gods. Y no puede olvidarse la ofrenda al Ganges del manuscrito de Cobra.
Ahora bien, de lo sagrado, el budismo le ofrecía la versión que le convenía perfectamente. La que mezclaba, al menos en el Mahayana, una proliferación de personajes más o menos sobrenaturales y de leyendas, asociada a una proliferación de iconos, de banderas de oración y de chörtens, con la afirmación de que todo aquello no era sino pintura en un velo, que la única verdad que debía decirse era el vacío, y que en el reverso de las sonoridades más roncas que se puedan oír, la de las gargantas y de las trompas tibetanas, se hallaba únicamente el silencio. Nadie era más capaz del silencio que Severo. Y lo que debe entenderse es que la India —y con ella todo Oriente— fue para él, de forma muy consciente, muy filosófica, la conjunción de lo múltiple y del cero.
Era su forma de resolver, para su uso personal, el problema, hoy de actualidad, de lo singular y lo universal. Lo que él consideraba como gratificante, e incluso festivo, en la forma de estar en el mundo era que lo singular fuese hasta el fondo de la singularidad, lo cual le conducía igualmente a explotar su propia singularidad. Los recursos de lo múltiple son infinitos y la sorpresa que genera esa infinidad —aún más cuando es incongruente— era para él lo que daba el sabor a su vida. Pero para él lo universal de la vida es que proyecta sus imágenes sobre un velo detrás del cual está la nada. La vida se deshace tal como se ha hecho; esto no era un descubrimiento, lo sabía desde siempre, y lo sabía tan bien que de joven decía de sí mismo que le era indiferente lo que les pudiera ocurrir a sus obras tras su muerte: todo lo que quería de ellas era el reconocimiento presente. Sobre este asunto cambió, claro está, no por amor propio sino por las huellas, escritas o pintadas, que dejaría en la tierra. No obstante, sin ilusiones sobre su finalidad. Pero ello no impide que lo que tiene la vida de esencialmente transitorio fuera la superficie de una verdad más radical, o se convirtiera en ella: la nada es lo único que permanece, la sustancia sin sustancia sobre la que los gestos dibujan su apariencia. De ahí que lo que recordara del pensamiento budista fuese el sunyavada, que puede traducirse por cerología: a la vez aprensión de la nada que trasciende la afirmación y la negación, y progreso metódico del yo en la desunión. De ahí que se preparara para la muerte con un paciente, implacable y austero aprendizaje de la nada.
[1] Piedras amontonadas que llevan inscripciones budistas, unas como stupas salvajes, y que salpican los senderos de la montaña.
[2] Cuando en 2007, su sobrina Maitreya dio a luz a un niño, su abuela, o sea la hermana de Severo, llamó inmediatamente al niño «chinito».
[3] Religiosos errantes cuya única posesión es un solo palo, que les sirve de bastón, y un vaso de metal con el cual mendigan el arroz con el que se alimentan. Por otro lado, personajes radicalmente asociales, incluso en su atavío, y que así han encontrado paradójicamente un sitio.
[4] Cualquiera que conozca algunos elementos de la historia del budismo sabe que hubo en el monaquismo tibetano dos escuelas mayores, llamadas en Occidente la de los «gorros rojos» y la de los «gorros amarillos»: Kagyupa (siglo xi) y Gelugpa (siglo xv). El hecho es que Severo jamás tuvo la ocasión de diferenciarlas, al no cambiar el hábito.
[5] «Rayo diamante» o «señor de las piedras», objeto de metal precioso, estrechado en su centro, que ofrece un agarre para la mano, alargado en cada extremidad con arcos simétricos, símbolo de la indestructible verdad.
[6] Muelles en escalera.
[7] Cuadros, generalmente sobre lienzo, que sirven de soporte a la meditación. A menudo, una divinidad —o más bien una persona predicada de funciones trascendentales— ocupa el centro, en torno al cual irradian una multitud de dioses y diosas, y de escenas vinculadas con ellos. En un monasterio del Bután, Severo descubrió un tanka nuevo abstracto, únicamente hecho con líneas rectas y círculos, del que se hubiera podido decir que fue pintado por un discípulo sosegado de Delaunay.
Publicación fuente ‘Centro Virtual Cervantes’
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