Desde comienzos del siglo XIX, posiblemente a partir de las Confesiones de un inglés comedor de opio de Thomas De Quincey, la literatura moderna ha sido un laboratorio privilegiado para el registro de la experimentación sensorial, una zona de reflexión intensa sobre la peculiar y elusiva ontología del objeto pequeña d(roga). Objeto al que se le asigna atributos divinos, cuya trayectoria se desplaza entre tiempos sagrados y seculares, cruza fronteras coloniales e imperiales, subvierte los límites entre cuerpo maleable y tecnología, entre naturaleza y artificio, materia y psiquis, para llegar a convertirse -no tan sólo en el estímulo de memorables y a veces letales viajes a los límites de la subjetividad y la conciencia-, sino también en el estimulante de formidables acumulaciones de capital en la vasta industria farmacológica que impacta la subjetivación y el gobierno de la vida en el mundo contemporáneo. Para seguir leyendo…
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