William Navarrete & Enrique José Varona: Una entrevista a Roberto García-York

Al artista cubano Roberto García-York (La Habana, 1929 – París, 2005), lo entrevistamos en su casa, en el 153 de la calle Saint-Martin, a escasos metros del Beaubourg y de la estrechísima calle de Venecia – muy relacionados con los acontecimientos significativos de su vida – en 1999. Por esta época, en que comienzan a celebrarse los carnavales y a llegarnos imágenes de los más pintorescos o célebres del mundo – Río, Niza, Colonia, sobre todo Venecia – es inevitable recordar a quien como él consagró los últimos años de su creación a embellecer las callejuelas y puentes de la Ciudad del Dux con las originalísimos trajes que para esa ocasión diseñaba. En su casa, Roberto tenía siempre puesto a todo volumen Ameno, el primer álbum del proyecto musical ERA, fundado por el francés Eric Levi, cuya letra estaba concebida en un idioma completamente inventado. Nos recibía siempre en el ambiente personalísimo de su salón, con paredes y muebles cubiertos de tejidos contrastantes, lamentando el terrible incendio que en 1993 convirtió en cenizas buena parte de sus creaciones en ese mismo lugar. A siete años de su desaparición esta entrevista, hasta ahora inédita, nos brinda la posibilidad de recordarlo y también de presentar una ínfima parte de su vida y obra entre quienes no tuvieron la suerte de conocerlo.
Has incursionado en la pintura, en el cine, el diseño de moda. ¿Cómo empiezas a interesarte en estas cosas? ¿La pintura primero que la moda o al revés?
Mi madre era socia del Lyceum Lawn Tennis Club de La Habana. En una ocasión en que la acompañé vi que en la sala de exposiciones había diseños de moda realizados por Tony Espolden, un cubano diseñador de aquella época. Entonces dije: «Yo puedo hacer eso». Mi madre al oírme me preguntó: «¿Estás seguro?». Y al ver que afirmé pidió un espacio en esa misma institución. Eso fue en 1945 con dieciséis años de edad. La exposición tuvo tremendo éxito.
En Cuba, en ese tiempo, había dos celebridades de la moda: Ismael Bernabeu, un catalán que trabajaba en la Isla y Erik, un modisto cubano que vivía en el Hotel Nacional. Cuando ambos vieron mis diseños me propusieron que trabajara para ellos. Así que empezaron a comprarme los diseños que, por supuesto, salían bajo sus nombres, pero a mí qué me importaba si yo estaba felicísimo de ganar dinero. Tanto era así que al año siguiente ya tenía ahorrado 1 500 dólares con los que di mi primer viaje a Nueva York, un viaje que repetí después cada año, quedándome cada vez más tiempo hasta que ya al final, entre 1954 y 1958 estuve viviendo allí tres años y medio. En La Habana, expuse mis diseños durante dos años consecutivos.
Ahora bien, con respecto a la pintura fue allí mismo, en el Lyceum, después de las exposiciones de moda, que me dije que también quería hacer una exposición de pinturas mías. Fui a una tienda que había en Galiano llamada El Arte y pregunté qué necesitaba para empezar a pintar. Me dijeron que pincel, óleo, tela, etc… y yo, daltónico y autodidacta, compré todo aquello, empecé a pintar e hice mi anhelada exposición de pintura en la que vendí la mitad de los cuadros. Mi primer descubrimiento en pintura fue Goya. En casa, mi padre tenía varios grabados de sus pinturas negras. Inmediatamente descubrí al Bosco. Yo nunca aprendí a pintar, sino que me lancé a hacerlo con los materiales en la mano. No me considero un pintor genial ni maravilloso. Lo que sé hacer lo aprendí haciéndolo. Mi escuela fue el trabajo diario y mirando muchas exposiciones. Óleo, gouache y polvos de pigmentos de colores constituyen la base de mi pintura.
¿Cuáles eran tus preferencias en el ámbito de la pintura cubana?
Acosta León. Me fascinaba, tanto su trabajo como el personaje en sí. Era alguien muy curioso y llegamos a hacer muy buenos amigos. Él tenía muy pocos amigos y no era nada querido ni nada elogiado. Solía venir a mi casa, sita en la calle 2 n. 305, entre Tercera y Quinta Avenida, en Miramar, en donde muchas veces se quedaba. Después de que él se suicidó arrojándose al mar fue que en Cuba empezaron a decir lo maravilloso que era. Empezando por aquella cosa que habían inventado, la Asociación de Pintores Cubanos o de no sé qué… Ninguna de esa gente quería para nada a Acosta León, más bien lo discriminaban: por mulato, por no ser nada mundano, ni bonito. Para mí él representaba el verdadero artista, o sea, como decimos, un poco loquito. Hacía cosas como pararse delante del espejo y ponerse a gritar: «¡Qué feo soy, qué feo soy!». Y cosas así. Tuve además muy buenas relaciones con Servando Cabrera Moreno, con Raúl Martínez, e incluso con Mariano.
¿Qué recuerdos te quedan después de treinta y cinco años de ausencia de todo lo que viviste en Cuba?
Recuerdos de todo tipo. La primaria la hice en una escuela en Carlos III. Los tres años internos en el colegio de La Salle cuya residencia de internos no estaba en El Vedado, sino en Marianao. La vida musical. Lo mismo Renata Tebaldi y Mario del Mónaco en el Auditorium de La Habana, que Sara Vaughan en el Sans Souci. Edith Piaf en el cabaret Montmartre y la transexual Christiana Jorgersen en el Tropicana. También los cafés al aire libre, las orquestas de mujeres. Indiscutiblemente el cine. Qué sé yo, infinidad de cosas comenzando por los frijoles negros y las papas rellenas, mis platos preferidos y el odio irreprimible a las espinacas, a los que hablan gritando, a quienes no huelen bien, a los extremistas y fanáticos. Mis recuerdos, como siempre digo, viajan en un vagón de primera clase.
También México ha marcado un hito en tu vida. Allí conociste a Leonora Carrington y te diste cuenta de los planes que el gobierno tenía para Cuba. Háblanos de eso.
Yo iba a México desde antes de la revolución. Allí conocía a Teresa «Teté» Casuso, amiga de mi padre, quien estuvo casada con Pablo de la Torriente Brau y vivía en ese país desde hacía mucho tiempo. En su casa Castro guardó las armas antes de la expedición de barco aquel, Granma creo que se llamaba, con el que regresó a Cuba. Luego, en 1960, a través del Consejo Nacional de Pintura, volví. En ese viaje conocí a Leonora Carrington que exponía en la misma galería y me abrió muchas puertas en México: las de Diego Rivera, Ruth Rivera Marín, etc. Cuando yo vi la obra de la Carrington me di cuenta de que ella ya había hecho lo que yo quería hacer. Me pasó igual que con El Bosco, con lo cual puedo decirles que todo el mundo ha hecho – ¡y mejor! – lo que yo quería hacer.
Ese viaje fue también determinante porque al estar ausente dos años (hasta 1962) pude darme cuenta, de vuelta a Cuba, de los cambios tremendos del país: la propaganda, los trabajos voluntarios, la radio que te volvía loco… un verdadero desencanto para alguien que como yo, y como todos, estuvo tan entusiasmado con el triunfo de la revolución. Me di cuenta entonces de que lo mejor era irse. Como yo había salido muchas veces de la isla no me fue difícil conseguir un permiso, de los que daba entonces Martha Arjona, una mujer poderosa perfectamente integrada al gobierno. Así conseguí mi viaje La Habana – Praga – París, en mayo de 1964.
¿Y por qué París?
Ya estaba enterado de todo lo que tenía que ver con André Breton y el Surrealismo. Además, ya mi amigo Néstor Almendros estaba aquí. A Néstor – no voy a mentir ahora – no lo conocí en el medio cultural, sino en la calle. Yo estaba parado frente a los escaparates de la tienda El Encanto, eran como las once de la noche. Tendría yo unos dieciocho años, a lo sumo veinte, era pelirrojo (por mi madre inglesa) y por eso cuando Néstor me abordó lo hizo en inglés pues se creía que yo era un turista. Cuando le hablé en español por poco se muere. Desde ese momento nunca dejamos de ser grandes amigos. Néstor me pidió incluso que tratara de llevarle su cámara de filmar que tuvo que dejar en Cuba porque no se la dejaron sacar. Y así lo hice. La incluí en la lista entre las cosas mías que deseaba me autorizaran a sacar y por eso fue que al Martha Arjona dar la aprobación pude sacarla.
El París de los sesenta, exactamente de 1964, nada tiene que ver con el de ahora ¿Cómo fueron esos primeros años de tu vida en la capital francesa?
Yo traía de Cuba dos cuadros míos que un inglés que viaja conmigo quería comprármelos en 600 dólares. Como esperaba que Néstor estuviese en el aeropuerto de Orly para recibirme le dije a este individuo que si no me venían a recoger se los vendía en el acto. Pero por suerte Néstor estaba allí y por suerte también no le vendí los cuadros ya que gracias a esto y al pintor Jorge Camacho pude exponer, apenas seis meses después de mi llegada a París, en una exposición en torno al Surrealismo, organizada por André Breton, en la galería Ranelagh.
A los tres días de estar aquí me presentaron al Príncipe de la Tour d’Auvergne, emparentado con la rama cubana de los Terry Dorticós. Fue él mi primer mecenas ya que me dijo que podía pagarme un año de residencia en la Cité Universitaire y las tres comidas del día. ¡Imagínate para alguien sin un céntimo que te paguen lo más importante de los gastos diarios!
Hablemos del Carnaval, un tema que ha marcado tu vida y también, por qué no, tu obra.
En los últimos dos años de mi vida en Cuba me ocupé de la dirección artística de dos comparsas del carnaval de La Habana para las que creé los trajes y escogí la música. A una de ellas le puse la de La Dolce Vita de Fellini, que como saben es de Pérez Prado. Esa comparsa, llamada «Salsa, sabor y ritmo», o algo así, fue la que ganó el primer premio ese año. Aquellos carnavales de Cuba, hoy ignorados, eran estupendos. La mezcla de personajes, de clases, el folclor, los hacía inigualables y en materia de festejos de ese tipo yo siempre digo que los mejores juntos a los de Venecia, Río de Janeiro y Trinidad Tobago. Gracias al carnaval conocí a Matta, el pintor chileno, quien estaba entonces en Cuba y había visto en el Museo de Bellas Artes un cuadro mío. Cuando Matta indaga sobre el autor de la tela que le había llamado la atención le dicen que era yo y le cuentan que era un pintor que formara parte de los carnavales. Entonces le interesé más pues él también había venido motivado por ese tema. Lo que sucede es que nunca he podido encasillarme en un solo tema. Lo mismo me sucede con el cine. De hecho actué en tres películas estando en Cuba: Soy Cuba, Cuba baila y Crónica cubana. Por eso es que siempre digo que yo no puedo hablar de mi pintura.
Nos gustaría saber cómo empezaste a incursionar en la técnica de la litografía
Gracias a tres amigos italianos pintores de un talento extraordinario: Carlo Berté, Gustavo Foppiani y Armodio, quienes alquilaban un espacio común para trabajar en equipo en Piacenza. Las mujeres de dos de ellos se ocupan de las litografías, o sea, de las verdaderas litografías: las que se trabajan sobre la piedra, no las que te venden por ahí que en realidad son simples afiches impresos. Cuando yo fui director de la galería L’ oeil du Beaubourg [1977], las tres primeras exposiciones que organicé fueron con las obras de ellos.
Y es así como aparece Venecia, ciudad indisociable de tu vida y sobre todo de tu carrera en los últimos años…
Fui al primer carnaval de Venecia, sin conocer a nadie, en 1987. Imagínate que ahora somos un grupo de 45 los que vamos desde aquí. Hay que tener en cuenta que ese carnaval estuvo interrumpido por doscientos años. Llevé entonces mi traje propio cuyo tema fue el de un embajador de Francia ante la República de Venecia. En cuanto llegué con aquel traje a la Plaza San Marco me di cuenta cómo era la cosa. Los que están disfrazados dan un saludo sobrio si les gusta el traje de otro. Vi a un grupo de cinco personas con kimonos japoneses modernos y exquisitos. Ellos, al verme, me saludaron dos veces, que es el saludo típico veneciano cuando se desea mostrar gran admiración por un traje. Mi entrada en ese mundo fue triunfal. Hace diez años que asisto. Para ello trabajo doce meses junto a Janine, mi compañera, en las piezas que llevaremos al próximo festejo. Parte de esos trajes pueden verse en el libro Illusions vénitiennes con fotografías de Luigi Didonna. De este carnaval ha salido mi serie de las cortesanas, llamada «cour tisanes» [juego de palabras en francés que significa corte y tisana], a partir de los retazos de muchos trajes y pensando en las célebres cortesanas de Venecia.
Anécdotas, nombres, situaciones, ideas que se nos hayan quedado fuera de esta conversación…
Decenas, miles diría. Imposible abarcarlo todo, hablar de todo y de todos. Por ejemplo, no mencioné a Reinaldo Arenas, a quien conocí junto con Néstor Almendros en Nueva York y que es otro de los talentosos cubanos que nos dejó demasiado pronto. No dije que El Floridita era uno de mis sitios preferidos en los cincuenta y que nunca me encontré a Hemingway en su barra. Tampoco he evocado mis rincones preferidos en París: el jardín de Bagatelle, la Place des Vosges, los puentes del Sena, el café Costes que increíblemente han desbaratado para poner en su sitio una vulgar tienda…; ni de mi participación durante dos años consecutivos al Festival de Cine de Cannes; ni de Sunset Boulevard, una película con Gloria Swanson que he visto decenas de veces y sigo viendo; ni de los amores de mi vida… Fuera de una conversación casi siempre se queda todo.

Publicación fuente ‘Blog de William Navarrete’
Responder