Lorenzo García Vega: La ofuscada escritura de Marqués

Archivo | Autores | Diáspora(s) | 1 de agosto de 2025
©Pedro Marqués de Armas en el Palau de la Virreina, Barcelona, 2025

Por e-mail me estoy carteando con quien, dándole vueltas a un libro que versará sobre el suicidio, acaba de llegar a Grosetto, cerca de Florencia. Al principio, antes de que mi interlocutor llegara a Grosseto, este emaileo se sostuvo, por un lado, teniéndome a mí en una playa albina, y por el otro lado teniendo a Pedro en un Ciber desde el mismísimo medio de Münich.

Así que hablamos (o, si se quiere, emaileamos) sobre ese suicidio que está obsediendo a Pedro hasta el punto de llevarlo a ese abismo que, cuando se está frente a él, sin mirar para otro lado, acaba siempre por conducir a la escritura de un libro. Pues se trata, sin duda, de una obsesión tomada en serio, y esto por quien, además de ser un médico, es un poeta.

Pedro Luis Marqués de Armas, nacido en La Habana, en 1965, es constructor en 1993 de unos «altos manicomios», y ahora autor (un autor que, según señala Gerardo Fernández Fe, tiene «Sequedad de monje que ha envejecido: áspero, preciso») de unas alucinantes Cabezas, texto digno del mayor elogio. Un autor al que, entonces, el suicidio lo está llevando a escribir un libro, y un corresponsal que, desde Münich, me ha sabido ir informando sobre esa diferencia sexual ante la muerte, consistente en que los hombres se han ahorcado, y las mujeres se daban candela, o también sobre el «emperramiento» que ha podido posesionarse de los suicidas, antes de dar el paso hacia el más allá.

Pero ¿por qué comienzo esta nota sobre un libro como Cabezas, libro que martillea sobre la palabra, con éstas, inquietantes, conversaciones email sobre el tema del suicidio? La respuesta es simple y es, además, una de las tantas cosas que me vinculan a Marqués: se trata −y esto es lo único que me puede llevar a sentirme afín con un poeta− que nuestro escribano ya no es un fabricante de poemas para ser antologados (pues, ¿se quiere cosa más insoportable que un poema que ya brilla, desde su nacimiento, con ese bombillito de color que lo hace ser antologable?), sino de un alguien que se mete por la poesía (una poesía, ¡qué maravilla!, que ya no es objeto de beatería) con la misma aspereza que quien se pone a indagar sobre la mecánica que ha podido llevar a un ahorcado a viajar al paraíso.

Es que, antes que nada el Marqués que tiene sequedad de monje, y se ha ido para Grosseto para meditar sobre el suicidio, es miembro de ese proyecto de escritura que fue la revista Diáspora(s), y cuyos componentes, últimamente, aparecieron en una antología, ―Memorias de la clase muerta–, donde, ¡por fin!, no hay colección de poemas recitables y bonitillos, sino un como rebumbio de ingenieros que no son ingenieros, pero que llevados por su alucinación, en un paisaje que ya no se sabe lo que pueda ser (si no es que se trate de un paisaje de suicidas), tratan de llevar a cabo el extraño, paradójico proyecto de deconstruir lo que ya sólo son ruinas, y ruinas desde donde saltan chinos espectrales (¿qué hacen estos chinos?) y, esto, con la minucia delirante de quienes, hasta pudieran dedicarse a una labor tan peregrina como sería, por ejemplo, el ponerse a investigar, con microscopio, una posible devastación que estuviese amenazando al viejo Hotel San Luis, en la calle Belascoaín de La Habana.

¡Deconstruir lo que ya sólo son ruinas! Pero ¿es sólo esta paradoja? No, hay otras más tremendas que… pero ¿cómo podré decirlo? Paradojas que consisten en tratar un paisaje que, al no haber sido nunca real del todo, se lo empieza a deconstruir con piezas chinas, o eslavas, o de la Europa central, o hasta con el espectral bigote de Nietzsche estampado sobre la Engadina, pero traducido en el pueblo de Nueva Paz. Pero ¿cómo puede ser esto?

Por lo pronto, lo que primero empieza a resaltar en este investigador del suicidio que es Pedro Marqués, es su manera de estar dentro de lo oscuro. ¿Estar dentro de lo oscuro? Efectivamente, este Pedro investigador que ya hemos visto que ha sido clasificado como aquel que tiene «sequedad de monje», al igual que sus compañeros del proyecto de la Diáspora, bien puede ser definido como perteneciente a una categoría de hombres de letras a quienes se le ha oscurecido la nacionalidad. Pero ¿se les ha oscurecido, de verdad, a Pedro y a sus compañeros de la Diáspora, esa cosa sacrosanta que hasta ahora ha sido la nacionalidad?

Bien, veremos si puedo explicar, con un ejemplo, ese endemoniado oscurecimiento que parece recubrir a Pedro. Un ejemplo que consistirá en lo siguiente: imaginemos a un hombre (un hombre que ya, actualmente, será un anciano de 76 años), que en una noche del 1965 en que nació Pedro, estuviese en un pueblo cubano (o sea, podríamos decir en esa Nueva Paz, con bigote de Nietzsche, que acabamos de mencionar), metido en un inmundo barracón de «trabajadores voluntarios», y metido también en un amanecer en que estuviera oyendo el espantoso ruido de hierros viejos procedente de un destartalado (en aquel no-paisaje todo estaba destartalado) tren que por aquel momento estuviera pasando.

¿Qué referentes, en aquella desolación de hierros viejos tendría el que ahora es un viejo de 76 años para, en aquel momento en que acababa de nacer el poeta Pedro Marqués, poder remendar aquel paisaje, que se venía abajo, con lo que pudiera parecerse a una estructura? Pues bien, es seguro que el viejo, que en aquel momento era un hombre de 30 y pico de años, si es que era un hombre de letras, le echó mano, para el remiendo, a piezas que, aunque todavía tenían una carga reminiscente (recuerdos de aquel «Júrame» que había cantado Mujica, o sentimientos cargados de aquella honda tristeza −como música de danzón−, reaccionaria, del que habló el poeta mexicano López Velarde), no dejaban, inmediatamente, de disolvérsele entre las manos, tal como si se tratase de un humito ectoplasmático, imposible de agarrar por mucho tiempo. Un viejo, el viejo de nuestro ejemplo, añadamos, en un amanecer donde, además de tener que soportar el pesadillesco ruido de hierros viejos del tren destartalado, también tenía que soportar el grito de un híbrido (¿no sería −pues ya en aquel tiempo todo era una pesadillesca traducción de los «hermanos países socialistas»−, nada menos, que el grito de un chino traducido?) que, golpeando con un machete viejo las oxidadas planchas de zinc del puerco albergue, gritaba con la alucinante voz de un idiota que a la vez estuviera loco: ¡De pie!

Pues bien, para finalizar con el ejemplo que hemos puesto, Marqués no estuvo en aquel amanecer que ya no era amanecer, sino traducción de una horrible película soviética, pero cuando llegó a la edad de consagrarse al «trabajo voluntario», para oír el grito del chino loco, ya ni siquiera pudo, como el viejo que ya actualmente cuenta con 76 años, agarrarse a piezas que se le disolvían en las manos. ¡Ni eso! Ya Pedro no podía contar con la honda, como danzón (un danzón cursilón, sí, pero un danzón), tristeza reaccionaria de que habló López Velarde, y esto por la sencilla razón de que los hombres de la generación de Pedro ya no contaban ni siquiera con un referente ectoplasmático (y, recuerdo sobre esto, como a mi hija, coetánea de la generación de la Diáspora, cuando pude llegar a verla, después de años en que no se le permitió la salida, no sólo no sabía de referentes ectoplasmáticos, sino que no sabía, cuando se le habló de un bombón, qué era lo que podía ser un bombón).

Y, ¿qué más pudiéramos decir sobre este trozo de indagación en la poesía que es el texto, Cabezas, de Pedro Marqués? Pues más, mucho más; pero sólo he querido detenerme en el oscuro contexto que rodea al poeta de «sequedad de monje», al poeta que no teme, según nos dice, tirarse, ¡cataplún!, por un pedestal de yesca.

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[*] Reseña a Cabezas, libro de Pedro Marqués de Armas, Premio UNEAC, La Habana: Ediciones Unión, 2001. / Publicación fuente ‘La habana Elegante’, 2003.