William Navarrete: Entrevista a Jorge Moya Hajje / ‘¿Por qué tendría que volver a Cuba si todavía están en el poder los que nos maltrataron?’

Me encuentro con Jorge Moya durante la temporada veraniega que pasa en París. Nos presenta el arquitecto Juan Luis Morales, quien nos reúne junto con Teresa Ayuso en su casa. Fue él quien ese mismo día descubrió la apasionante historia de “Moya”, como todos llaman a este cubano de larga vida en el exilio y de orígenes que se relacionan con la rica historia de las emigraciones hacia la Isla y de la riqueza de otros tiempos de Bayamo, su ciudad natal.
La entrevista tiene lugar pocos días después en París y, como siempre en estos casos en que he ido entrevistando a personalidades cubanas del exilio nacidas antes de 1959, fluyen recuerdos, anécdotas y un sinfín de historias que son la mejor prueba de que han sido muchos los exiliados cubanos que han renacido fuera de la Isla en circunstancias siempre diversas.
―Cuéntanos de tus orígenes familiares.
―Provengo de una familia establecida en Bayamo, la tercera villa fundada por los españoles en la antigua provincia cubana de Oriente. Mi padre, Edmundo Avelino Moya Valero, nacido en Bayamo en 1916 y fallecido en exilio, en Elizabeth (Nueva Jersey), en 2009, trabajó desde muy joven en el negocio que había fundado su propio padre quien había comenzado como torcedor de tabacos hasta que estableció su propia fábrica en 1908.
Andrés Aureliano Moya Echavarría, el abuelo paterno que evoco, fue un hombre emprendedor. Empezó de la nada y ya en la década de 1920 tenía la Fábrica de Tabacos Moya, que vendía hasta 2 millones de puros anuales. En los años 50 se había convertido en la primera marca en consumo nacional, con sus famosos puros Diplomáticos, y la quinta en exportación. Los tabacos que salían de aquella fábrica bayamesa los fumaba hasta Winston Churchill. Abuelo Moya, como lo llamábamos, llegó al grado más alto de la masonería, fue nominado alcalde por elección popular, presidente de la Cámara de Comercio y hasta auspiciador de la banda municipal que cada año tocaba el Himno Nacional y La Bayamesa delante de su puerta, el día de su cumpleaños.
A mi abuela paterna, María Lucrecia Valero Sánchez, no la conocí pues falleció a los 25 años de edad después del nacimiento de su hijo Rafael, pero crecimos siempre con su recuerdo presente en casa.
Por parte de mi madre, mi abuelo paterno fue Salomón Hajje Becil, quien había llegado a Santiago de Cuba desde el Líbano, a los 20 años de edad, buscando fortuna. Lo recuerdo como un caballero elegante, que solo vestía camisas blancas de mangas largas almidonadas y corbata. Todas las semanas asistía a las reuniones de la logia masónica en donde llegó a ser venerable maestro y se hizo gran amigo de Andrés, mi abuelo paterno. Trajo a todos sus hermanos a Cuba, excepto a una que se quedó en Ghazir, su pueblo natal. Era propietario de una de las tiendas más exclusivas de Bayamo, llamada La Estrella de Oriente, una especie de quincalla en la que se vendía de todo. Además, tenía un ojo de lince para conocer el valor de las joyas y tasarlas. Fue en esta ciudad en donde conoció a Ofelia Elías Ríos, mi abuela materna, natural de Guisa, con quien tuvo seis hijos, entre ellos mi madre, Marta Ester Hajje Elías.
Un dato familiar curioso lo aporta mi genealogía materna por parte de Ofelia, que era hija de un libanés que había llegado a Cuba en 1885 y había obtenido grados de comandante del Ejército Libertador durante la guerra de independencia de 1895, además de haber sido ayudante de campo del mayor Jesús Rabí. Su nombre original era Weerdann Karem Kayrouz ―había nacido en Becharre, Líbano, en 1860―, pero fue castellanizado en Cuba por el de Felipe Elías Thumas. Tenía nacionalidad francesa porque en aquel entonces el Líbano y Siria formaban parte de un Protectorado de Francia. En Oriente se casó con Ana Ríos Milán, natural de Palma Soriano, y de esa unión nacieron 14 hijos, entre los que figuraba mi abuela. Era un personaje muy generoso del que se contaba que cuando llegaba la época de la Navidad repartía vino y otras cosas entre los habitantes pobres del poblado de Guisa.
Mi madre, Marta Ester Hajje Elías, nació en Bayamo en 1924, estudió Filosofía, Farmacia y Optometría en la Universidad de La Habana. Cuando terminó los estudios se convirtió en la fundadora de la primera óptica de Bayamo. Asidua lectora, mujer emprendedora y dedicada a su trabajo y a sus hijos, falleció a los 46 años, en 1971, apenas un año después de llegar al exilio. Todavía recuerdo lo elegante que se veía con su falda estrecha o su vestido de flores y una chaqueta blanca de médico. Aún me emociona el orgullo que sentía cuando me veían con ella y todos me saludaban con respeto y admiración por la “doctora Hajje”.
―¿Qué recuerdos tienes de tu infancia en Bayamo?
―Nací, como dije, en esta ciudad oriental en 1956. Por esta razón fui testigo durante toda mi infancia de los profundos y trágicos cambios que afectaron la vida de la nación cubana después del primero de enero de 1959. La fábrica fue confiscada en 1961. Una mañana llegó el infame Che Guevara con un cuatrero cultivador de marihuana llamado Crescencio Pérez y otro miliciano, al que mi abuelo había bautizado y ayudado de pequeño, a confiscar la propiedad. Por supuesto, la finca de ganado donde vivía, en las inmediaciones de Bayamo, llamada San Blas, también fue expropiada y, dos años después, en 1963, la óptica propiedad de mi madre.
Entonces, a la espera de que nos autorizaran la salida del país, mi padre tuvo que vivir de la caridad de los abuelos. A mi madre, después que le confiscaron la óptica que ella misma había creado con su dinero y esfuerzo, la dejaron de empleada en su propio negocio, hasta que la echaron también. Fue entonces que se puso a tejer la ropa de invierno de todos nosotros para cuando nos llegara la autorización de salida del país y como solo encontró en las tiendas bolas de estambre de color marrón y beige todos los abrigos, gorras, bufandas y otras piezas de mis hermanos y míos eran de esos mismos colores. Menos mal que nunca nos pusimos esas prendas todos a la vez porque hubiéramos parecido una banda.
En la escuela primaria a mí y a mis hermanos nos maltrataban por ser “gusanos hijos de latifundistas”, como nos llamaban entonces para humillarnos en público. Nos sentaban en la última fila de la clase. A mi abuela Ofelia la acompañé en varias ocasiones a la cárcel de Boniato, cerca de Santiago de Cuba, a donde iba a visitar a uno de sus hermanos, que era preso político plantado. A mi padre, por ejemplo, lo mandaron de castigo a trabajar forzado en la agricultura por haber presentado la salida del país que no habíamos logrado cuando abrieron el puerto marítimo de Camarioca, en 1965.
Así vivimos hasta que en 1970 llegó la tan deseada autorización para viajar a Estados Unidos y pudimos salir por el puente aéreo de Varadero a Miami. Recuerdo que cuando mis padres pidieron el permiso de salida nos hicieron un inventario con el más mínimo objeto de la casa y, por temor a que nos faltara o se rompiera algo, no nos atrevimos a utilizar durante todos esos años ni un solo vaso de cristal ni nada que pudiera romperse.
Llegado el día de la salida solo se atrevió a despedirse de nosotros un búlgaro llamado Nicolás que vivía en frente de nuestra casa y cuyos padres habían venido a Cuba como técnicos extranjeros. Por su condición de no cubano era el único que podía permitirse el lujo de tratarnos. Nos fuimos de Cuba exclusivamente con una muda de ropa cada uno. Atrás quedaron nuestros abuelos, que nunca perdieron las esperanzas de largarse del país, pero fallecieron sin lograrlo y sin que nosotros pudiéramos volverlos a ver.
Independientemente de todos estos sinsabores no puedo decir que tuve una infancia infeliz. Al fin y al cabo, de la niñez siempre quedan los buenos recuerdos de cuando nos bañábamos en el río, montábamos a caballo en el campo, empinaba papalotes y todas esas cosas. Parte de nuestra felicidad se debe a que nuestra familia siempre funcionó como un clan muy unido, incluso en el exilio.

―¿Cómo fue la llegada al exilio y los primeros años?
―Llegamos a Miami, pero en realidad permanecimos poco tiempo en esta ciudad. Nos acogieron en la Torre de la Libertad, nos dieron unos abrigos y de allí nos enviaron a Nueva Jersey, exactamente a Elizabeth, en donde comenzó en realidad nuestro exilio. En esta localidad había una gran colonia de exiliados bayameses y allí vivía también mi hermano mayor, quien había logrado salir de Cuba vía España antes de cumplir los 15 años, que era la edad militar, y ya se había instalado en Nueva Jersey con nuestro tío y su familia.
En Elizabeth nos inscribieron inmediatamente en una escuela donde había mucha violencia y problemas raciales, algo completamente inesperado para nosotros. Todos en casa comenzamos a trabajar y, con el primer dinero que logramos ganar, compramos una casa en Elizabeth que luego se revendió para poder comprar cinco casas colindantes para toda la familia.
De más está decir que la imagen que teníamos de Estados Unidos desde Cuba no se correspondía en nada con la realidad. Ni la nieve era tan blanca como habíamos visto en las fotos, ni la vida tan apacible como creíamos. Suma a esto el hecho de que nuestra madre había llegado ya muy enferma y que todo el primer año de nuestro exilio lo vivió postrada en una cama de hospital hasta que falleció.
Uno de mis primeros trabajos, a los 14 años de edad, fue de friegaplatos en la General Motors y también en una fábrica de plásticos en donde trabajaba desde las 4:00 de la tarde hasta las 12:00 de la medianoche, mientras cursaba estudios por las mañanas para terminar el bachillerato y, luego, la universidad.
―¿Qué decidiste estudiar después?
―Mi padre nos obligó a todos a terminar el bachillerato y a estudiar en la universidad. Cuando terminé el bachillerato estaba medio perdido y un amigo me mandó a consultar a uno de esos asesores que te examinaban para determinar cuáles eran tus aptitudes. Al final de aquel encuentro, el asesor determinó que mi primera vocación era la de convertirme en director de orquesta; la segunda, en peluquero, la tercera, en diseñador. Al final estudié Comunicación Visual y resulta que me dediqué todo el resto de mi vida a la publicidad, a pesar que fue la única clase que nunca tomé durante mi carrera.
―Has tenido mucho éxito en el ámbito de la publicidad, en donde has trabajado para importantes empresas y fundado también la propia. ¿Cómo se desarrolló tu carrera profesional?
―Un día en que iba con uno de mis hermanos al sur de Manhattan, a donde solíamos salir los días libres, vi en The New York Times que buscaban a un director de arte que hablara español para trabajar en el ámbito publicitario dirigido al mercado hispano en una agencia llamada Castor Spanish International, sita en Broadway y la 41. Allí me dirigí, me recibieron y me dieron mi primer contrato de trabajo profesional, con el que pude producir campañas para clientes como Smirnoff, Coca-Cola, Procter and Gamble, entre otros.
Luego, con un poco más de experiencia, me fui a trabajar a la agencia Sosa & Associates, en San Antonio (Texas), en donde permanecí tres años y logré que el departamento creativo fuera elegido como el “más creativo al oeste del Mississippi”. Trabajé entonces para campañas encargadas por American Airlines, 7-Eleven, Burger King, Coca-Cola, así como para el Centro de Control y Prevención de Enfermedades del país. Unos años más tarde, en 1991, dos colegas cubanos fundamos nuestra propia agencia publicitaria en Nueva York, llamada Vidal, Reynardus and Moya (VRM) con clientes como McDonald’s, Heineken, Jack Daniel’s, General Motors, etc. Nuestro trabajo nos valió un London International Award, el primer premio de este tipo concedido a una agencia hispana.
Nueve años después, en el 2000, vendí mi parte para abrir una segunda empresa ya con un solo asociado: Reynardus and Moya, que tenía un excelente portafolio de clientes, desde Pfizer hasta el Museo del Barrio en Nueva York, y allí permanecí hasta que se fusionó en 2009 con MGS Communication.
Después empecé a trabajar en Campbell Ewald, una conocida agencia centenaria fundada en Detroit en 1911, a la que llevamos unos 15 empleados y terminé convirtiéndome en el director creativo ejecutivo del mercado estadounidense. En esta agencia pude hacer grandes campañas publicitarias para Bayer, HBO, Tropical Cheese, MilkPeP, entre muchas otras, hasta que, con motivo de la pandemia de COVID-19, la agencia cerró la oficina de Nueva York y entonces junto a mi actual asociada, fundamos una agencia llamada sociedAD, que mantenemos hasta hoy en día.
―Además del trabajo creativo en el ámbito de la publicidad también has incursionado en el de la fotografía artística y el coleccionismo. ¿Puedes contarnos algo de este ámbito de tu vida?
―En la universidad intercambiaba ya con otros estudiantes mis propias creaciones. Desde esa época coleccionaba obras de arte y empecé justamente con la fotografía, con piezas que han incluido desde clásicos internacionales como Cartier-Bresson hasta fotógrafos cubanos como Mario Algaze. Por otra parte, empecé a adquirir obras de arte cubano desde los clásicos hasta los artistas del exilio que estaban muy mal representados entonces. Pensemos que los artistas cubanos del exilio, al no tener patria, aún hoy, no reciben ningún tipo de apoyo institucional de su lugar de origen. Creo que Cuba es el único país que borra de la historia a sus artistas por el simple hecho de emigrar. La colección fue creciendo, al punto que tuve que preparar un almacén para poder conservarla. Hoy en día, la tengo distribuida entre Nueva York y Buenos Aires, una ciudad en la que paso parte del año desde hace algún tiempo.
Para mí, el arte ha sido y es como una religión, tal vez por eso la palabra coleccionista nunca me ha gustado ni creo que tenga nada que ver con lo que hago. Tampoco me ha interesado vender ni especular con las obras que he adquirido.
Me apasiona ver arte todos los días de mi vida. Ahora, por ejemplo, que estoy pasando una temporada en París, puedo decir que he estado en más exposiciones que en restaurantes. Hago videos creativos de cada exposición que visito y luego los comparto con mis tres hijas y familiares.
―¿Has vuelto a Cuba?
―Nunca. En una ocasión un alumno de mi hermano en la Universidad de Columbia estuvo en Bayamo y le trajo fotos que tomó de la casa familiar. Nuestra casa había sido diseñada con mucha dedicación y buen gusto por mi padre, al punto que era la única que conocía que tenía una piscina en el segundo piso, un jardín cerrado en donde mi madre cultivaba sus plantas y teníamos pajaritos. Resulta que cuando vi aquellas fotos no reconocí nada de lo que había sido nuestra casa y en la que fuimos felices hasta que llegó la desgracia.
Me dolería mucho volver a un país donde no se puede hablar ni vivir con dignidad. No necesito ir a ningún sitio para ver gente sufriendo. ¿Por qué tendría que volver a un lugar en el que todavía están en el poder los mismos que nos maltrataron, los mismos que quisieron arruinar nuestras vidas? Mi padre nunca más volvió a hablar de las desgracias que sucedieron en Cuba después de 1959, ni siquiera para lamentarse de lo que perdimos. Creo que eso nos ayudó mucho a todos para empezar una nueva vida.
―¿Qué ha sido el exilio para ti?
―El exilio ha sido muy enriquecedor. ¿Qué hubiera sido de nuestras vidas si nos hubiéramos quedado en Cuba? No ha sido porque he vivido 55 años de mi vida fuera de mi tierra natal que me siento menos cubano. Siempre supe de dónde vengo y he tenido el suficiente arraigo identitario como para no dudar de mis orígenes. También para poder crecer con estabilidad. Cada día le agradezco más a mis padres haber tenido la visión de sacarnos del infierno en que se había convertido nuestro país.
Publicación fuente ‘Cubanet’
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