William Navarrete: Entrevista a Frank Calzón / ‘Nací cubano y me muero siendo cubano’

Conocí a Frank Calzón en París a principios de este siglo cuando lanzamos la campaña de apadrinamiento de presos políticos cubanos por parte de diputados franceses. En esa ocasión Frank viajó desde Washington y formó parte de los encuentros que organizamos entonces, y de los que también era parte MAR por Cuba, la organización sin fines de lucro dirigida por Sylvia Iriondo. Recuerdo que quedé muy sorprendido cuando me contó, en el taxi en el que atravesábamos París, que no se había hecho nunca ciudadano estadounidense y que su única nacionalidad, a pesar de haber vivido desde 1960 en Estados Unidos, era la cubana.
Poco después, el 20 de enero de 2004, lo invité a participar en el panel “La libertad de expresión y la represión en Cuba” junto a Jaime Suchliki y a los periodistas franceses de Reporteros Sin Fronteras en el Centro de Estudios Cubanos y Cubanoamericanos, la antigua Casa Bacardí, de la Universidad de Miami. En aquella ocasión, la asociación que yo presidía invitó a miembros de Reporteros Sin Fronteras a Miami para que conocieran a diferentes líderes del exilio cubano y recibieran el reconocimiento por parte de este, por la labor que estaban realizando desde Francia en favor de la libertad de prensa en la Isla. Habíamos estado un día antes en María Elvira confronta, el programa que la actual congresista María Elvira Salazar conducía para el Canal 22 de Miami y, en aquella ocasión, tuvimos vía telefónica desde La Habana a Miriam Leiva, esposa del economista y disidente Oscar Espinosa Chepe y a Blanca Reyes, la esposa del periodista Raúl Rivero.
Fueron años en que Frank Calzón encabezaba el Center For Free Cuba y estábamos en contacto regularmente, siempre por cuestiones relacionadas con la situación de la disidencia en la Isla. Desde entonces hemos estado al tanto de nuestras actividades profesionales, y aunque no nos vemos con frecuencia nos une la misma complicidad que antaño. Ha llegado el momento de darle la palabra en este espacio para que nos cuente cosas que seguramente yo también ignoraba hasta el día de hoy.
―Cuéntanos sobre tus orígenes familiares.
―Nací en La Habana el 29 de enero de 1944. Mi padre, José Calzón Fidalgo, era un campesino asturiano, originario de La Riera de Somiedo, una aldea que hoy tiene solo unos 70 habitantes, y había llegado a La Habana a finales de la década de 1930 huyendo de la miseria española y del franquismo. Era minero, antifranquista y se exilió en Cuba dejando atrás a sus padres en España, de modo que nunca conocí a mis abuelos paternos. Mi padre siempre habló con la zeta.
En la capital cubana conoció y se casó con Josefina Álvarez Moure, mi madre, nacida en La Habana, pero cuya madre, Pura Moure, era una gallega de Chantala, provincia de Lugo, a unos 80 kilómetros de Santiago de Compostela que vivía en Cuba en donde se había casado con un asturiano. Mi abuela Pura era cocinera en casa de personas adineradas y se había casado en segundas nupcias con un hombre llamado Emilio, que era chofer de carros de alquiler en La Habana. Trabajaron mucho y con el dinero del trabajo se habían construido dos casas pequeñas en Marianao, de las que alquilaba una. Por otra parte, mi madre siempre quiso ser maestra y pero solo llegó hasta el octavo grado porque conoció a mi padre, se casó con él, y ya sabes cómo eran esas cosas antes.
Mis orígenes son muy humildes porque hasta los cuatro años vivimos en un barrio al oeste del Vedado de esos que en Cuba llamábamos de “quita y pon”. El sitio era conocido como “La Cantera” porque estaba en un hueco y al pie de los farallones que habían servido de canteras para sacar la piedra con que se construyeron buena parte de las casas habaneras. El barrio era muy pobre y mi padre había logrado un cable que, conectado a la red eléctrica, nos permitía tener luz. En La Cantera había un pozo colectivo de donde sus moradores sacaban el agua. A ese barrio le llaman ahora El Fanguito. Finalmente, mi padre consiguió que el gobierno municipal pusiera una cañería con llave para facilitarle la vida a los vecinos.
―¿Viviste siempre en ese sitio?
―No. Estuvimos allí hasta mis cinco años aproximadamente. Y nos mudamos a otro sitio, un poquito mejor, llamado La Timba, en las inmediaciones del Nuevo Vedado y del cementerio Colón. En esa época se estaba construyendo la Plaza Cívica y recuerdo que en La Timba había toques de santos con frecuencia. Como yo era de los pocos rubiecitos que vivían allí me metían miedo y me decían que no saliera porque me podían descuartizar para los sacrificios. Por supuesto, todo esto eran puras fantasías, pero yo me las creía.
En La Timba no había agua potable, aunque sí una llave fuera de la casa. Tampoco teníamos baño, pero mi padre que era una persona muy ingeniosa había conseguido instalar un inodoro y lo puso en un cuartico con desagüe hacia una zanja que terminaba en el alcantarillado público.
―¿Y tu escolaridad?
―Gracias a mi abuela Pura tuve una excelente escolaridad. Ella decía que la escuela era esencial para el futuro de una persona y por esa razón me regala libros, lápices y me alentaba para que estudiara. Fue ella quien contribuyó a que me enviaran a una escuela privada, la Academia Pavía, que quedaba a unas cinco cuadras del sitio en donde estaba La Cantera. Recuerdo que subía por un trillo para llegar a la escuela y mi abuela le regalaba, una vez al año, una tarta de limón a la directora para que “trataran bien al niño”.
Luego, en el quinto grado, entré en el Plantel Jovellanos del Centro Asturiano de La Habana, porque mi padre, como dije, era de Asturias. Y estando allí fue que me inscribió en los boy scouts, que era una asociación de niños exploradores, la mayoría de familias ricas, esencialmente estudiantes del exclusivo Colegio de La Salle. Gracias a esto pude conocer muchos lugares de Cuba porque nos íbamos de excursiones al central Hershey, a escalar el Pan de Guajaibón, de campamento a Tarará, y de caminatas hasta las playas que quedaban al este de La Habana.
Tengo una anécdota de una de aquellas excursiones en que caminamos desde Tarará hasta Guanabo. A la ida, como la marea estaba baja, pudimos pasar sin contratiempos el estuario de Boca Ciega porque se formaba como un banco de arenas que permitía el paso. Pero, de regreso, parece que ya la marea había subido y todo estaba cubierto por el agua, de modo que no nos quedó otra alternativa que acampar allí, bajo un enjambre increíble de mosquitos y pasar la noche.
―¿Tuviste una infancia feliz?
―Muy feliz. Imagínate, mi padre tenía un carretón con un mulo y vendía helados Guarina por todo el Vedado. De hecho, mucha gente lo llamaba por el nombre de esta marcha de helados cubanos. Yo me creía el rey del mundo porque los demás muchachos me miraban con ganas ya que podía permitirme tomar todos los helados que quisiera. Y esos mismos muchachos y vecinos esperaban con ansias los días de lluvia porque como nadie compraba helados mi padre, para que no se echaran a perder, se los regalaba a los vecinos.
―¿En qué circunstancias les sorprende el 1° de enero de 1959?
―En ese momento ya hacía un par de años que habíamos dejado La Timba y vivíamos en Ayestarán y 20 de mayo, en un edificio moderno del que mi padre era el encargado. Yo tendría unos quince años y recuerdo que en esos días iniciales del triunfo del movimiento insurreccional casi todo el mundo estaba muy contento. La gente se había cansado de ciertos abusos y, por ejemplo, recuerdo que corría el año 1958 cuando desde el balcón de la casa vi a una muchedumbre en la esquina rodeando el cadáver de un hombre que yacía en la acera y que la policía de Batista había dejado tirado ahí para que les sirviera de advertencia a quienes llevaban a cabo actividades subversivas contra el Gobierno.
Cuando Fidel Castro se dirigía en su caravana hacia La Habana quise poner una bandera en una ventana de la casa, pero mi madre, precavida, me dijo que era mejor no meterse en eso porque tal vez todavía la policía de Batista podía recuperar el poder y, en ese caso, la pasaríamos muy mal.
En uno de aquellos primeros discursos Fidel Castro dijo que los boy scouts iban a convertirse en lo adelante la policía de tráfico La Habana y fue así como me vi enrolado, como agente de tráfico, durante una semana, en una de las esquinas de Centro Habana en que no había semáforo y en la que este tipo de agentes solía ocuparse de canalizar la circulación de vehículos. Imagínate, yo con 15 años y feliz de vivir todas aquellas aventuras.
―¿En qué momento se dan cuenta de que el nuevo gobierno no iba a ser lo que se esperaba?
―En muy poco tiempo. Yo estaba en el Instituto N° 1 de La Habana, en eso que hoy llaman el Martí, cerca del Parque Central. Inmediatamente convirtieron a los boy scouts en pioneros. La profesora de Gramática Española, quien pertenecía a la organización de maestros comunistas, comenzó a enseñarnos gramática utilizando toda la jerga del marxismo: “plusvalía”, “lucha de clases”, etc. Además de frasecitas de Marx y Lenin y todas esas cosas. Como yo eran muy bocón un día le pregunté que, si teníamos a alguien como Martí, con un ideario tan pleno, por qué recurría a esos personajes que no tenían nada que ver con nuestra historia.
Aquello fue el detonante para que, poco después, estando yo solo en casa con mi hermana Pura que era dos años menor que yo, recibiéramos la visita de dos policías que tocaron a la puerta preguntando por mí, entraron, registraron todo y destriparon los colchones buscando papeles que me pudieran comprometerme.
Fue entonces que mi abuela Pura se asustó mucho y me consiguieron un billete de avión para enviarme a Estados Unidos. Así fue como salí definitivamente de Cuba, solo y con 16 años.
―¿Cómo fueron tus primeros tiempos en el exilio?
―Salí por el aeropuerto de Rancho Boyeros, en un avión de Aerolíneas Q, en noviembre de 1960, el mismo día en que se supo que Kennedy iba a ser el presidente electo de Estados Unidos. El vuelo cubría la ruta La Habana – Fort Lauderdale y allí me esperó mi padrino que era originario de Vieja Bermeja, en Matanzas, y vivía en Miami con su mujer desde mucho tiempo antes.
Mi padrino trabajaba como asistente de camarero en el hotel Eden Rock de Miami Beach, la esposa en una factoría y vivían en la calle 79 del NW. Cuando yo era muchacho en Cuba él nos visitaba y traía regalos. Entonces me regalaba algunos dólares, y yo creía que él era riquísimo y que vivía una vida de rico en La Florida. De modo que mi primera gran sorpresa fue ver que, con un simple trabajo, alguien como él, podía darse ciertos lujos en el país en el que estaba.
Mis padres se quedaron en Cuba y a mí, en Miami, me inscribieron en el Edison High School del NW, cerca de donde vivía mi padrino, para que cursara mi bachillerato. Entré sin saber inglés y lo aprendí sobre la marcha. Fue una época interesante porque a esa edad cuando uno es pobre no sabe que lo es. A la hora del receso los muchachos se iban a las cafeterías y yo me quedaba leyendo porque no tenía dinero. Cuando me preguntaban que por qué no iba con ellos les respondía que prefería leer. Hasta que un día, un compañero que al parecer se había dado cuenta de la verdadera razón, me dijo que la italiana dueña de la cafetería a la que todos iban dejaba comer gratis a quien la ayudara en la limpieza durante una hora. De más está decirte que ese mismo día ya me había arreglado con la italiana para limpiarle todo lo que quisiera por tal de tener las comidas gratis en aquel lugar.
―¿Demoraste mucho tiempo en reunirte con tu familia?
―Recuerda que mi padre era ciudadano español. En 1960 él viajó desde La Habana a España para ver a su madre que, al parecer, estaba muy enferma e iba a morir. Entonces mi madre logró comunicarse conmigo y me pidió que tratara de encontrarme con él en Nueva York, ciudad en la que el barco con el que regresaba a Cuba haría una escala. El objetivo de mi madre era que lo convenciera para que no regresara a la Isla.
Imagínate, tenía que conseguir el dinero para ir a Nueva York y entonces recurrí al Centro de Refugiados que me dio un abrigo y el pasaje de ida. Los vecinos hicieron una ponina y reunieron unos 90 dólares para mi viaje. En Nueva York me quedé en casa de unos parientes en donde dormía en un sofá, y así fue como pude encontrarme con mi padre. De nada valió mi esfuerzo porque él estaba empecinado en regresar, alegando que en La Habana quedaban mi madre y mis dos hermanas y que él no iba a abandonarlas.
Total, que no conseguí hacerle cambiar de idea y me quedé atascado en Nueva York.
―¿Te quedas entonces a vivir allá? ¿Qué haces?
―En medio de todo tuve suerte porque me encontré con un antiguo vecino de La Cantera del Vedado llamado Alfredo Vizo que trabajaba en un restaurante llamado Continental, propiedad de un judío sobreviviente de los campos de concentración nazis y quien tenía incluso tatuado en su antebrazo el número que le pusieron los nazis alemanes a los cautivos. Este hombre tenía este restaurante en White Plains, en el condado de Westchester, y para allá me fui, a trabajar como un mulo y ahorrar dinero para ver si lograba traer a la familia.
Ya en Cuba las cosas se habían puesto críticas, y en medio del desbarajuste mi padre logró llegar solo a Miami y enviar a mi madre con mis dos hermanas para España, a la espera de poder traerlas a Estados Unidos. Mi madre era tan insistente que iba todos los días al Consulado norteamericano en Madrid para ver si ya le había llegado la visa para ella y sus dos hijas, y siempre le decían que no. Hasta que, creo que, por cansancio, un buen día se las dieron y entonces tuve que echarme a correr porque todavía no teníamos todo el dinero para poder pagarles el viaje. Me faltaban como 300 dólares que, en aquella época, era una fortuna. Entonces en el restaurante les contaba mi historia a mis clientes que me daban buenas propinas, los compañeros camareros hicieron una ponina y hasta el dueño me regaló 100 dólares para que pudiéramos completar el dinero. Así fue como llegaron mi madre y mis dos hermanas en la Nochebuena de 1961 a Miami. Y así fue también como pudimos, por fin, reunirnos todos.
―¿Seguiste solo en Nueva York?
―No. A finales de 1962, Kennedy hizo un llamado de cubanos voluntarios para alistarse en el Ejército. Yo iba a cumplir los 18 años y respondí al llamado. En el momento del reclutamiento un sargento estadounidense que había estado en la guerra de Corea me dijo que no tenía la edad requerida, y que como único me podía alistar era trayendo a mi madre para que firmara la autorización. Al día siguiente estaba allí con mi madre y así fue como me autorizaron.
Entré enseguida a entrenar en una base militar en Kentucky llamada Fort Knox, al sur de Louisville. Todos éramos cubanos y aunque se trataba de una base de tanques nosotros estábamos en la infantería. Después pasamos a la de Fort Jackson, en Columbia, Carolina del Sur, pero a los siete meses nos dieron de baja porque el objetivo de aquella instrucción militar era desembarcar un día en Cuba y ya en 1963 se sabía que eso no iba a suceder.
El caso fue que me quedé por siete años como reservista, es decir, disponible en caso de necesidad, y gracias a esto me enviaban un cheque mensual que me permitió inscribirme en el Rutgers College, en New Brunswick, fundado en 1776, la más antigua universidad del Estado de Nueva Jersey, en la que estuve dos años estudiando Ciencias Políticas.
―¿En qué momento empiezas a participar activamente en los movimientos de exiliados contra el régimen castrista?
―Justamente en esa universidad los estudiantes cubanos que estábamos allí empezamos a hacerle la guerra a los izquierdistas simpatizantes del Che Guevara y del comunismo. Ellos tenían un periódico titulado Targum y nosotros creamos un grupo anticomunista para combatirlos. Luego este grupo se unió al movimiento estudiantil Abdala, de Nueva York, cuyos miembros se reunían para protestar contra el comunismo en Cuba. Me convertí en secretario de propaganda de la organización. Una de las cosas que hicimos fue encadenarnos a las rejas del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y fue tal el escándalo que salimos en toda la prensa y televisión del momento. Digamos que fue, a partir de ahí, que empecé a militar activamente en lo que se ha convertido en una de las actividades fundamentales de mi vida.
―¿Continuaste tus estudios? ¿Pudiste trabajar en el ámbito de tus estudios académicos?
―Cuando terminé en Rutgers me enteré de que en Georgetown University, en Washington, había un profesor cubano llamado Luis Aguilar León en el departamento de Ciencias Políticas. Yo quería terminar y completar mis estudios en esta Universidad y fui a verlo. Me dijo que las posibilidades para entrar las veía escasas, que la Universidad era muy cara y que el curso ya había comenzado hacía dos meses. Según él era demasiado tarde, pero como soy bastante tozudo pedí ver a la secretaria del departamento de Ciencias Políticas. Esta persona era una persona mayor bastante pesada y me echó un cubo de agua fría encima. Su despacho colindaba con el de unos de los profesores del Departamento de Ciencias Políticas, un judío alemán, quien, al oírme desde la sala contigua salió y cuando le conté mi situación, me dio una planilla para que la llenara y me dijo que esperara la respuesta. El caso fue que, en menos de una semana, y contra todos los pronósticos, fui aceptado y empecé mi vida de estudiante en Georgetown University, en donde obtuve una maestría en Política Comparada en 1976. Allí fue donde conocí a Jeane Kirkpatrick, a quien tuve como profesora, y que terminó luego bajo el gobierno de Ronald Reagan como embajadora de Estados Unidos en Naciones Unidas. Y también organicé una asociación de estudiantes cubanos que preparaba sesiones de conferencias mensuales sobre cuestiones de interés e invitaba a especialistas en temas cubanos.
―¿Y tu primer trabajo en este ámbito?
―Fue un profesor de esta misma universidad quien me recomendó para que me hicieran un contrato en la Organización de Estados Americanos como ayudante de la Biblioteca. Allí estuve un tiempo, y cuando me iban a dar la plaza fija entró un nuevo director, argentino de origen, que echó a medio mundo y puso a la gente que él quería.
Fue entonces que conseguí un contrato de intérprete simultáneo del Departamento de Estado en Washington, en el programa que atendía a los visitantes extranjeros. Aclaro que siempre trabajé en este Departamento como independiente, nunca como funcionario. Y trabajé con un estatus de residente norteamericano y ciudadano cubano, pues nunca me naturalicé. Mi trabajo era bastante agradable porque cuando recibían a personalidades de otros países hispanohablantes tenía que acompañarlos a todas partes y viajar con ellos por todo Estados Unidos para servirles de intérprete. Fue así como viajé por todo el país y pude conocerlo a fondo, visitando lugares en los que nunca hubiera estado si no hubiera sido por este trabajo. ¡Terminé odiando las cataratas del Niágara, ya te puedes imaginar la cantidad de veces que tuve que ir y sacarles fotos a los visitantes en el mismo banquito!
―¿Nunca te naturalizaste?
―Nunca. Hasta el día de hoy llevo ya 65 años en este país, al que quiero, al que agradezco todo, pero en donde siempre supe, desde que puse un pie en él, que, desde ese momento, como dice la canción de Willy Chirino, iba a empezar mi vida de extranjero.
Nací cubano y me muero siendo cubano. Esta decisión me ha servido de mucho para combatir a los testaferros del régimen cada vez que me he enfrentado a ellos en foros internacionales en Ginebra, y en el mundo entero. Cada vez que tratan de desacreditarme diciendo que soy un estadounidense que responde a los intereses de Washington, los desarmo al probarles públicamente que mi única ciudadanía sigue siendo la cubana. Fui refugiado, soy residente permanente y tengo un re-entry permit [permiso de entrada a EE.UU.] con el que puedo viajar el mundo entero.
―¿Y tu familia?
―Mis padres y mis hermanas seguían en Miami y siempre nos reuníamos por las fechas importantes, Navidades y esas cosas. Mi abuela Pura, tan querida, nunca quiso establecerse en Estados Unidos, de modo que se quedó en Cuba, en donde siguió viviendo una casita en Marianao, detrás de Tropicana, aunque le confiscaron la segunda que era la que alquilaba. Una vez pudimos traerla de visita a Miami, en los 1980, y estuve paseándola por toda la ciudad y recuerdo haberla llevado al Centro Vasco de Miami, un restaurante muy bueno que existía entonces. Ella estaba muy orgullosa de ver en lo que se había convertido su nieto. No quiso quedarse y falleció en La Habana años después. Gallega al fin y al cabo era bastante testaruda e independiente.
―¿En qué momento entras de lleno en la lucha por los derechos humanos, ámbito en que todos te conocen y en el que te conocí yo también?
―Ya había sido fundador en 1975 de Of Human Rights, una asociación con la que ya colaboraba como voluntario desde mi época de estudiante en la Universidad de Georgetown, y de la que me convertí en el director ejecutivo. Allí estaban Monseñor Eduardo Boza Masvidal, Elena Mederos, Carlos Ripoll, Jorge Más Canosa, Manuel Jorge Cutillas (presidente de Bacardí y descendiente de su fundador), entre otros cubanos valiosos. Estuve diez años trabajando en esta organización y con Elena Mederos hicimos un trabajo increíble pues ella era muy amiga de María Luisa Matos, la esposa de Huber Matos, que era costurera en Nueva Jersey y no la mantenida por Estados Unidos que decía el gobierno castrista para desacreditarla.
Un día, estando ya Reagan de Presidente, se apareció Jorge Más Canosa en Washington para organizar la fundación de la Fundación Cubano Americana de la que fui su director ejecutivo y para la que trabajé durante seis años. Yo quería que el trabajo sobre el tema cubano se mantuviera independiente de la política norteamericana y es por eso que, en la medida en que la Fundación se iba implicando más con la política de Estados Unidos, sentía que no era lo que me interesaba.
Finalmente, me propusieron convertirme en el representante en Washington de Freedom House, una organización de defensa de los derechos humanos a escala internacional, con sede en Nueva York, que había fundado en 1941 la esposa del Presidente Roosevelt. Allí estuve trabajando unos diez años hasta 1996, tratando siempre de dar prioridad al tema cubano, aunque en realidad la organización se ocupaba de todo tipo de violaciones en cualquier lugar del mundo.
―Creo que te conocí cuando ya estabas trabajando en el Center for Free Cuba…
―Es muy probable porque el Centro se creó en 1997 con muchos de los que antiguamente habían estado en Freedom House dentro de un grupo asesor de las cuestiones cubanas. Con Manuel Jorge Cutillas se pusieron de acuerdo para que yo pudiera dedicarme entonces completamente al tema de Cuba. Estaba William C. Doherty, Irving Louis Horowitz, Jeane Kirkpatrick, y yo como director ejecutivo. En el Centro estuve hasta que me retiré a los 65 años, en 2010, y en mi lugar quedó John Suárez.
―¿Qué esperanzas crees que hay para que Cuba sea un día un país democrático?
―Creo que el futuro de Cuba va a depender de que todos los cubanos, los de dentro y los de afuera, entiendan cómo ocurrió el proceso de democratización de los países de Europa del Este, después del derribo del muro de Berlín en 1989. Ese trabajo lo está haciendo muy bien a la Fundación Memorial de las Víctimas del Comunismo y su Museo, con sede en Washington DC, a los que estoy muy ligado.
Otra cosa esencial es la solidaridad entre cubanos. En Polonia, por ejemplo, cuando alguien caía preso por razones políticos, los miembros de los sindicatos independientes visitaban a las familias del preso y les daban constante apoyo. Sin contar que el papel de la Iglesia fue fundamental en el apoyo también de la disidencia interna. Todas estas condiciones deberían aplicarse para Cuba o, al menos, todo el mundo debería entender cuán esenciales son.
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Publicación fuente Cubanet
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