Beatriz Gago: José Veigas / El ‘profe’ que no quería ser llamado profe

He contado alguna vez que conocí a Veigas a finales de 1999, cuando Janet Ortiz Vian y Vicky Romay preparaban la exposición Tono a Tono. Esa muestra colectiva de arte abstracto que se presentó en el Salón Solidaridad del Habana Libre sumaba voluntades y esfuerzos de intelectuales, artistas y especialistas. Se trataba de un tema “caliente” a las puertas de un cambio del milenio. El deseo de “romper” el silencio histórico sobre el tema era un clamor compartido por muchos. Las organizadoras intentaron ser exhaustivas en cuanto a autores y obras relevantes, en cuanto a demostrar la persistencia e importancia de la abstracción en Cuba. Yo era, apenas, una asistente de curaduría que vivía, sin saberlo, la caída de un tabú.
Casi concluido el periodo preparatorio, un día las curadoras me comentaron que iríamos a consultar el proyecto con el Archivo Veigas, pues querían que él echara un vistazo. No sé por qué, imaginé a Veigas como un funcionario severo que miraría con recelo todo aquel plan y con suerte, estamparía un cuño de aprobación. Aunque el equipo creía tener la mayor parte de las respuestas de su lado, había muchísima expectativa por su opinión.
Nos recibió Estrellita, diligente, y nos llevó a la habitación donde Pepe solía atender a sus visitas. Conducida por ella llegué por primera vez a aquella salita diminuta y desde mi sitio vislumbré, a través de una puerta entreabierta, el recién estrenado “archivo”, con sus anaqueles y sus cajas relucientes, que luego supe se debían a un donativo pues, por años, el Archivo Veigas se guardaba debajo de la cama del propio investigador y las muestras del evento Telarte colgaban en perchas, junto a sus camisas, en el armario personal.
Pero mi mayor sorpresa aquel día fue que, cuando le sometimos a consulta el proyecto, no tuvo que levantarse a buscar ni un solo documento, no tuvo que consultar ninguna fecha o nombre en su ordenador. Veigas conocía de memoria la historia del arte abstracto cubano y lo admiraba. No solo nos señaló detalles importantes a tener en cuenta para varios de los artistas o piezas que consideraba especialmente necesarias en aquel proyecto, también sorprendió a todos con un par de nombres vitales que no habían sido tenidos en cuenta. Por solo mencionar uno, les digo que Carmen Herrera estuvo representada en esa muestra ya que él nos señaló el camino hacia la única pieza de ella que (a saber) existía en Cuba.
Ese día, escuchando sus delicadas sugerencias, me reencontré con aquel trasfondo lógico y dialéctico que creía haber perdido definitivamente al alejarme de las ciencias. Desde entonces siempre soñé trabajar con él, aunque no lo logré hasta seis años después, cuando se gestaba el Catálogo Razonado de Mariano. Gracias a Elvia Rosa, me convocaron para una pequeña colaboración. Me quedé allí durante casi diez años.

Con el tiempo, tuve la suerte de asistir a Pepe en la creación de algunos libros y eventos. Pero aprendí aún más en el día a día del archivo, donde al analizar creadores, obras, exposiciones, nos exhortaba a prestar atención al contexto que rodeaba al artista o al evento. Daba mucha importancia a la historia curricular e incluso al propio nicho familiar. Cada hecho debía ser analizado como parte del sistema cultural que lo cobijó, ¡aunque fuese para negarlo!
Años bellísimos fueron aquellos en que, con la complicidad de muchos amigos, Veigas, Sergio Carbonell y yo logramos echar a rodar El Correo del Archivo por el mundo del arte. Aquella publicación, soportada en e-mail, alcanzó veinticinco números y nos hizo felices. Pensadores irreverentes de los que él disfrutaba tanto como Julio Llópiz, profesores de tanto prestigio como Luz Merino, Mary Pereira, Roberto Cobas o Magaly Espinosa, abrieron sus brazos al proyecto o, incluso, llegaron a tener sus propias secciones dentro de la publicación. Gracias al trabajo de Veigas y Sergio, las donaciones tomaron un ritmo muy alto. Todos, desde cualquier parte, al publicar, cuidaban siempre de enviar a Veigas un fragmento más de memoria.
Las visitas más queridas se atendían en el jardín. Este espacio era, para él, la seguridad de que su hermana Estrellita seguía allí, que era testigo de sus logros. Ingeniera agrónoma, ella había sido la creadora de aquel lugar privilegiado y también “razonado” con precisión científica.
Le encantaban los encuentros con sus amigos, en su mayoría jóvenes polémicos e inteligentes que traían nuevas ideas, risas y debates sobre cultura a su casa. La condición autodidacta, al traspasar la puerta del archivo, dejaba de ser estigma o intrusismo, y se convertía en un mérito…
Para referirme a esos años no puedo dejar de mencionar varias presencias benéficas que lo cuidaron y fueron, a mis ojos, su familia, su conciencia y sus máximos apoyos en el día a día. Tendremos que alguna vez valorar, en toda su importancia, la cercanía de sus vecinos y hermanos José y Carmen, la ternura de su cocinera Zoraida, una mujer sencilla y marginal; la fidelidad de María del Carmen, su secretaria; la compañía de Sergio como amigo y confidente… son más, sin dudas son más, tendría que exigirle esfuerzo a mi memoria, pero estos nombres me saltan a la mente sin ningún esfuerzo.
Las visitas de consulta al Archivo Veigas eran muy frecuentes. Venían personas de muchísimos lugares. Desde investigadores extranjeros prestigiosos hasta estudiantes cubanos de tesis, especialistas de subastas, galeristas, artistas consagrados que querían completar y reordenar sus propios archivos, jóvenes que le pedían opinión sobre proyectos. A todos les atendía por igual, les sorprendía con algún dato que no habían imaginado que él tuviese, a veces que ni ellos mismos recordaban. Veigas dedicaba mucho tiempo a la investigación en las provincias, a los especialistas y artistas que creaban a contrapelo de la carencia de información y de recursos no escatimaba esfuerzos o viajes para ayudarles, los animaba y los admiraba.
Y luego, estaban aquellos que pocos veíamos, que no iban con frecuencia, pero que le dieron a Veigas su más grande apoyo, el verdadero premio que ansiaba: le ayudaron a estructurar en libros y en proyectos culturales todo aquel conocimiento enciclopédico, le garantizaron un nicho a su obra y lo siguieron hasta el final, visitándolo en el hospital o desde la distancia, pero haciendo dignos sus últimos momentos.
Cuando la vida nos alejó físicamente, siguió siempre siendo mi fuente principal. Sus consejos, sus regaños, siguieron llevándome a buen puerto, protegiéndome de pensar según modas o tendencias. Me animaba a ser justa y a trabajar con rigor. A no plegarme.
Nunca me “gradué” del archivo…
Más que una pérdida que debamos lamentar, Veigas, ese “profe” que no quería ser llamado profe, nos acompañará a muchos y por mucho tiempo, en nuestras propias obras.
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