Michael H. Miranda: Mapa dibujado por Idalia Morejón

En todos estos años y tras la aparición en México de su notable ensayo Política y polémica en América Latina, Idalia Morejón ha ido dejando trazos de una escritura que reincide sobre ciertos espacios ficcionalizados. Ya van tres volúmenes—Cuaderno de vías paralelas (2017), Una artista del hombre (2020) y el que aquí comentamos, todos por la Editorial Casa Vacía— que pueden pensarse, más allá del goce que producen, en oposición a esas miradas que simplifican el exilio, el regreso, el viaje, los afectos y los desarraigos; miradas que reducen lo complejo a un repertorio de lugares comunes.
Lo que aparece en la cartografía de esos libros, y muy particularmente en Poquita Cosa se va de compras con John Wayne y otras historias (2025), es también un libro de y sobre carencias: carencias materiales, sí, pero sobre todo carencias simbólicas, afectivas, lingüísticas. El fragmento de Mapa dibujado por un espía que abre el libro funciona como advertencia y brújula. Como Cabrera Infante, Morejón sabe que todo regreso es una caminata por las vidrieras vacías de una ciudad que ya no existe, o existe apenas como decorado político, como exvotos laicos que pretenden “representar” una utopía mientras el país se desmorona.
Ese “aceptar las heridas”, que leemos en el primer texto, podría ser el leitmotiv de una escritura del retorno: sólo aceptando la devastación puede fijarse la mirada en aquello que aún queda en pie. ¿No es la escritura, de algún modo, el último intento por dar forma a aquello que ya ha empezado a borrarse? Creo que ese azoro ante el paisaje perdido es común a muchos de los que llevamos años sin enfrentarnos al rostro desnudo de la ciudad de la que salimos expulsados por una violencia que nos superaba y aún nos supera.
En este museo residual del comunismo cubano, los objetos reaparecen como testigos obstinados del error: la mezclilla de los atuendos obreros, el látex de las tiendas normadas, las chancletas plásticas, la libreta o cartilla de racionamiento, la ropa negra para viudas de una tienda que yo al menos no recuerdo si alguna vez existieron. El trueque reaparece —“dos libras de queso por dos prendas de vestir”— y uno imagina a esos personajes interactuando ojipláticos en un teatro de improvisación permanente. “La memoria necesita sus archivos”, escribe la autora, pero esos archivos están hechos de retazos, de texturas, de un vestuario social que, al mismo tiempo que mal viste, hiere. Y aquí el libro se vuelve, también, un museo portátil de la ropa, del cuerpo y de la economía doméstica: la moda como pedagogía cruel, la identidad como una segunda piel siempre al borde del desgarro.
Pero lo que sostiene de verdad este volumen es la figura de Poquita Cosa: sobrenombre huidizo, máscara, alter ego, instrumento de miniaturización crítica. Puede ser esa criatura sin grandeza aparente, esa presencia menuda que se escurre entre los dedos, pero también la escritora persistente que persigue un fin, que se rehúsa a desaparecer del mapa aunque las antologías la ignoren, esa figura mutante —ángel y demonio, pero siempre terrible en su luminosa precariedad— que nombra y es nombrada, narra y es narrada. No es un personaje en sentido estricto: es un dispositivo, un punto de vista, una ética de la reducción que permite mirar de cerca las marcas del viaje, la violencia de lo cotidiano, la nostalgia sin sentimentalismo, la ironía feroz ante la épica desmontada de un país convertido en ruina.
El libro se reorganiza cuando Poquita Cosa regresa, veinte años después, a la “vieja localidad”. “Repatriada sin parar hasta las seis de la mañana” es quizá el núcleo emocional del volumen: un retrato de la alienación, la paranoia y el cansancio de quien retorna a un espacio donde ya no cabe. La casa inhóspita, la mulata omnipresente en la puerta del cubículo y en cualquier punto de la ciudad, la rutina de encierro y escritura, los sueños violentos, el deterioro material y psíquico, todo compone un cuadro que vibra entre la sátira, la confesión y el delirio, sin perder nunca la precisión verbal. La autora domina el ritmo con una madurez notable, tensando la cuerda entre lo íntimo y lo político sin recurrir a la solemnidad ni al gesto fácil.
La sección final, “Una fiebre fantástica”, más poética y a ratos mística, deja entrar otras formas de respiración: el Inesperado, G, los fantasmas y los fetiches, las voces mínimas que se fragmentan y recomponen. Ahí, Morejón devuelve a su generación, dispersa hoy por el mapa, un eco de lo que fue su impulso más arriesgado: la experimentación, la ruptura del género, la obstinación por no acomodarse.
Los autores que me interesan son los que escriben libros marcados por esa vocación híbrida que desafía las oposiciones habituales entre narrativa y peripecia, poesía y emoción, ensayo y reflexión. Los que escriben libros, si así desean llamarse, raros, o sea, sin concesiones. Sé que muchos de los que escribimos desde la condición de exiliados lo hacemos como sobrevivientes de un naufragio, desconectados de un campo literario que nos expulsó hace ya tiempo y al que difícilmente regresaremos. Pero estos libros demuestran que ni la desconexión ni la dispersión son extravíos.
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