Jorge Enrique Lage: 50 años después (fragmentos sin imán)

Que no te la cuelen con la Revolución eterna: el año que está por nacer es el año del cincuentenario de la muerte de José Lezama Lima, fallecido en 1976 en un pabellón del hospital Calixto García, donde probablemente lo atendieron remal, aplicando la ley del mínimo esfuerzo.
Los pabellones son otra literatura, ya se sabe.
Este cincuentenario me intriga desde hace días.
¿Hasta qué punto será (no) recordado Lezama en 2026 a propósito de la efeméride? Quiero decir, más allá de los círculos concéntricos de la diáspora cubana, de los que un medio como este forma parte. Fuera de los cursos campus délficos o las cátedras decadentes de cubanosofía.
Pregunta no retórica: ¿habrá caído Lezama Lima en el olvido?
Y es que hay olvidos y olvidos.
Cuando en aquel coloquio parteaguas celebrado en 1994 en Casa de las Américas, La Habana, Rolando Sánchez Mejías leía en alta voz su antológico ensayo titulado “Olvidar Orígenes”, estaba mucho más cerca de la muerte —y del recuerdo— de Lezama que lo que estamos hoy en día nosotros de cualquier ensayo que lleve por título “Olvidar Orígenes” o algo parecido.
(Entre 1976 y 1994: un brevísimo paréntesis.)
Otra era: no imaginaria, sino arqueoliteraria.
Vistos desde la actualidad, el cadáver aún asmático de Lezama y aquel joven Sánchez Mejías forman parte del mismo estrato geológico.
O geopolítico.
Pero con ladrillos de adobe.
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En 1976 Steve Wozniak y Steve Jobs fundaron Apple. Y no me importa cuántas veces haya sido desmentido: para mí la manzanita mordida del logo será siempre la manzana inyectada con cianuro que mordió Alan Turing antes de quedarse dormido para siempre, como una Blancanieves a la que nunca besaría ningún príncipe.
La besó un sapo.
Un sapo teórico y queer llamado “máquina de Turing”.
“Todo algoritmo es equivalente a una máquina de Turing”, reza una de las tantas tesis —a cual más abstracta— de la teoría de la computabilidad. Sigo pensando que hay algo terrorífico ahí.
Si el cincuentenario no se ajusta a la leyenda, el output de la caja negra —que es la caja del muerto— imprime la leyenda.
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Pienso en Lezama Lima mientras leo Dreaming of Babylon, de Richard Brutigan. Una novela que ya estaba escrita en 1976, pero se publicó al año siguiente por Delacorte Press, una editorial de pulp magazines e historias baratas de detectives que acababa de ser absorbida —sí, en 1976— por el gigante Doubleday.
El libro, recuperado luego en tapa dura por Blackie Books, dentro de su Biblioteca Brautigan, empieza así:
“Apuesto a que una de las razones por las que nunca he sido un buen detective privado es que he pasado demasiado tiempo soñando con Babilonia”.
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En 1976 se logró por fin la demostración del Teorema de los Cuatro Colores, inatacable durante más de un siglo:
Dado cualquier mapa con regiones continuas, este puede ser coloreado con cuatro colores diferentes o menos, de forma que no queden regiones adyacentes con el mismo color, asumiendo que las regiones adyacentes comparten no solo un punto, sino todo un segmento de frontera.
Si bien parece sencillo, pan comido, fruta dócil, muchos intentos de demostración fallaron justamente por no seguir hasta las últimas consecuencias dicho supuesto de frontera: el pulso entre lo que se define como “región continua” y lo que se entiende por “región adyacente”.
La demostración matemática, publicada en 1976, hacía uso de la fuerza bruta de aquellas máquinas cuyas bases había definido Alan Turing. Era una secuencia relacional que carecía de misterio y de épica.
A los expertos en teoría de grafos no les gustó. Echaron en falta algo de poesía. Sobre este particular, ya Lezama había escrito: “Cuando el negro come melocotón tiene los ojos azules”.
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Richard Brautigan fue el Kurt Vonnegut de la generación beat. Mejor que Ginsberg. Mucho mejor que Kerouac. Quizás solo superado por Burroughs.
Murió borracho y olvidado. Se pegó un tiro en la cabeza con una Magnum calibre 44.
Dreaming of Babylon recuerda la California norteña, psicodélica, de Philip K. Dick. Algunos pasajes me hacen pensar en Twink Peaks y Carretera maldita. David Lynch tiene que haberlo leído, no me cabe duda.
“Puede haber un paraíso en la tierra si eres es una estrella del béisbol en Babilonia”, dice el protagonista, y se me ocurre que Lezama ha alcanzado aquí su definición mejor.
José Lezama Lima: una estrella del béisbol en Babilonia.
Corre las bases jadeando, como un hipopótamo del Éufrates. No importa cuánto se demore en llegar al home: ha botado la bola del diamante y ahora hay que ir a buscarla en la otra punta del desierto.
El estadio es el Latino en la década de 1970.
Y esa bola descosida es él.
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En 1976, en las Olimpiadas de Montreal, Nadia Comăneci obtuvo la puntuación perfecta en la competencia de gimnasia artística: 10,00.
Nadie, antes de Nadia, había logrado ese score antes.
Nadia Comăneci tenía entonces catorce años.
Los jueces se quedaron boquiabiertos.
También se quedó boquiabierto, frente al televisor de su casa, un tal Jeffrey Epstein, a quien acababan de expulsar (o estaban por expulsarlo) de la escuela preparatoria en la que impartía clases.
Perfect ten…, pensó JE, sin apartar los ojos de la rumanita —la pequeña comunista que no sonreía nunca, según Lola Lafon—, repasando mentalmente las piruetas que acababa de presenciar.
Perfect teen…
Y concluyó que algo podría haberse estropeado, quizás para siempre.
Culpó a los equipos encargados de computar las calificaciones.
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Lezama se refería a la primera edición de Paradiso (Letras Cubanas, 1966), tan llena de erratas, como “mi ladrillo cuneiforme”.
Por encima del escribidor o redactor, está el escritor.
Por encima del escritor, tenemos ahora al escriba.
Suspendido en el tiempo insular, Lezama es uno de esos escribas. Quizás, el único.
(Suspendido, también, en la acepción de desaprobar un examen).
Y es que, con el reflujo de las erosiones y la subsecuente acumulación de capas de adobe, cortezas significantes, alfabetos descontinuados y tablillas partidas en trozos de puzle, poco a poco y bibliográficamente, el escriba se vuelve una figura de magnitud mítica.
Lezama es un yacimiento.
Tiene la corporeidad calcolítica de la colina de restos, del montículo, del túmulo pagano.
Lezama: Babilonia disociativa en pleno trópico.
Lezama: daydreaming maladaptativo que se equilibra entre el poema, el papiro y el pulp.
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Leo a Brautigan:
“Volví a caminar por Sacramento Street con mucho cuidado sin pensar en Babilonia. Mientras caminaba, simulé que me acababan de hacer una lobotomía frontal”.
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En 1976, la sonda espacial Viking-1 se posó en Marte. Fue el primer aterrizaje marciano exitoso de la historia.
Un niño pequeño de la Sudáfrica blanca, de nombre Elon Musk, contemplaba entusiasmado las fotografías que Viking-1 empezó a despachar a la Tierra. En particular, aquel rostro misterioso que de inmediato bautizaron como la “Cara de Marte”, captado por el módulo orbital en su vuelo sobre las mesetas de la región de Cidonia.
Poco después, aquel niño supo que la Cara de Marte no era más que una formación rocosa irregular, un efecto de luces y sombras sobre una colina, y aprendió el significado de la palabra “pareidolia”.
Sin embargo, de manera inexplicable, en su cabeza siguió martilleando esta idea intrusiva: aquel rostro descubierto en la superficie marciana era el rostro de una mujer antiquísima, cuyo cuerpo de estatua yacería enterrado en un desierto del planeta rojo, como testimonio de alguna civilización terrestre desaparecida que llegó allá arriba mucho antes que el proyecto Viking y que él.
Tampoco se le iban de la mente estas palabras, dictadas como por un fantasma —o el amigo imaginario, siempre monstruoso, de ciertos preescolares autistas— en un idioma que el niño Elon desconocía:
“Dánae teje el tiempo dorado por Cidonia”.
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En 1976 murieron también, uno detrás de otro, Martin Heidegger y Werner Heisenberg.
De los dos, el menos nazi era Heisenberg. Es por eso que el famoso Principio de Indeterminación —contraintuitivo hasta más no poder, odiado por Einstein y pesadilla de los estudiantes de física cuántica, incluso después de haberse aprendido todas las ecuaciones— sirve más para entender el mundo (es decir, para no entenderlo) que el Dasein.
Si consideramos a los escritores como magnitudes entrelazadas, en la literatura cubana tenemos dos parejas de baile famosas: José Martí / Julián del Casal y Virgilio Piñera / José Lezama Lima.
Si hay otras, yo no me las sé. Pónganlas en los comentarios.
(Nadie va a poner nada, absolutamente nada, en los comentarios).
Aplicando el Principio de Indeterminación, o Principio de Incertidumbre: mientras más te acercas a Martí, más te alejas de Casal y viceversa; mientras más te acercas a Lezama, más te alejas de Piñera y viceversa.
No es un problema nuestro, como lectores. No es una deficiencia de tus lecturas: es la estructura de fuerzas que subyace al fenómeno literario, que está constituido de esa manera y no permite un estado posible, intermedio, al margen del continuo.
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En 1976, en los talleres automovilísticos de Almusafes, Valencia, muy cerca de donde escribo esta última columna del año (pasando frío para ahorrar electricidad), empezaron a ensamblarse los Ford Fiesta de primera generación.
El primer día, el capataz de una de esas fábricas, frente a los mecánicos reunidos, declamó sin pensar: “Nacer es aquí un Ford Fiesta innombrable”.
Nadie entendió lo que estaba diciendo, ni por qué lo estaba diciendo. Se miraron unos a otros y siguieron sorbiendo café y soñando con el cadáver de Franco.
Ni siquiera el capataz entendió lo que había pasado por su cabeza.
¿Qué demonios…?, se dijo. ¿Acaso estoy poseído?
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Leo a Brautigan:
“Aunque las cosas hubiesen sido un poco duras, no me arrepentía de soñar con Babilonia todo el rato”.
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En 1976 el biólogo Richard Dawkins, que tenía a la misma edad de Rolando Sánchez Mejías cuando escribió “Olvidar Orígenes”, publicó The Selfish Gene, uno de los libros de divulgación científica más importantes y polémicos del siglo XX.
Ya saben: la gallina es el medio del que se vale un huevo para hacer otro huevo. (Es menos tonto de lo que parece y supuso una verdadera revolución en el seno del darwinismo en los lustros siguientes).
Pero hoy en día resulta imposible no pensar en El gen egoísta sin recordar que Dawkins discutía en ese libro, muy seriamente, el concepto de “meme”. Y que, cincuenta años después, dicho concepto se ha confetizado —vía internet 2.0— hasta borrar todo rastro de aquel paralelo gene/meme planteado en la formulación originaria.
Pregunta no retórica: cincuenta años después, ¿es José Lezama Lima alguna clase de meme?
Y también: ¿puede llegar a ser algo más que eso?
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En otro ensayo, Richard Dawkins escribió lo siguiente (traduzco e intervengo la cita en extenso):
“Todos vamos a morir, y eso nos convierte en los afortunados. La mayoría de la gente nunca morirá, porque nunca nacerá. Los seres humanos que potencialmente podrían haber estado aquí en mi lugar, pero que nunca verán la luz del día, superan en número a los granos de arena del desierto del Sahara. Sin duda, entre esos fantasmas no nacidos hay poetas mejores que Lezama y científicos más grandes que Heisenberg. Lo sabemos porque el conjunto de posibles seres humanos que aloja nuestro ADN supera astronómicamente al conjunto de seres humanos reales. A pesar de esas probabilidades abrumadoras, somos tú y yo, en nuestra mediocridad, los que estamos aquí. Somos los privilegiados que ganamos la lotería del nacimiento contra todo pronóstico. ¿Cómo nos atrevemos a quejarnos de nuestro inevitable regreso a ese estado previo del que la inmensa mayoría nunca ha salido?”.
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En La idea natural (Acantilado, 2024), María Negroni le presta su voz a Charles Darwin. Yo voy a robársela aquí, de segunda mano, para ventrilocuar —¿ventriloquecer?— a un José Lezama Lima que ya no es el bobo de Babel, ni el escriba mesopotámico, sino el naturalista inmóvil que, contra todo pronóstico, ha sabido plantar cara en los pabellones del Calixto García:
“Salgo poco y, si lo hago, llevo un chaquetón cargado con instrumentos que repican como cacerolas”.
“A veces pienso que el horrible conocimiento que llevo atascado en el cerebro es lo que me causa fiebre, palpitaciones, ataques de asma y depresión”.
“A veces pienso que odio lo que amo”.
“En suma: trabajé mucho y tan bien como pude”.
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Por última vez y, para despedir 2025, leo al detective-narrador de Richard Brautigan:
“Tenía que resistir a Babilonia durante un rato, lo suficiente para conseguir algunas balas. Hice un esfuerzo heroico mientras bajaba las escaleras del mohoso y sórdido edificio, que olía como una tumba, para mantener a Babilonia fuera de mi alcance”.
“Durante unos pocos segundos estuve en vilo y luego Babilonia regresó a las sombras, lejos de mí”.
“Me sentí un poco triste”.
“No quería que Babilonia se fuese”.
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Publicación fuente ‘Hypermedia Magazine’
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