Atilio Caballero: Apostillas ‘by myself’

Autores | Dokumentxs | 15 de septiembre de 2025
©Atilio Caballero y su esposa en Río Cauto / Imagen ‘intervenida’

Continuamos nuestro nuestro Dossier «Los narradores hablan de sí mismos» con esta completísima disección de Atilio Caballero a sus novelas y relatos y, por qué no, a algunas de sus piezas teatrales.
Gocen.
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Puede parecer un lugar común; seguramente lo es: someterse a un ejercicio de auto-exégesis supone, más allá de la lógica sospecha de (dudosa) autoestima, la posibilidad de, o bien dejar cosas importantes en el camino, o bien un acto de dilatación exagerada sobre lo que se piensa de uno mismo, o sobre la propia obra. Hay que recordar a Northop Frye (Anatomía de la crítica): “(…) el poeta puede tener, por supuesto, cierta capacidad crítica y, de este modo, ser capaz de hablar acerca de su propia obra. Pero el Dante que escribe el comentario sobre el primer canto del Paraíso es simplemente uno más entre los críticos de Dante”. Pretenderé, entonces, intentarlo de la manera más objetiva posible. Involucrar en ello seis de mis libros de narrativa: tres novelas y tres volúmenes de relatos. Y el alegre contrapunto –es casi imposible para mí evitarlo– con algunos de los textos escritos para el teatro. O mejor: “Material para la escena”, como prefiero llamarlo.

Novelas:

1. Naturaleza muerta con abejas (Olalla Ediciones, 1996 / Letras Cubanas, 1999): La realidad se convierte en un material.

2. La última playa (Unión, 1999; Akal Literaria, 2001; Mecenas Editores, 2005; Hypermedia Ediciones, 2016): La realidad se convierte en una imagen.

3. Luz de gas (La máquina de Bukowski) (Letras Cubanas, 2008; Bokeh, 2019): La realidad se convierte en una distopía.

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Un material muy específico, sin embargo, que pudo ser asumido de muy diversas maneras, y creo que, sobre todo, desde el conocimiento, y no solo desde la experiencia. Creo que era Musil quien decía que la creación literaria era, en su esencia más íntima, una especie de “(…) lucha por una manera de ser más elevada del hombre; a este fin, es ella análisis del orden existente y ningún análisis vale sin la virtud de una duda llena de audacia”. Una duda llena de audacia, qué gran paradigma para cualquier escritor.

La “duda” era una pregunta muy sencilla: ¿tengo, quiero escribir sobre “esto”? ¿Lo siento como algo absolutamente necesario? La “audacia”: si escribo sobre este asunto, y lo hago público, viviendo en Cuba, las consecuencias serán inevitables. Pero la experiencia había generado un conocimiento que necesitaba compartir, hacerlo dialogar con otros, en primera instancia. Ya volveré sobre esto.

En Naturaleza muerta con abejas intenté reflexionar sobre la vida militar en un país comunista y tropical. Double trouble, como el disco –y la banda‒ de Stevie Ray Vaughan. La mayoría de sus capítulos están escritos en primera persona, y alternan con un narrador omnisciente que “comenta” las posibles causas de los actos del personaje central, y sus posibles consecuencias. Una mirada que intenta ser neutral y a la que sin embargo parece no quedarle más remedio, ante ciertas situaciones, que “tomar partido” ante lo imperioso de algunas circunstancias. La estancia del personaje protagónico en un sistema disciplinario rígido –unidad militar del servicio militar obligatorio– utiliza la metáfora del claustro monacal, un rebaño de “feligreses” reunidos por la desgracia y no por la fe. Y todos con un único y tenaz objetivo: escapar. Saltar al otro lado del muro. Reencontrar “la libertad”.

La línea argumental, sin embargo, sigue el “pequeño drama” –pequeño comparado con la multitud de situaciones dramáticas que padecen los que allí conviven‒ que involucra a este personaje principal y al Sertit, un amigo que viene de la vida civil, y que ahora se resiste a “cruzar el límite que marca la tapia”, porque supone que no tiene sentido “(…) salir de un encierro para entrar con fingida alegría en otro mayor”: el de la realidad cubana en 1980. Recordemos también: Mariel. Las noticias que llegan de “fuera” hablan de un momento convulso, una crisis social de gran magnitud, de una diáspora, de un escape masivo no exento de violencia. El protagonista está convencido de que es importante conocer in situ lo que está sucediendo, y pone todo su empeño en que el Sertit lo acompañe en esa fuga “al mundo libre”. Para el Sertit, sin embargo, ya nada tiene sentido, y no descarta el suicidio como la mejor solución. Nuestro protagonista hará todo lo posible por evitarlo.

Esos fueron, principalmente, los dos temas –dos grandes temas– que me interesaba tratar en este libro: la amistad y la muerte. El protagonista intuye que el Sertit tiene razón, pero no lo puede dejar morir. También sabe que, una vez fuera, no podrán cambiar la realidad, cualquiera que sea esa con la que van a encontrarse. Pero pueden dar “testimonio de ella”. Y eso le parece suficiente. Importante. La angustia del Sertit es indolora; ninguna emoción lo sacude; prefiere el sojuzgamiento voluntario (deseado) a la falsa libertad. (Al respecto, Alberto Garrandés, en un artículo sobre esta novela[1] dice que:

“(…) resulta obvio que Naturaleza muerta con abejas, en cuya elaboración interviene una prosa meditativa y esmerada, se ajusta al dibujo de una alegoría del sometimiento humano, y que esa alegoría, por su carácter integral en cuanto a la impugnación que alcanza a hacer, es de índole antiutópica. Como construcción verbal descuella por su capacidad de poner en juego, otra vez, el debate entre la Libertad razonada y el Poder inconvincente, el sujeto despierto y las instituciones, el hombre pensante y la voluntad inapelable de la fuerza (…) El problema artístico de ficcionalizar el debate en torno a la Utopía, ha sido allí, creo, el fundamental. La idea que atraviesa a la novela como una viga, y en la que se sostiene la eficacia de su carácter apelativo, es aquella según la cual toda razón de orden y de justicia —digamos justicia social— va acompañada de lo utópico y, de hecho, de la elaboración de la Utopía. Sin embargo, cuando la Utopía comienza a autorreferenciarse, o sea, a distinguirse ella misma como única verdad posible, entonces surgen empeños ajenos a la razón: abolir el pasado real o reescribirlo, por ejemplo, y materializar la propia Utopía, que siempre es un querer ser, no algo conseguido. La Utopía sin razón es terrible, parece decirnos Atilio Caballero». (p. 74-75)

En este mismo sentido, en otro estudio sobre esta novela, Emilio Ichikawa apuntaba:

“Cuando Caballero quiere ser político en su novela lo es; la política es, en definitiva, una arista legítima y bastante visible de la sociedad que le interesa inventar literariamente. Hay pasajes abiertamente políticos, sinceros y, aunque la palabra está muy cargada por su mal uso, hasta “panfletarios”. No hay alegoría cuando se aborda la presión que sufre el intelecto que tiene en la reflexión un riesgo, cuando se denuncia que una tarea heroica puede significar “limpiar la mierda de los demás”. Ningún planteamiento metafórico donde se presenta la operación de la propaganda oficial, la acción de la sospecha, la corrosión por el miedo, la relación de poder. Y donde menos retórica y evasivas hay, es en la literatura sobre los actos de repudio y el accidentado “irse” que en el marco de la novela es un viaje por tres costas: de sur a norte y a más norte”.

Creo que no les faltaba razón a ninguno de los dos. Porque el tercer tema que me obsesionó durante la gestación mental y luego durante todo el proceso de escritura fue el tema del Poder. Y mi posición de ciudadano libre frente a él. Un dilema, también, moral, sin lugar a dudas. Un tema sobre el que, de una u otra manera, he vuelto luego en varias ocasiones. Un “afán” que mucho se parece a la pretensión (moral) de lograr con ello la trama de todas las tramas; la única narrativa verdaderamente convincente.

***

En el centro de la bahía de Jagua, en Cienfuegos, hay un pequeño islote llamado Cayo Carenas. Un antiguo lugar de veraneo, sobre todo, ahora despoblado. De niño recuerdo haber ido un par de veces con mis padres. Siempre fue, para mí, un lugar curioso. Enigmático. Años después, volví una mañana, solo. Quería conocer la pequeña iglesia que allí había, uno de los pocos lugares del cayo que resistió al paso del tiempo y la depredación humana, y donde, una vez a la semana, y para cinco feligreses, se oficiaba aún. Fue muy emotivo; el sacerdote resultó ser alguien que yo conocía desde la infancia y me pidió que lo ayudara en la misa como el buen monaguillo que siempre fui. Sin embargo, lo que más llamó mi atención de aquella visita había sucedido ya, antes de la misa. Minutos después de desembarcar, recorriendo el islote, llegué hasta una de sus diminutas playas. Allí, un anciano se las arreglaba en una complicada y misteriosa maniobra: por la erosión del agua, un árbol había perdido su soporte de tierra, y había caído al mar. Sus raíces al aire semejaban dedos agarrotados. El anciano había amarrado una soga a su tronco, y con un ingenioso y artesanal mecanismo de poleas intentaba alzarlo nuevamente, hasta dejarlo erecto en el mismo lugar donde siempre había estado. Le pregunté si necesitaba ayuda, pero no respondió. Seguí caminando por la orilla. Un poco más adelante, otros dos árboles habían sido izados, tal vez de la misma manera y por el mismo hombre. Miré hacia el este: al parecer, había más árboles “recobrados”. Una espacie de “land art”, de “intervención” a escala macro, o de arrebato ecológico. La imagen de ese anciano tirando de un cabo grueso con todas sus fuerzas para levantar el árbol caído quedó grabada en mi retina. Y en mi cabeza. Y sobre esa imagen escribí esta historia.

Que en buena medida, como ya se puede suponer, es una historia real. La mayor parte de lo que narro en esta novela ocurrió en realidad, según aseveraciones del propio Simons (de quien llegué a ser un buen amigo) y de algunas referencias bibliográficas. De ahí su marcada impronta testimonial (las referencias del marino, del geólogo, del soldado…), esos “documentos”, más cercanos tal vez a la non-fiction. Insisto siempre en esto pues, al ser una novela que ha gozado de un acompañamiento crítico bastante amplio, algunos estudiosos la han analizado desde una perspectiva esencialmente alegórica. Que algunos prefieran leerla desde esta visión, está bien. Pero nunca fue mi intención: todo lo contrario.

El tiempo, la memoria, la angustia por la pérdida, el amor: he aquí algunos de los fundamentos que motivaron la escritura de La última playa. Y fue de mi interés que el argumento los tuviese en cuenta con no moderada frecuencia. Porque también son asuntos importantes para mí. Con respecto al argumento ‒el fracaso de la construcción del puente en tres momentos de la historia nacional del siglo XX: 1933, 1959, 1989‒, todo gira en torno al tiempo. O como dice Nanne Timmer[2]: “Es la tensión entre el nunc stans o tiempo detenido, y el nunc fluens, su transcurrir”. Simons ve caer los árboles y destruirse las casas y le urge rescatar, al menos, la apariencia de las cosas, no almacenar recuerdos. Según pasan los años se hace más evidente el abismo entre el estado actual del entorno y la memoria –o la remembranza‒ de lo que realmente allí se vivió. Eso hace que el impulso por reparar se convierta en un impulso contra el tiempo. Como si Simons se ubicara en un cruce entre kairós y chrónos. El eterno debate de la condición humana en sí misma, podría decirse. Simons no se pregunta “(…) si en realidad su empeño tenía importancia, si a la larga todo sería en vano”, pues para él solo existía una realidad dolorosa: “el lugar desaparecería, pero conservar la memoria dependía de él”. Como si Cayo Arenas fuese también el paisaje interior del anciano, topos y espíritu que se conectan; vida y muerte de ambos se relacionan.

Porque aquí la problematización del tiempo implica también la problematización del espacio. Cayo Arenas como topos, como lugar de los acontecimientos, como plataforma física, como materia orgánica en descomposición donde van quedando los remanentes, deshilachados, del argumento. Un lugar que –también según Timmer‒ “(…) aun siendo real, cobra fuerza mítica en esta fábula (…) El microcosmo se mueve entre la historia –convirtiéndose el lugar en sinécdoque de la nación‒ y el mito –por las reflexiones existenciales sobre el hombre y su entorno”. Un mito, sin embargo, que no está, como usualmente solemos valorarlo, íntimamente ligado  al inicio de las cosas: aquí –en La última playa‒ se trata más bien del final. Un final donde apenas queda memoria, en franca desaparición por los agentes naturales, la desidia humana y la insidia política.

Con relación a este último aspecto, algo siempre tuve claro durante la escritura: Simons no es “un ser equidistante”, políticamente hablando; no es como ese heterónimo de Pessoa que se vanagloriaba diciendo “sólo tienen convicciones profundas las personas superficiales”. Él no sabía –tampoco le interesaba saberlo‒ si las suyas eran profundas o no. (Tampoco es esta una novela que intenta tratar algunas “preocupaciones profundas”, aunque sí profundamente preocupada por la inmediatez de la experiencia humana). Sí sabía que hay en esta actitud cierta pueril irresponsabilidad, cierto cinismo, y también sentido de superioridad intelectual: de esa sí se vanagloriaba con sorna. Su actitud, lo quisiera o no, por “extraña”, atemporal, desafiante o inconforme, era política. Y eso, para mí, siempre estuvo muy claro. Como dijo a propósito Josefina Ludmer: “Simons es ‘una subjetividad diaspórica’ donde actúan ‘otras políticas’, fuera de lo ‘nacional’ y lo ‘social’”/ Y el sujeto de La última playa representaría el espíritu latinoamericano del presente como historia de la dependencia de los que llegan y se van y dejan a los que quedan en el fracaso y la imposibilidad de los sueños. Serían textos y sujetos críticos de cualquier régimen y sistema. Si se las lee como escrituras cubanas, serían críticas del régimen político nacional.  Como se trata de la literatura de Cuba, que tiene una posición de excepción en América latina, la lectura identificaría sus políticas con “la política”, fijaría su ambivalencia y desdiferenciación, y buscaría “la toma de posición”. La ciudad (el Centro Habana) de Gutiérrez y La última playa de Caballero serían entonces dos “ficciones territoriales” críticas del “periodo especial”: una mostraría el lado oscuro del sistema, el otro el fin y la imposibilidad de todo sueño [3].

Un aspecto en el que decidí enfatizar (con discreción): intentar mantener vivo lo que evidentemente ya no está, es más proyecto de memoria que de vida. La negligencia política y la indiferencia humana son, siempre, una especie de fin de mundo. Por eso, ya casi al final, Simons reflexiona como no lo había hecho hasta ese momento; habla del subsuelo como “una parte animal, espesa y orgánica: una materia fuera de la historia o de la ley que lo impregna todo”, una parte animal que “borra las divisiones sociales” y a la vez “conecta y une”, mientras hacia afuera, en la ciudad (que es la sociedad, lo global, la nación, el miedo) “todo es división social”.

El abandono, la descomposición, el olvido, el rechazo incluso por razones estúpidamente ideológicas funcionaron durante la escritura como “disparadores” para la acción. “Presencias” que no se disiparon durante toda la escritura, que parecían exigir su importancia en la misma. (Una escritura, por cierto, muy rápida, de no más de tres meses en su primera versión… Como si alguien me hubiese estado susurrando al oído el orden y la redacción de las frases –sí, ese lugar común. La consecuencia, ahora sí, de haberla estado “pensando” por más de tres años). Es decir, yo había llegado a la conclusión de que, amén de las causas naturales descubiertas por Simons que influían en la futura e inevitable desaparición del islote –erosión, corrientes submarinas‒, hubo también una “complicidad” de orden humano para cerrar un ojo –o los dos‒ que permitió la invasión de forasteros que lentamente –y no tanto‒ fueron devastando los jardines, las casas, las precarias y vitales estructuras hidráulicas, los muelles…, todo eso que pudiese significar “un símbolo del pasado oprobioso”, y que era necesario eliminar. Como en la Revolución Cultural China (cuyo desarrollo –1966/1976–, por cierto, coincide cronológicamente con los años de mayor devastación humana del cayo). Así pues, la intención suponía también una reflexión crítica sobre el presente a través de la memoria histórica. Y donde los temas fundamentales a “desarrollar” fueron las relaciones entre el hombre y el tiempo, entre lo personal y lo colectivo, entre la memoria y el olvido. Temas estos que, con cierta insistencia, han sido tratados en otros momentos de mi escritura narrativa, sobre todo en algunos relatos de El azar y la cuerda y La maleta de B.

Decía hace un momento que la escritura de La última playa (primera versión) me ocupó alrededor de tres meses –a diferencia de otros textos (la gran mayoría), de mucha más larga elaboración, y re-escritura‒, y que eso tal vez haya sido así porque previamente estuve casi tres años pensándola, un largo proceso de escritura mental. Donde muchas cosas entraban, salían, volvían a entrar, esta vez travestidas o bulliciosas; donde la estructura interna se iba componiendo como un sutil mecanismo de engranajes… Lo que sí siempre tuve muy claro fue que esa historia debía ser contada como una novela. Y para ser más preciso: como una novela corta con el aliento de una novela larga. Los acontecimientos históricos que acompañan la existencia del personaje protagónico revolución del 33, exilio, Segunda Guerra mundial, revolución del 59, caída del muro de Berlín…– determinan de una u otra manera su comportamiento, su visión del mundo y, sobre todo, modifican, estimulan o frustran su “misión” fundamental: construir un puente que uniera el islote con tierra firme, única forma según él de perpetuar su trascendencia. Y todo esto no cabe en un relato (por muy largo que sea)[4]. En ese mismo sentido, como estudié guion cinematográfico, y también porque algunos capítulos están escritos de manera que pueden hacer recordar un tipo determinado de secuencia fílmica, algunos han querido ver este cuerpo textual de La última playa como la posibilidad de un hipotético filme (que ya se hizo, por cierto, pero que por compasión no le recomiendo a nadie). Tal vez. Pero para mí siempre estuvo claro que era una novela. El formato idóneo para ese personaje y esa historia.

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La realidad se convierte en una distopía

Luz de gas (o La máquina de Bukowski, según la edición de Letras Cubanas) es una historia sobre el tedio. Y el desencanto. Y también: sobre la banalidad del bien. Intento un spoiler de argumento (fragmento): tres jóvenes que viven en La Habana se aburren enormemente en una ciudad cada vez más cara, tediosa, con menos opciones, peligrosa, y oscura. Alguien les ha dicho que en cierta zona en las montañas al centro del país crece abundantemente la stopharia cubensis, hongo alucinógeno que germina sobre la mierda del ganado. Allá se van los tres y una tarde, luego de una alegre comelata alcaloide, van a dar a una cabaña en medio del bosque donde vive una anciana y donde, como tótem al centro de la precariedad, se alza una máquina de escribir Remington, 1956. En su  alucine, ellos deciden cargar con la máquina: la anciana les ha confesado que perteneció a Charles Bukowski. Escapan del lugar con el botín y buscan la manera de llegar lo antes posible al llano: en La Habana podrán vender esta reliquia histórica a buen precio, y hacer sus días en la ciudad un poco más entretenidos. Al abordar el ómnibus que los llevaría de regreso se percatan de que ya no les queda dinero, y la única solución es vender la máquina allí mismo, al primer postor. Con cuyas coordenadas se quedan, eso sí; pretenden regresar lo antes posible y recuperarla.

Ya en la capital, deciden utilizar esta vivencia / posibilidad como oportunidad. Se enteran de que un agente de la contrainteligencia disfrazado de rastafari sabe de la existencia de la máquina, y que los vigila. Es entonces que deciden echar a correr el comentario de que el preciado objeto no está en venta: si alguien lo quiere, debe darles a cambio un quintal de marihuana y la cantidad de papel de fumar necesario para consumir tal cantidad. Es la única solución para paliar el tedio. Al mismo tiempo, deciden esconderse y vivir esa “aventura” de modo diferente: habilitan la enorme cisterna de la casa de uno de ellos, desde donde dirigirán y controlarán todo el “operativo”. Porque al interés local se suma ahora la llegada de Flaubert, un detective privado y desquiciado que viene de New Orleans, contratado por un coleccionista literario…

Luz de gas está concebida como un “thriller agónico”. No existe tal denominación: así me gusta llamarla. Me propuse utilizar conscientemente varios de los recursos narrativos y estructurales de cierta literatura noir, elementos de suspense, personajes arquetípicos y parodias de situaciones específicas (Chandler, Hammett,  Jo Nesbø…) para recrear una situación donde, a diferencia de los referentes tradicionales, los personajes actuaran no según a un interés, suceso u obsesión particular –robo / asesinato / desaparición‒, sino, justamente, de la ausencia de deseo, de la no pretensión de involucrarse en un hecho determinado. La quietud, la no-acción como detonante de la acción.

Normalmente, un thriller necesita algún tipo de pregunta, problema o misterio que se resuelva a lo largo del libro, lo cual es un elemento importante que lo distingue de otros géneros. Los escenarios suelen ser siniestros, para captar la atención del lector; casi siempre hay un protagonista carismático, un villano retorcido, giros inesperados, etc. Y, a diferencia de las historias de misterio o terror, utilizan el suspenso, la tensión y la emoción para impulsar la trama. En esta historia no hay “protagonista carismático”; nada se “resuelve” a lo largo del libro; no hay escenario siniestro: más bien una ciudad en ruinas, prácticamente detenida en el tiempo y donde el hastío parece ser su estado normal de existencia; los “villanos”, lejos de parecer retorcidos, son más bien esperpénticos… Y la emoción brilla por su ausencia. Donde no hay pasión es imposible que haya emoción. Si necesariamente tuviese que definir el género en Luz de gas, añadiría al ya mencionado “thriller agónico”, la pretensión de crear algo a partir de la propulsión y la tensión. Donde las herramientas principales serían la tensión y la liberación. Con un toque de suspense, claro. Con personajes realistas. Narrativas cortas (capítulos de cuatro-cinco páginas), varios giros de trama, una escena de clímax intensa y un final en suspenso, en el que no sabemos si la máquina de escribir que ese personaje enigmático llamado El Hombre del Caballo echa al mar es realmente la máquina de escribir en cuestión, la máquina que perteneció a Charles Bukowski, o cualquier otra, una de las tantas –más de un centenar‒ de la misma marca y modelo que hemos visto aparecer a lo largo de esta historia:

“De aquí no puedo pasar, Hank. Es lo más cerca que puedo dejártela, Buen viaje, y paz y alcohol para tu alma. Suelta la soga y le da un empujón con el pie. La pequeña balsa con su carga cabeceó sobre las olas. Luego pareció estabilizar su equilibrio, y se alejó lentamente de la costa hasta desaparecer en la oscuridad”.

Creo pertinente recordar que la acción de desarrolla en algún momento del año 1980.

Los tres jóvenes saben que de la tapa de la cisterna para afuera hay un mundo que no los necesita, y que ellos tampoco necesitan; un mundo que les brinda muy pocas posibilidades, y del cual deciden depender solo para garantizar la simple sobrevivencia. Una cisterna –aquí revelo uno de los tantos guiños‒ que a ratos se parece bastante, salvando las distancias en el tiempo, a aquella otra casa-refugio-escondite donde Victor Hughes conoció a tres jóvenes un par de siglos atrás. (Y como ese, hay varios escenarios y discursos concurrentes). Estos jóvenes, aparentemente “alocados”, son, también, perfectamente conscientes de la / su situación: saben que su decisión, su deseo y su estrategia para paliar el tedio paralizante en el que viven, ese marasmo cotidiano que ya se les vuelve insoportable, los sitúa al margen de la ley. No importa que no hayan delinquido de hecho: en Cuba la intención de delito es en sí una figura penal, no es imprescindible que hayas cometido uno para ser juzgado como delincuente potencial. Lo saben bien y, no obstante, deciden jugar. Un juego tal vez efímero, pero trascendental (al menos para ellos, en ese instante).

Asimismo, la Remington del 58, y alrededor de la cual parece tejerse todo el entramado de esta historia, es solo un recurso tomado del cine, algo muy parecido a lo que Hitchcock denominó MacGuffin. Es decir, una especie de excusa argumental que motiva a los personajes y al desarrollo de una historia, pero que en realidad carece de relevancia dramatúrgica, no posee realmente un valor importante en sí mismo. Algo de lo que se habla todo el tiempo, y que sin embargo puede que ni siquiera exista; puede que tal vez nunca lleguemos a verlo (el famoso maletín de Pulp fiction, por ejemplo).

Alguien, hablando hace poco precisamente de Luz de gas, me preguntó, a partir del hecho de que en esta novela un grupo de jóvenes encuentra en el ejercicio de la fabulación un antídoto para la corrosiva cotidianidad insular, si ese era también mi caso. Ya no soy joven, fue lo primero que atiné a responder. Pero lo que realmente esa persona quería saber era si para mí la experiencia de la literatura constituía un método de investigación de la realidad, o una salida, un escape de la misma. Y también: hasta qué punto lo narrado en esa historia sobre la hipotética máquina de escribir de Bukowski era una historia real, que de alguna manera me atañía, o era solamente ficción literaria.

Buena pregunta.

Lo que pienso sobre ello: no es que lo tenga contabilizado, o cronológicamente bien definido, pero si en algún momento la escritura para mí ha significado (o ha funcionado) como “escape” –de esa realidad‒, tal vez operó como protección contra ella (contra esa misma realidad, quiero decir). Y de lo que sí no me queda duda es de la capacidad de la literatura como indagadora de “la realidad”, la realidad como misterio y curiosidad por lo que está a mi alrededor. Como ya dije, en Luz de gas estos personajes, por esa misma circunstancia —escapar o trascender esa circunstancia cotidiana—, deciden ir un poco más allá, son conscientes de que están violentando unas normas establecidas al buscar una salida a ese tedio ambiente, y que esa decisión puede acarrear consecuencias muy graves, sobre todo en un contexto como el nuestro / nacional. Cruzan una línea roja. Por lo que, en casos como este, “la experiencia de la literatura” puede llevarte, como autor, a tomar decisiones que tal vez en la realidad no adoptarías. Es el poder, o la eficacia de la ficción (entre otros). Y ese es un espacio de libertad que nada ni nadie te puede impugnar. Y tal vez sí, tal vez este tipo de “actitud” pueda constituir un método de investigación de la realidad: todo lo contrario a un escape de ella.

¿Hasta dónde mi vida personal puede estar relacionada con los hechos que narra ese argumento? Imposible definirlo. Pero tampoco creo que sea necesario. Se habla de vivencias. Pero depende de lo que entiendas por ello. Y de cómo las has vivido. Se puede vivir algo físicamente –un viaje, una guerra, una relación o un día de pesca–, pero también lo que es capaz de generar nuestra imaginación puede ser algo tan vivo como eso. Si está y acaece en nosotros es porque existe (y aquí volvemos a Platón y el mundo como idea, o a Schopenhauer y el mundo como representación…). Hasta lo soñado puede ser parte de lo vivido… Alguien se preguntó alguna vez si una vida de callada vegetabilidad voluptuosa no podía ser tan intensa como la de Hernán Cortés… Ya lo creo que sí. Es difícil imaginar a Borges batiéndose a cuchillo en una pulpería de la periferia de Buenos Aires para poder escribir luego El encuentro, o a Kafka convertido en una cucaracha, a Dostoievski descuartizando ancianas con un hacha o a Lezama romanceando con una novia en el Malecón… Intentar modelar lo más exactamente posible un pensamiento, pues toda creación literaria auténtica produce siempre imágenes cargadas de sentido: he ahí una tarea. La realidad se convierte en un material. Un material muy vasto, sin embargo, que puede ser asumido de muy diversas maneras, y creo que, sobre todo, desde el conocimiento, y no solo desde la simple experiencia.  O como diría Musil, a propósito de esto mismo (la creación literaria): “Es análisis del orden existente y ningún análisis vale sin la virtud de una duda llena de audacia”. Una duda llena de audacia: qué gran paradigma.

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El azar y la cuerda

El azar y la cuerda es la decisión de reunir, por primera vez, un grupo de relatos dispersos y publicados, la mayoría de ellos, en años anteriores y en distintas revistas. Editado por Letras Cubanas en 1996, está compuesto por ocho cuentos –“Dark side of the moon”, “Los caballos de la noche”, “Manguaré, buena música”, “Un aire que bate”, “Steinway & Sons”, “Una tranquila sobremesa de domingo”, “Arquitectura del lugar” y “De Rerum Novarum”‒ con una cierta “complicidad” particular entre ellos. Fue publicado al haber obtenido uno de los Premios Pinos Nuevos de narrativa convocados el año anterior.

La decisión de reunirlos en un solo volumen responde al hecho de que todos, de una forma u otra, relatan una historia o reflexionan sobre una circunstancia relacionada con la experiencia vital de un adolescente en un contexto muy específico –la Cuba de los años 90‒; una especie de bildungsroman colectivo cuyos argumentos apuntan, por lo general, hacia el descubrimiento del mundo, las maneras de “insertarse” en él o el intento de una posible comprensión del mismo. Asimismo, como en el caso de “Manguaré…”, “Una tranquila sobremesa…” o “Arquitectura del lugar”, la circunstancia en la que se desarrollan los acontecimientos induce al protagonista, en cada uno de los casos, a reflexionar sobre el Poder como “institución” omnipresente, a cuestionarse su capacidad de decisión sobre las vidas de los otros; un poder omnímodo que lo cubre todo “como una sábana oscura que parece un cielo de tormenta” (“Manguaré…”), y cuyas maneras de ejercerse o simplemente manifestarse pueden decidir el destino de una persona. O de millones. Esa distinción siempre me resultó clara.

En este relato, por ejemplo, cuatro jóvenes viajan hasta una ciudad vecina, en provincias, invitados a una fiesta por la partida definitiva del país de un compañero de estudios. Pero como buen pueblo del “interior”, a medianoche arriba la policía a la casa donde se celebra el convite: no se puede festejar luego de la medianoche. La música debe cesar, el silencio imperar, como cada día, sobre las calles desiertas del villorrio. (“Todo como de costumbre y sin la posibilidad de que uno pudiese habituarse mansamente a eso: después de las doce no hay razones que no sean las del silencio o la obediencia, sin que para nada importe que seas el barón de Montpellier o que comience agosto y el esplendor de un verano que parece interminable…”). A los jóvenes no les queda más remedio que sentarse en el parque y pasar allí la madrugada, hasta que el primer ómnibus al amanecer los devuelva a su hogar. Uno de los amigos del lugar decide acompañarlos, y para hacer más amena la espera trae un radio. Lo suficientemente potente como para que, en una clara noche estrellada como aquella, capte con prístina transparencia la frecuencia de varias estaciones de la Florida, sobre todo aquellas que trasmiten rock & roll las veinticuatro horas. Avanzada la madrugada, regresan los policías. El volumen es muy bajo; ellos apenas hablan entre sí. Pero ahora no se trata de decibeles, sino de la música en sí. No pueden escuchar esa música. No en ese parque. Porque ellos, que son la autoridad, así lo determinan. Los jóvenes no encuentran ninguna razón que justifique esta decisión policial, y deciden continuar escuchando esa música, sin importarles las consecuencias:

“Podría haber dado la alarma –dice el protagonista– pero, ¿para qué? A nosotros no nos reventaba la circunstancia, no nos dolía el mundo entonces, para decirlo de forma más amable. A lo sumo, intentábamos crearlo a nuestra manera. Del otro lado, tonfa en mano, los policías cruzaron la calle”.

En “Una tranquila sobremesa de domingo”, por su parte, un padre, una madre y un hijo adolescente de repente ven alterada una tradición familiar –el almuerzo dominical– que supone armonía y sosiego: una extraña disposición gubernamental da la “posibilidad”, a todo aquel que atesore piezas de plata u oro, a intercambiarlas por unos cupones que permiten la compra de comida y artículos electrodomésticos en unas tiendas especiales habilitadas para ello. Como paso previo, las piezas deben ser tasadas, ofreciéndose siempre al cliente un valor de cambio mucho menor que el real. La familia –como la gran mayoría de las familias del país‒ atraviesa una situación de penuria, y esta nueva “oportunidad” genera un conflicto: ella necesita un fogón para cocinar, el hijo una PC para sus estudios, y el padre necesita comer. Pero él está dispuesto a renunciar a la hipotética “parte que le corresponde” de esa mezquina transacción: lo único que poseen para “intercambiar” es una vajilla de cubiertos de plata heredada de sus padres, que a su vez perteneció a sus abuelos en un pasado lejano y esplendoroso: venderla sería sacrificar un bien preciado por un precio deleznable; sería, sobre todo, deshacerse de algo cuyo valor es más existencial / sentimental que comercial. Para los otros dos miembros de la familia, esto último no representa un “problema”: los “valores” espirituales son un lujo en las actuales circunstancias.

Desde el inicio, me propuse “narrar la situación” utilizando algunos recursos tomados del cine: a través de un largo plano-secuencia, sin cortes de edición (acotaciones narrativas /  observaciones o descripciones de un narrador omnisciente…), con el objetivo focalizado en la mesa del almuerzo como “plató” principal, y en el “ambiente” de la cocina como atmósfera general (opresiva, abrumadora); con no muy disimulados guiños a una famosa escena de El ángel exterminador (Buñuel), algunos momentos de El caballo de Turín (Bela Tarr), y El festín de Babette, la película de Gabriel Axel sobre el relato homónimo de Isak Dinesen. Cada frase de diálogo corresponde a un primer plano, cada réplica a un plano medio, cada silencio a un plano general. La “dramaturgia”, por su parte, intenta organizar un “material escénico” o representativo cercano a ciertas atmósferas chejovianas (“Tío Vania”, el final de “El jardín de los cerezos”…), donde las acciones físicas –puntualmente acotadas por el narrador omnisciente– adquiriesen una relevancia de primer orden, tanto, que determinen la caracterización psicológica de los tres personajes sin ayuda de acotaciones a propósito. Una dramaturgia que, en el caso del relato “De Rerum Novarum”, es utilizada ya de la misma forma en que usualmente suele utilizarse en la escritura teatral convencional. Un sujeto, en casi todos los casos, que intenta encontrar respuestas –que supuestamente pueden ser importantes en su comprensión del mundo‒ en un contexto que no solo le es extraño: también ajeno, sin llegar a ser hostil. “Trasvases genéricos”, estructuras deslizantes que, a mi modo de ver entonces –recordemos que estamos hablando de relatos escritos hace más de treinta años–, podrían enriquecer la propuesta textual, las ambiciones formales del relato, sus posibilidades expresivas y comunicativas… su “espesor de signos”, en fin.

Un grupo de relatos agrupados bajo el título El azar y la cuerda que, en su mayoría –a estos tres relatos mencionados, agregaría “Los caballos de la noche”‒ son el resultado de una experiencia vivencial, personal, historias que tienen su origen en hechos reales, importantes para mí en un momento determinado.

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Rosso lombardo

Este mismo “carácter” vivencial, aunque tratado ahora de manera muy diversa, permea, “contamina” buena parte de los relatos que componen este libro, Premio de Narrativa Alejo Carpentier 2013. “No hay lugar. Vamos hacia adelante y hacia atrás, y no hay lugar”. Esta máxima de San Agustín abre el libro a manera de exergo. A partir de ahí, la intención fue mantenerla como un motivo recurrente, algo así como la condición o la circunstancia en la que se mueven estas doce historias, así como una “característica” común que las relaciona entre sí.

A saber: el viaje como metáfora, o lo que es igual, viajar no para llegar a…, sino para viajar, para llegar lo más tarde posible, para no llegar posiblemente nunca (“Alcanfor”).

El viaje como la posesión presente de la propia vida, como la capacidad de vivir el instante, cada instante y no solo aquellos privilegiados o excepcionales; sin la necesidad de sacrificarlo al futuro, sin el deber de incorporarlo a posibles proyectos o programas, sin considerarlo simplemente un momento o un instante que pasará para luego alcanzar cualquier otra cosa (“Un aire que bate”).

El viaje como anagnórisis dichosa o infausta, donde el emerger de algo, tal vez ignorado hasta entonces, es re-conocido como propio (“Rosso lombardo”).

Y también como disgregación, como puesta en crisis de lo que solemos llamar identidad (“Alcanfor”).

Desplazamientos –más que movimientos en el espacio– que en muchos casos fueron una especie de lacerante introspección, escritos tal vez más cerca de la angustia, de la carencia, que de la plenitud (“Del crepúsculo al amanecer” / “Rosso…”).

Como si desde sus más contemporáneos escenarios (comparados con los de El azar y la cuerda) se preguntaran cómo pensar un presente en el que se está incluido. ¿Se puede hacer tal cosa? Fue una pregunta constante. ¿Qué es lo que en el presente tiene sentido para generar de ella una reflexión crítica? ¿O filosófica? ¿O moral? (“Panóptico” / “Juego de dominó…”).

En la inquietud y en el esfuerzo de escribir, lo que sostiene es la certeza de que en la página queda algo de no dicho, o como diría María Zambrano, “Hay cosas que no pueden decirse, Pero esto que no puede decirse es lo que se tiene que escribir”. Más que una “pregunta constante”, esto es un reto. Siempre.

Índice de Rosso lombardo: “Alcanfor”, “Un aire que bate”, “Del crepúsculo al amanecer”, “Panóptico”, “Anillo de mármol”, “Noche de paz, noche de amor”, “Juego de dominó entre parientes”, “Gran Slam”, “El arte escapatoria”, y la reescritura de “Los caballos de la noche”.

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¿Qué es la identidad? ¿Una meditación idiosincrática y en última instancia profunda?

Uno de los temas –tal vez el que más‒ tratado con insistencia en Rosso lombardo es, como ya apunté, el que se refiere a la identidad. Su “puesta en crisis”, o en relieve. Concepto este bastante vago, incómodo-difícil de definir. Decía Niestzche que el hombre era un ser circunstancial, de lo que puede deducirse que lo que solemos conocer como tal (identidad) cambie o adquiera otro significado según el medio, la situación, la geografía, etc. Decía Eliseo Diego que “No es por azar, sino para dar testimonio / que nacemos en un lugar y no en otro”. En “Alcanfor”, el relato que abre el libro, cuatro personas reunidas al albur en un compartimento de un tren nocturno que viaja de Barcelona a Madrid descubren ciertas afinidades, comunes a todos ellos, al mismo tiempo que cierta “tirantez”, que no pueden explicar, les impide mostrarse a fondo. Un juego de insinuaciones y recogimientos como referencias –también aquí‒ a “Bola de sebo”, una intertextualidad perversamente intencionada, que atraviesa el relato. Y en medio de todo, el personaje que narra los acontecimientos –la noche profunda, una bolsa de marihuana compartida, la lluvia de estrellas que sucede una vez por siglo‒ se pregunta, como Stendhal, y desde su extrañeza como extranjero, si eso que suele llamarse “patria” no será ese lugar donde encontramos la mayor cantidad de seres que se nos parecen. O el desasosiego que provoca la lejanía y que lo obliga a preguntarse “¿Lejos de dónde?”. Magris, viajero incansable, al igual que Chatwin, en algún momento intenta explicarse –al igual que nuestro protagonista‒ ese sentimiento a partir de la expresión latina stabilitas loci: el amor intenso y tranquilo por la tierra natal, que permite transcurrir toda la vida en un rincón perdido sintiéndose en casa en cualquier lugar del mundo, y sin el deseo de partir o huir… Es este un tema que siempre me ha obsesionado, al que ya había hecho alusión en Naturaleza muerta con abejas, y que, una vez definido el sujeto, el tono y la circunstancia, esta conjunción hizo posible la escritura de un texto que, desde su misma concepción, estaba seguro de que sería un relato cerrado, con una estructura clásica (aristotélica) de introducción / desarrollo / nudo / clímax / desenlace, con personajes casi arquetípicos y una textura que combina siete “Comentario(s) de texto”, acotaciones que, a la manera del coro en las tragedias griegas clásicas (ámbito de reflexión sobre las acciones de la trama, especie de “comentarista social”) decidí utilizar para ampliar la perspectiva de la historia, o mejor, la posibilidad de ser aprehendida sin que en ello mediara la emoción, algún tipo de catarsis… Una especie de verfremdungseffekt  o efecto de distanciamiento, tal y como lo concebía maese Brecht. Ya lo previne al inicio: el teatro siempre meterá la cuchareta…       

Ahora que lo miro, una buena parte de los temas aquí tratados –reflexión sobre el poder, la memoria, concepto de identidad, etc.‒ habían sido ya tratados en alguna de las novelas antes mencionadas. Es decir, estaban ya ahí, de una manera u otra. Pero siempre tuve la seguridad, o al menos cierta certeza de que, en este caso, estas historias recogidas en Rosso lombardo  estaban más cerca de ser escritas como relato o cuento corto. Es decir, no se trataba de reciclar lo que no ha tenido cabida en las novelas, sino de crear un espacio de especulación / teorización sobre un tema de mi interés, un espacio lo más concreto y preciso posible, con una estructura sólida y sin fisuras. Y donde predominó (lo confieso) una especie de obsesión en el tratamiento del lenguaje, un afán consciente en la elaboración de la frase precisa, la palabra exacta, tal vez única en esa frase. A propósito de esto, alguien que escribió sobre este libro dejó al final de su reseña una frase que me encanta y que me place compartirles antes de terminar este apartado: “Rosso Lombardo es como una orquesta de cámara en una tarde en que todos sus integrantes gozan de un excelente estado de ánimo” [5]. También yo me sentí así al escribirlo.

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La maleta de B.

Tal vez por ser mi libro más reciente se me hace más difícil comentar algo sobre él. Se me hace difícil también porque, confieso, es mi favorito. Y eso puede atentar contra mi imparcialidad, mi claridad expositiva, mi capacidad de análisis about myself.

Este libro que, también, es un viaje. Un desplazamiento, solo que ahora más mental que geográfico. “Viaje de la doxa a la episteme”, ha dicho alguien que aprecio [6].

“Durante las primeras horas de viaje estuve leyendo “Proyecto de los pasajes” (Passagen-Werk), saltando de un lado a otro, entre una colina –del texto‒ y la siguiente. Es un libro que no se puede leer de otra manera. El mismo libro, tal vez, con el que B. cargó al recorrer estos parajes hace cincuenta años, guardado en una valija que apretaba contra el pecho o llevaba sobre la espalda. La tal frau Fittko, a la que ha contratado para cruzar la frontera atravesando los Pirineos, le pregunta si es realmente necesaria la enorme cartera (…) ‘Contiene un manuscrito, no puedo arriesgarme a perderlo. Hay que salvarlo. Es más importante que yo’” (p. 15)

La intención: narrar el movimiento, el desplazamiento del personaje desde lo que piensa mucho tiempo después, a propósito de ese viaje. Que mira y describe, pero no lo que ha visto –el paisaje, las personas…‒, un voyeur, tal vez, que no solo se deleita en mirar, sino un voyeur que ve desde el pensar, un voyeur sapiens, que mira desde una lente mítico-mística que sopla desde un sitio psíquico –el pasado– o desde un sitio físico –un cementerio etrusco (“Poco antes de llegar a las aguas termales”), Portbou (“La maleta de B,”), el valle de Acaualinca (“Dark side of the moon”)–; un voyeur que traduce, recuerda, desambigua, elucubra, piensa, intertextualiza, pregunta. Y luego mezcla todo eso. Siempre lo tuve claro: importante la intertextualidad aquí, en / entre estas historias. Como dice el personaje-narrador de “Alcanfor” (Rosso lombardo): “Soy incorregible: una vez que mi cabeza se dispara no deja de hacer asociaciones entre ficción y realidad, entre literatura y existencia y su relación con mis circunstancias inmediatas”. Para ese tipo de lector fueron escritos estos relatos.

La maleta de B., no es una maleta, es un texto. Así lo pensé todo el tiempo. Puede leerse en lectura real pero, como sucede como con la maleta real, la de Benjamin, importa más lo metafórico. Lo que va escrito dentro de ella. Lo que se intuye. Importa más lo que estando aquí parece no estar precisamente aquí. Sobre todo en esos relatos que conciernen a la relación padre- hijo (“Gran Slam”, “Vitola de familia”, “Un golpe de dedos”…). El mundo del deporte –también‒ como parte del mundo familiar. Pero como el drop-shop en el tenis: un manejo de la raqueta más bien subrepticio, una intención del brazo extendido que presagia un golpe devastador y que, sin embargo, deja caer la pelota suavemente, como por descuido, en el campo contrario, apenas a centímetros de la red. Se insinúa una cosa para realizar otra. Se simula. Se confunde. A propósito, repito.

Y un “toque” lúdico, también.

Y la remembranza, como una constante. Centrando la atención en un aspecto tal vez intrascendente, apenas perceptible a primera vista pero que, bien mirado, extremada la concentración –mía, del lector– pudiera convertirse en eso que Barthes llamaba punctum (de ahí, tal vez, que haya tantas fotos regadas en casi todos los relatos…). Ese elemento único que, desde esa imagen, nos seduce, nos subyuga y nos lacera.


Notas

[1] Alberto Garrandés. Síntomas, Ensayo crítico; Premio Uneac de Ensayo, La Habana: Ed. Unión, 1998.

[2] Nanne Timmer. El presente incómodo, Subjetividad en crisis y novelas cubanas después del muro [cap.: “Tiempo y memoria en La última playa de Atilio Caballero y Sombras de contrabando de Antonio J. Ponte”]. Bs. Aires: Ediciones Corregidor, 2021.

[3] Josefina Ludmer; «Ficciones cubanas de los últimos años: el problema de la literatura política», en Cuba: Un siglo de literatura [1902-2002], Anke Birkenmaier y Roberto González Echevarría [Coordinadores]. Madrid: Editorial Colibrí, 2004.

[4] “Ha sido marino y  soldado norteamericano en la segunda guerra, ha vivido en Europa (ha atravesado fronteras no solamente territoriales, también sociales e históricas), ha regresado a Cayo Arenas y vive solo con un sueño doble e imposible: luchar contra el desgaste, la decadencia y la ruina que produce el mar. Su sueño es recrear el pasado pintando las fachadas de las casas: ‘La idea de crear un presente como una imitación aproximada del pasado lo llevó a reproducir, sobre grandes superficies y guiándose por algunas fotos viejas, las fachadas de las casas antiguas que ya no existían’. Y luchar contra el aislamiento: su sueño territorial es construir  un puente que uniría el Cayo con la tierra firme. Y no es el primero en soñarlo, ya otro lo había concebido: el puente es un sueño histórico que atraviesa épocas. Para  llevarlo a la realidad depende de los extranjeros que pueden construirlo,  y la novela narra  la historia de la nación, desde mediados del siglo XIX, a través del mar y  de los que llegan y se van en cada momento por algún acontecimiento político crucial que decide el fracaso del sueño de Andy Simons: el año 33, el año de la revolución, y el año del retiro de la URSS. Llegan los americanos, invierten y comienzan a construir el puente con Andy, pero se van por la revolución; llegan los soviéticos, construyen parte del puente y se van diciendo  ‘que el país de donde venían ya no era un país sino varios, como en un tiempo, y que de pronto eran extranjeros entre ellos mismos’”. (Lucia Cash Beare, “Time in Variance”, cap. 3 de Biotemporal to the Ecotemporal in Atilio Caballero’s La última playa. Boston: Brill Editions, 2021).

[5] Rogelio Riverón, La letra del escriba, No. 127, 2016.

[6] Rafael de Águila, “La maleta de A.: de la doxa a la episteme”. Revista La Jiribilla: 24.2.2023.