William Navarrete: Entrevista al banquero de inversiones Carlos García-Ordoñez Armiñán / ‘Todos los días vuelvo a Cuba de alguna manera’

Entré en contacto con Carlos García-Ordoñez Armiñán a través de su esposa, María Moreno Sorrosal, a quien conocí durante un desayuno organizado por Ana Diego Solís en su casa madrileña. Enseguida, María me contó sobre la labor que ambos realizan en el marco de la Fundación Esperanza y Alegría, que colabora con la Asociación Cobijo fundada por el padre Bladimir Navarro en Madrid, a quien ya había entrevistado y sobre cuya labor también había escrito antes.
María asistió a la presentación del libro Como el ave fénix, en que fueron publicadas por la editorial Rialta las 50 primeras entrevistas que hice para CubaNet a cubanos del exilio nacidos antes de 1960. Durante aquella presentación en la librería Parént(h)esis de Madrid insistió en que debía entrevistar a su esposo, cuya vida internacional y desenvolvimiento profesional en muchas latitudes no había sido motivo para que olvidara sus orígenes cubanos, y ello, a pesar de haber salido definitivamente de la Isla con menos de ocho años.
De este modo surgió la posibilidad de entrevistar a Carlos y de descubrir de su propia voz otro excelente ejemplo de cubano que rehízo, contra vientos y mareas, su vida en el exilio. Mejor que nos lo cuente él mismo.
―Háblanos de tus orígenes en Cuba.
―Mi padre, Carlos García-Ordoñez Montalvo, nació en La Habana en 1927, hizo la carrera de abogado en la Universidad de La Habana y trabajaba en el despacho de mi abuelo José Antonio García-Ordoñez, conocido como “Pabilo” por sus amigos. Frecuentaba mucho el American Club y el Vedado Tennis Club, donde de joven fue remero. Fue un gran jurista y consultor del Ministerio de Justicia. Su bufete estaba radicado en el edificio Bacardí y vivía en el Vedado, en la calle 8, N° 560, entre 23 y 25, en El Vedado.
Mi abuelo se casó con Gloria Montalvo Saladrigas, que desempeñó su vocación de solidaridad convirtiéndose en presidenta de uno los orfanatos más importantes en capital cubana. Era hija de Juan Montalvo Morales, senador y ministro de gobernación durante el Gobierno de Mario García-Menocal, casado con Eloísa Saladrigas Lunar. Mis abuelos tuvieron tres hijos varones: José Antonio, Raúl y Carlos, además de una hija adoptiva llamada Alicia.
Mi padre hizo sus estudios de primaria y secundaria en La Salle del Vedado. Le decían “Churri” entre sus compañeros de juego en el barrio, un apodo que se le quedó para toda la vida. Mi padre fue un gran deportista, miembro del salón de fama del Vedado Tennis Club. Desde muy joven compitió en las regatas de remos Interclub, a nivel nacional y como timonel desde los 14 años. Se destacó también en el equipo de baloncesto de La Salle, así como en el del Vedado Tennis Club. Estudió el bachillerato en Ridley College, Saint Catharines, Estado de Ontario (Canadá), donde también se distinguió en el baloncesto y llegó a recibir una proposición de beca por sus cualidades como deportista en el Canisius College, de Buffalo, estado de Nueva York. Participó incluso en el equipo de baloncesto cubano en las Olimpiadas de Helsinki de 1952.
Mi madre, Silvia Armiñán Xiqués, era camagüeyana, hija del fiscal Álvaro Armiñán Rodríguez-Morell y de Aurora Xiqués Macías, conocida como “Lita”, a quien recuerdo siempre porque fue siempre muy cariñosa y, en particular, conmigo. Ambos eran camagüeyanos.
Mi abuelo paterno, Álvaro Armiñan Pérez, había sido coronel del Ejército Español y participó en la guerra hispano-cubana de 1895 a 1898. Fiel a sus sentimientos se casó, una vez terminada esta guerra, con Herminia Rodríguez Morell, cubana, camagüeyana y que tuvo una actuación memorable en los combates mambises contra España. Los Xiqués tenían orígenes catalanes y el primero de este linaje que llegó a Cuba en la primera mitad del siglo XIX era farmacéutico y venía de Canet del Mar.
―¿Cuándo naces, dónde, y qué recuerdos tienes de tu infancia?
―Nací en La Habana, en la clínica Miramar, el 24 de septiembre de 1952. Mi niñez fue feliz y me gustaba la vida que llevábamos entre La Habana y Varadero, donde mis padres alquilaban una casa de playa cada verano. Recuerdo mucho al vendedor de pirulís que cruzaba todos los días por la playa, cerca de donde vivíamos. El agua era cristalina y con el nivel del mar bajo me veo caminando con cinco años mar adentro sin que el agua me cubriera. Recuerdo también las regatas de remos que se veían desde la orilla y el momento en que aprendí a hacer esquí acuático. En Cuba solo cursé hasta el segundo grado en el colegio La Salle de Miramar. Antes de que me diera cuenta, ya estábamos residiendo en Miami.
Salimos de Cuba un 13 de agosto de 1960, de modo que iba a cumplir los ocho años. No olvido la casa de mi bisabuela Herminia Rodríguez-Morell, que quedaba en la Quinta Avenida de Miramar, N° 605, entre 6 y 8, no lejos de donde vivían mis abuelos Álvaro y Aurorita, estos en en la Tercera Avenida, N° 1008, entre 10 y 12, a donde íbamos a comer todos los sábados.
La gran pasión de mi padre fue el buceo; también tenía gran afición por las expediciones de búsqueda de galeones españoles hundidos en las aguas que rodean a la isla de Cuba e isla de Pinos. Por eso el garaje de la casa estaba lleno de implementos relacionados con sus actividades de este tipo y vinculados con la caza submarina. Yo iba a ciertas excursiones y aprendí a nadar a los dos años; ya a los cinco participé en competencias con los de mi edad en el equipo del Vedado Tennis Clubs que jugaba contra el Yacht Club u otros equipos de clubes sociales.
Un recuerdo que no olvido de antes de mi salida de Cuba es cuando estaba jugando en la calle con un amiguito del barrio, con un tirachinas, y vino un barbudo miliciano y me dijo que no debía estar en la calle a esas horas y me llevó hasta la casa. El personaje me impresionó, y al día siguiente, sin casi darme cuenta de lo que sucedía, me vi en Miami junto a mi hermana Cristina que tenía cuatro años y mis padres. Mi otra hermana, Silvia, nació en Miami poco después de nuestra llegada al exilio.
―¿Qué sucede durante tus primeros años de exilio?
―Solo estuvimos dos años en Miami, entre 1960 y 1962. Mi padre trabajó primero para un bufete de abogados llamado Cohen and Goldberg, con un puesto poco relevante comparado con la importancia del bufete de mi abuelo en La Habana, y después de varias peripecias, se enlistó para participar en la invasión prometida por Kennedy.
Durante ese periodo no lo veía mucho porque él participaba en los entrenamientos y también se dedicaba a entrar armas en Cuba para los que desde dentro intentaban derrocar al nuevo régimen. Se enlistó en la Marina del Frente Revolucionario Democrático, dirigida por Santiago Babún, como tripulante del PC-2506 junto a Rosendo Collazo, Julio Blanco Herrera, Jorge Echarte, entre otros. Finalmente, la invasión tuvo lugar en abril de 1961 y la embarcación en la que iba a desembarcar fue confiscada y las armas destruidas por la Marina de Guerra norteamericana en el río de Miami antes de que pudiera salir. En sus memorias, mi padre cuenta que sus padres vivían todavía en La Habana y que, como los consideraron desafectos al régimen, los mantuvieron detenidos durante y después de la invasión en el teatro Blanquita (actual Karl Marx).
Luego, cuando la invasión fracasó, permanecimos por un tiempo breve en Miami. Como las empresas para las que había trabajado mi abuelo como abogado se encontraban mayoritariamente en Nueva York y en otras grandes ciudades, nos mudamos para Manhattan en 1962, donde estaba la sede de una de estas empresas, la farmacéutica Sterling Drug, de la que era alto ejecutivo un amigo de mi abuelo.
En 1965 me hice ciudadano estadounidense y es también el año en que destinan a mi padre a Sudamérica. Con 12 años llegué a Buenos Aires, donde me matricularon en el Colegio Escocés St. Andrew’s, antigua institución educativa bilingüe fundada en 1838 por emigrantes escoceses, en donde aprendí a jugar el rugby.
―Una vida muy agitada entre tu infancia y adolescencia…
―Llevé una larga vida de saltimbanqui en el exilio, pero fue realmente a partir de ese momento que mi nomadismo empezó. Figúrate que después de Buenos Aires destinan a mi padre a la sede de la misma empresa, pero en Asunción, capital de Paraguay. Y para allá fuimos todos entre 1965 y 1967. Claro, de cada sitio en que viví tengo recuerdos increíbles y, por ejemplo, de Paraguay no olvido las cacerías en El Chaco, los paisajes increíbles, los viajes a las cataratas del Iguazú y la manera en que los ganaderos movían sus reses atravesando ríos infestados de pirañas. Para lograrlo sacrificaban a algunas reses para que, mientras las pirañas las devoraban en un abrir y cerrar de ojos, las restantes llegaran indemnes a la otra orilla. Estas son imágenes que impresionan, sobre todo cuando uno es todavía adolescente.
Luego a mi padre lo mandan a Río de Janeiro a partir de 1968, y a mí me matriculan en la Subiaco Academy, un antiguo colegio jesuita en Fort Smith, Arkansas. Tuve suerte pues sobreviví una meningitis viral y decidieron cambiarme para el St. Andrew’s School en Sewanee, Tennessee, un colegio fundado en 1867, en donde pude terminar el bachillerato en 1970.
Claro, durante las vacaciones iba a ver a mis padres a Río de Janeiro, y también guardo recuerdos de esta gran ciudad, pues me encantaba la samba y no olvido el ambientazo que había en Ipanema. Con poca experiencia me lancé a desafiar las olas con una tabla de surf y por poco no hago el cuento por lo peligrosas que son las marejadas de estas playas. El ambiente entre Copacabana e Ipanema, en la punta entre ambas playas, era fantástico.
―¿Realizas estudios universitarios?
―Estudié Economía y Administración de Empresas en la SMU (Universidad Metodista del Sur) de Dallas y me gradué en 1974. Posteriormente hice cursos de postgrado de Banca en la Universidad de Wisconsin, en la London School of Economics y en el Swiss Financial Institute.
Mi primer trabajo fue en San Juan de Puerto Rico, entre 1974 y 1977, para la multinacional Dow Chemical, gigante estadounidense de la fabricación y distribución de productos químicos. Hice muchas amistades en San Juan con las que, 50 años después, me mantengo en contacto.
Esta misma empresa me envió luego a San José de Costa Rica, en donde permanecí hasta 1982. Luego dejé la empresa por la Sucre Union, azucarera francesa, por lo que me mudé a Nueva York y trabajé durante tres años entre esta ciudad y París. Me gustó mucho pasar casi cinco años en Costa Rica y América Central, a pesar de que me levantaba a las 4:00 a.m. para tomar vuelos hacia Panamá o Guatemala evitando las lluvias torrenciales que mantenían aquel país como un vergel.
―¿Con tantos cambios podías mantener los vínculos familiares?
―El punto de reunión familiar era, primero Nueva York, en donde vivían mis padres y, luego, Miami, a partir del retiro de mi padre en 1991. Siempre veía a la familia durante mis vacaciones. En realidad, poco tiempo viví entre cubanos en La Habana y Miami. Recuerdo que mi padre me decía siempre: “Carlos, tú no eres cubano, eres un ciudadano del mundo por circunstancias que nos ha tocado vivir”. Y tenía razón, pero lo que el tiempo me ha enseñado es que no hay nada como sentirte orgulloso de tus raíces.
Por cierto, mi padre vivió hasta el final, incluso tras la muerte de Fidel Castro, esperanzado en ver un cambio en Cuba. Durante el primer mandato de Donald Trump se entusiasmó creyendo que se pondría fin al régimen anacrónico de la Isla. Y nada sucedió. De todas formas, Cuba ha sido siempre un peón de canje.
Mi madre falleció en Miami en 2014 y mi padre en 2019. Ambos estuvieron siempre muy vinculados con los temas relativos a la Isla; sobre todo mi padre, quien lo vivía a diario y colaboraba constantemente con columnas de contenido político en El Nuevo Herald. Escribió y publicó dos libros titulados El exilio y Cómo éramos y por qué nos fuimos. El segundo de estos libros, con prólogo de José Sánchez Boudy, lo publicó en Miami, en 2005. En él contó las diferentes etapas de su exilio y los lugares en que vivió.
―¿En qué momento te instalas en España y por qué?
―Antes de vivir en España, estuve varios años en Houston (Texas), cuando me fichó el Chase Bank, y en Ciudad México después. Esto sucedió entre 1984 y 1990, el periodo en que me casé con María Moreno Sorrosal, española, que estudiaba en Columbia University, en Nueva York y con quien me casé en 1987.
Luego, cuando empecé como representante del Banco Central Hispanoamericano en 1990 es que empecé a vincularme con Madrid, aunque mantuve mi residencia en Ciudad México hasta 1993. Después fui vicepresidente del Banco Central Hispano en Nueva York hasta 1997 y ese mismo año me trasladé a Madrid. Más tarde, dejé el banco y monté mi propia empresa financiera de distribución de fondos de inversiones, Invercounsel, que mantuve hasta la crisis de 2009.
En realidad, nunca he parado de trabajar. Estuve en Perú, en la financiación de una termoeléctrica en Los Andes, al norte de Lima, luego en Ginebra trabajando para Morgan Stanley como director ejecutivo. E incluso, hoy en día, me mantengo en el mismo ramo, pero como independiente.
―Tengo entendido que junto con tu esposa lideras una fundación que fomenta la educación de personas pobres en el mundo. ¿Puedes evocar esta otra parte de tu vida?
―La Fundación Esperanza y Alegría es una ONG fundada por María Moreno, mi esposa, en 2001, y que comenzó en varias obras educativas en la India, África y América Latina. Es ella quien dirige la fundación. Yo doy ideas y la apoyo en todo lo que esté a mi alcance.
Esta maravillosa aventura comenzó en el año 2000 cuando mi esposa recibió una carta del hermano Gastón Dayanand, un amigo de la Madre Teresa de Calcuta, informándola de las graves inundaciones que estaban ocurriendo en el delta del Ganges y su desesperación al encontrarse solo recogiendo en el río los cuerpos de las víctimas, la mayoría de ellos de la casta de los dalits o los intocables.
Desde su creación, la Fundación ha desarrollado proyectos de educación, sanidad, agua y saneamiento y acción social, teniendo como beneficiarios prioritarios a personas en riesgo de exclusión en diferentes partes del mundo. También implementa siete escuelas sociodeportivas en el sur de la India, participa en el suministro de agua potable y construcción de pozos en el Estado de Tamil Nadu, atiende los Hogares de San José y de Santa Teresa ofrecen alojamiento a 100 menores huérfanos también en esta región, y trabaja con el Colegio de Médicos de Madrid en un proyecto de barco hospital que recorre el delta del río Ganges. Esto entre tantos otros proyectos en todo el mundo, desde Sri Lanka, Filipinas, Sierra Leona, Guinea, Camerún, Benín, Tanzania, Etiopía hasta Ecuador, Perú, Bolivia, Argentina, Haití, Cuba, El Salvador y muchos más.
La Fundación lleva a cabo incluso proyectos en la Comunidad de Madrid como las ayudas destinadas a la compra de alimentos para 275 familias en situación de vulnerabilidad en el barrio de El Pozo del Tío Raimundo. La compra y distribución de alimentos la lleva a cabo la asociación de vecinos del barrio, entidad colaboradora de la Fundación desde 2007.
―¿En el caso de Cuba qué hacen y cómo canalizan la ayuda?
―Para Cuba colaboramos con un hombre de Dios y numerario del Opus Dei Don Jesús Martínez, gracias a su proyecto “Puente Cuba”. Ha conseguido durante los últimos 15 años que el empresariado navarro y también el nacional se solidaricen con las necesidades del pueblo de la Isla. Ha enviado contenedores con alimentos y medicamentos a la Confederación de Obispos Católicos de Cuba para evitar que algunos lucren con lo que se destina a los necesitados de la Isla.
―¿Has vuelto a Cuba o has pensado volver?
―En 65 años nunca, muy a pesar de que la cultura de mi país de origen siempre me ha atraído mucho y de que me siento orgulloso de mis orígenes cubanos. En realidad, siempre me he manifestado en contra del régimen donde quiera que he podido asistir a manifestaciones durante toda mi vida. Sin embargo, en la ayuda a cubanos de la Isla no me involucré seriamente hasta que conocí al padre José Conrado, cura cubano que reside en Trinidad, que me convenció de que había llegado el momento de ayudar al pueblo de Cuba. Me lo tomé entonces con una señal de Dios.
Siempre he tenido conciencia de donde provengo y me enorgullece cuando alguien rememora la Cuba de antes que es a la que yo pertenezco. Recuerdo, por ejemplo, que viviendo en México fui a ver a Pedro Vargas en un concierto que daba en San Miguel de Allende y, a sabiendas de que el cantante había sido muy amigo de mi tío abuelo Juanillo Montalvo y le gustaba mucho la Cuba de aquellos tiempos, me presenté en el camerino al final del espectáculo y le conté quién era. Por supuesto, recordaba muy bien a mi tío abuelo Juanillo y por mí pudo enterarse de que había fallecido ya. Pedro Vargas iba mucho a Cuba y tenía especial cariño a sus colegas músicos cubanos como Ernesto Lecuona.
En resumen, con la edad mis sentimientos de cubanía han florecido aún más y es entonces que me he dedicado a apoyar a los necesitados. La Fundación Esperanza y Alegría, por ejemplo, respalda al Proyecto Cobijo, creado en 2022 por el sacerdote cubano Bladimir Navarro, para dar hogar y apoyo a todos los que llegan de la Isla a España sin nada ni nadie.
Mi esposa y mis hijos sí han ido a Cuba. Probablemente intentaré ir el año próximo acompañando a Jesús Martínez. Creo que va siendo hora de que vuelva a ver el sitio en que nací. Aunque en realidad puedo decir que todos los días vuelvo a la Isla de alguna manera: leyendo las noticias que llegan del país y que me ponen los pelos de punta con tantas calamidades, miseria e injusticias cotidianas. Además, a mi perra le pusimos por nombre Cuba. Quiere decir que la tengo que mencionar decenas de veces al día.
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Publicación fuente ‘Cubanet’
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