Juan Miguel Pozo: Instrucciones para no leer a Lezama Lima (o cómo escapar de la selva barroca con la dignidad casi intacta)

Autores | 5 de mayo de 2025
©Henri Rousseau, ‘Paisaje de selva al anochecer’, 1910

No leas a Lezama si tienes hambre, resaca o una cita en menos de tres horas. Lezama Lima no es un autor: es una zona climática, un ambiente opresivo que se cierne sobre la página como la humedad de un cuarto sin ventilador en Marianao. No es una lectura: es un proceso de inmersión gradual en un lenguaje que, si no te asfixia, te deshidrata. Te acercas con intención de novela, de trama, de estructura, y él te recibe con una frase de 37 líneas que habla del espíritu, la carne, el mango y Santo Tomás de Aquino como si todos estuvieran en la misma habitación transpirando contigo… sudando semántica.

Porque lo primero que hay que decir es esto: Lezama Lima conspira. No escribe, codifica. Y como todo buen cifrador barroco, oculta la verdad tras una muralla de adjetivos, arcaísmos y estructuras sintácticas que se pliegan como origamis psíquicos. Leerlo es como sintonizar una radio de onda corta en plena tormenta solar: captas fragmentos de un ritual que no comprendes en su totalidad, pero cuyo ritmo te magnetiza. No es un narrador: es una frecuencia, y tú no tienes la antena adecuada.

Tampoco te ayudará la lógica narrativa. En Paradiso, por ejemplo, no hay una historia: hay una orografía de palabras. Las frases son selvas, y los párrafos, campos de minas poéticas. Si buscas personajes, terminarás encontrando adjetivos que se miran entre sí con deseo culposo. Si buscas acción, lo más probable es que halles una misa, una fruta, una reflexión sobre Bizancio. O todo eso en la misma frase.

Aquí no hay trama: hay clima. No hay progresión: hay proliferación. Y no hay descanso: hay sudor. Lezama no te da respiro; te rodea con su sintaxis hasta que piensas que entender es, de alguna manera, traicionar el milagro. Es un agente doble de la literatura: por fuera parece novela, pero por dentro es teología tropical. Es Cuba escribiéndose a sí misma en un espejo roto del barroco español, y tú estás ahí, viéndote desfigurado en cada sílaba.

¿Y si te rindes? Mejor. Porque no leer a Lezama también es un arte. Fingir que lo entendiste es una tradición culta. Di cosas como «orfismo tropical» o «catolicismo afrocaribeño codificado por signos vegetales» y nadie te pedirá que cites una línea. Incluso puedes hablar de su enemistad con Virgilio Piñera como si fuera una pelea de boxeo litúrgico. No importa: todos los que lo citan han huido de Paradiso antes de la página 60.

Al final, leerlo o no leerlo es anecdótico. Porque Lezama está en otro plano, operando con otras reglas. Quizá nunca existió. Quizá fue un experimento literario financiado por la CIA para medir los efectos de la sintaxis barroca en sujetos del Tercer Mundo… Tal vez es un espejo, y al intentar leerlo te lees a ti mismo en otro idioma.

Y ahí está el verdadero peligro: que te guste.

Y ya no podrás volver a leer una novela «normal» sin sentir que falta la humedad, que faltan los signos, que falta la jungla.

Así que mejor no abras ese libro. Mejor no empieces.

Porque si entras, no hay retorno.

Porque si entiendes, estás perdido…

Y tú solo querías una novela.

Mal timing. Mala suerte.

Maldito Lezama.