Juan Miguel Pozo: Marzel

Marzel no filmaba películas.
Marzel sembraba fantasmas.
Marzel, como todos los verdaderos espectros de una cultura, no pertenecía a ningún canon. No era el «otro» cine cubano, sino su negativo radiográfico, esa imagen ósea que revela lo que se esconde tras las capas barnizadas del relato oficial. Su cine no era «underground» como una etiqueta estética, sino como una condición existencial: se proyectaba en azoteas enmohecidas, en salas okupadas por el polvo, o a veces, simplemente, en la mente desvariada de quienes aún creían en el celuloide como arma.
Nació en Santiago de Cuba pero pudo haber nacido en Berlín Oriental o en las cloacas lisérgicas de Nueva York en 1968. Su apellido era mito menor, murmurado en pasillos de facultades o pasajes censurados de los libros de historia del ICAIC. Para Marzel, el cine era un acto de sabotaje visual, una insurrección contra la imagen oficial. Por eso filmaba con cámaras rotas, con sonido impuro, con actores que no actuaban, sino que recordaban. Sus películas eran collages de ruinas y gritos. Poesía visual con olor a ozono.
¿Cine experimental? Eso es poco. Era cine espectral. Conectaba más con Val del Omar y Kenneth Anger que con Glauber Rocha, más con Pasolini callejero que con el dogma socialista.
No ganó premios. Apenas existía. Pero Marzel fue —y es— el pulso fantasma de un cine que nunca pidió permiso. Un artista-mártir de la imagen. Uno de esos tipos que —como diría Debord— entendió que la revolución también debía ser estética, o no sería.
Murió como había vivido: en negativo. Pero en los márgenes de viejas cintas oxidadas, su obra sigue palpitando como dinamita que aún no explota. Y eso, en la Cuba de las consignas recicladas, es un gesto profundamente subversivo.
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