Norge Espinosa Mendoza: Un teatro de la patria / Escena cubana, entre realismo y socialismo

Autores | Dokumentxs | Teatro | 17 de septiembre de 2025
©Armando Hart se reúne con artistas y funcionarios del medio teatral cubano, diciembre de 1976 / RRSS

Comenzamos nuestro tercer dosier sobre el Realismo Socialista en la isla, con este impagable texto del investigador y escritor Norge Espinosa Mendoza sobre la relación entre política y teatro desde principios de los años 70 hasta casi hoy mismo.
Disfruten.

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1.

En febrero de 1972, el Teatro de Ensayo Ocuje salía a escena sobre el amplio tablado del Mella, sin imaginar que ese sería el último estreno de su intensa y corta vida. La agrupación fundada por Roberto Blanco en 1969, tras haber presentado títulos como María Antonia, Lumumba y Divinas palabras, elegía para aquella ocasión un espectáculo integrado por una visión inédita de la palabra martiana en el panorama teatral cubano. A partir de un estudio riguroso y comprometido de la biografía del Apóstol, De los días de la guerra se presentaba no como una revisión al uso de la existencia de José Martí, sino como un collage que, a manera de tejido cuidadoso e inteligente, partía de su Diario de Campaña para trazar una imagen de su presencia en la cual, sin la necesidad de que actor alguno lo caracterizara, el misterio de lo martiano se hiciera presente. Desde el poderoso arranque con los versos de Abdala, hasta el “pase de lista” de mambises y guerreros que culminaba con la mención de su nombre, De los días de la guerra era la prueba contundente de otros modos de hacer, combinando danza, actuación, canto, performance, en una mezcla de creatividad poderosa y capaz de desalmidonar al Héroe, desde una médula que hallaba lo teatral en páginas y fragmentos que no se habían leído nunca antes con tal propósito. El resultado era una puesta impresionante, que brotó además de un seminario que a solicitud del director impartieron a su equipo Cintio Vitier y Fina García Marruz. Los actores, con vestuarios de color blanco, con distintos elementos que reconstruían la iconografía de la guerra de independencia sin afán fotográfico ni atado a la reconstrucción histórica, daban vida a lo que Martí describió en ese libro esencial, y lograban eludir los lugares comunes de una épica inflada o una representación sin más anhelo que la consigna.

En un artículo publicado en Bohemia, la propia Fina García Marruz destacaba varios de los puntos a favor de Teatro Ocuje dice a Martí: De los días de la guerra, que es el título completo que aparece en el programa de mano de 1972. La autora de Las miradas perdidas afirma: “El principal acierto del grupo teatral, en la difícil puesta en escena del Diario de Campaña de José Martí, es no haberse refugiado en la mera sucesión anecdótica sino entender cada pasaje como dentro de una caja de resonancias que nos remite a la vida y la palabra toda del héroe. (…) De pie hay que aplaudir este homenaje que de pie ha sido rendido”[1]. La crítica de la época sumó otros elogios. En aquel programa de mano de 1972, Blanco consideraba: “No hay pieza de teatro o de ficción que pueda aspirar a restituirnos a plenitud la vida y la obra de nuestro Apóstol. El nuestro, no es más que un intento de aproximación, mediante la poesía propia del teatro, a la palabra prodigiosa de Martí, y un intento de indagación de una forma posible de un posible teatro nuestro”[2].

©’Ocuje dice…’ / Bohemia 1972.

Entre quienes elogiaron ese acercamiento teatral a un texto crucial de lo martiano, estuvieron Natividad González Freyre, Miguel Barnet, o Nancy Morejón. Y sin embargo, poco después de aquellas funciones, De los días de la guerra desapareció. No solo del escenario del Teatro Mella, sino del repertorio de Ocuje, como también se esfumó el propio grupo. Habían llegado otros aires, al teatro y a la cultura nacional, que veían con recelo esa “poesía propia del teatro” y esa noción “de una forma posible de un posible teatro nuestro”.

“Lo que no se pone en tela de juicio es que De los días de la guerra pertenece a los títulos que no deben desaparecer de nuestros escenarios”, puntualizó alguna vez el crítico y estudioso Carlos Espinosa, ante la excelencia de ese montaje. Y sin embargo, ese acto de desaparición sí sucedió. Y no solo fue el único, cuando se alzaron como un muro terco ante los tablados los fantasmas y recelos de una idea que prefirió extirpar metáforas, sospechas y texturas demasiado alegóricas, para dar paso, con aire marcial, a otros rostros, voces y máscaras en el teatro cubano. Y que no se detuvieron ni siquiera ante ese modo tan sensible y poderoso de reinventar a José Martí, y no a sus bustos de yeso ni a sus frases entendidas como mero relleno de pancartas, ante los espectadores de una Cuba en proceso de un cambio temido y finalmente ya indetenible, no solo en los escenarios.

2.

El fantasma del realismo socialista estaba ya presente, como una amenaza, sobre el teatro cubano desde hacía ya algún tiempo. Y si bien sus ecos doctrinarios ganaron una fuerza arrasadora tras el I Congreso de Educación y Cultura celebrado en La Habana a fines de abril de 1971, ese vago rumor que lo anunciaba ya había hecho sentir sus efectos desde el arranque mismo del quehacer cultural impulsado por el nuevo gobierno a partir de 1959. Venía incluso de antes, con defensores como el dramaturgo, director y actor Paco Alfonso, autor de obras como Cañaveral (su más célebre pieza, que quiso ser elevada a un nivel modélico pese a sus estrecheces y afán proselitista), Ya no me dueles, luna o Yerba hedionda, de la cual alguna vez dijo el editor José Rodríguez Feo: “si es como su título, Dios nos libre”. Ligado a las filas del Partido Socialista Popular (PSP), al cual se vincula desde 1936, pasa de escribir obras de ambiente más festivo a textos de carácter didáctico y propagandístico, que se representarán en teatros pero también en plazas y sindicatos, con una filiación comunista declarada, y de títulos tan elocuentes como Demandas del pueblo, Los surcos cantan la paz, Mambises y guerrilleros… hasta algunas que toman como base de sus argumentos pasajes inspirados en la Revolución de Octubre, como Todo el poder para los soviets y Ayuda guajira, firmada en 1941, y en la cual el campesino Renato declara: “Hay que ayudar a la URSS”[3].

Por lo general, el teatro de Paco Alfonso ha sido considerado como un ejemplo de didactismo y mala prosa teatral, lastrado por arranques seudopoéticos, y que sobre todo adolece de personajes concebidos como voceros de consignas, más que como seres vivos: eso que Nicolás Dorr, en el prólogo a su tomo de piezas publicado en 1981 le señala, con equívoca elegancia, como una “entereza marmórea”. Más preocupado por difundir sus simpatías por la Revolución Soviética y sus autores (con su Teatro Popular representó Invasión, de I. Leonov y Los hombres rusos, de Simonov, junto a otros autores soviéticos), creó una escena de difícil permanencia incluso ante los espectadores que ya para 1959 pudieron ver Cañaveral, premiada en 1950 pero prohibida por el régimen batistiano. El drama del desalojo campesino solo había tenido hasta ese momento una lectura dramatizada en la Sociedad Nuestro Tiempo, y su autor la había publicado a sus expensas en 1956. Cuando al fin se estrena en la sala El Sótano, propiedad del dramaturgo, logra al fin llegar al público en sintonía con la Revolución recién triunfante, y gracias al apoyo de Camilo Cienfuegos ese montaje se presenta en todo el país. Rine Leal saluda ese espectáculo, señalando logros parciales y defectos, pero no deja de ser él, como crítico más importante de nuestra historia teatral, el que mantenga posiciones más contradictorias e incluso ambiguas respecto a Paco Alfonso y su dramaturgia.

Evidentemente más dispuesto a celebrar la calidad dramatúrgica de Virgilio Piñera o Carlos Felipe, frente a las debilidades de lo creado por Paco Alfonso, en varias reseñas y artículos Rine Leal había expuesto su rechazo ante el autor de Cañaveral, por su lenguaje forzado, sus personajes de cartón piedra o su melodramatismo a veces compulsivo: “Alfonso, que debió haber sido nuestro Odets, ha resultado ser un segundo Félix B. Caignet”, afirma ante la reposición de Ya no me dueles, luna en el Sótano, en 1958. Y va mucho más allá al señalar a Paco Alfonso, un año más tarde, como el posible adalid del realismo socialista en nuestro teatro:

“Por razones obvias y fáciles de comprender, el único que pretende crear su dramaturgia dentro de este estilo es Paco Alfonso, cuyo background va a 1943 cuando inauguró el Teatro Popular. Ya se sabe lo que el realismo socialista significa fatalmente para el teatro de Cuba: campesinos desalojados, negros esclavos, obreros oprimidos clamando por la huelga general, melodrama social donde los malos son invariablemente los de arriba y los buenos los de abajo. Es decir, un esquema totalmente superado de lo cubano, una simplificación de nuestro carácter, una superficialidad en los modos de conducta de los personajes”[4].

Aun cuando Rine Leal intente suavizar sus juicios contra Paco Alfonso, en otros momentos, no lo consigue del todo: “(…) es una triste paradoja que dos de los hombres a quienes más debe nuestra escena (Luis A. Baralt y Alfonso) en la época republicana, sean al mismo tiempo tan malos dramaturgos”, lamentó en 1958, un año antes de suscribir el párrafo de más arriba, y de rematar el asunto del realismo socialista y la fidelidad de Paco Alfonso a sus postulados, al añadir:

“No hay que señalar la oscura decadencia de la dramaturgia soviética ni lo infantiles y simplistas de sus temas en los productos del estilo oficial; como teoría estética emanada del Estado, el realismo socialista sólo ha servido precisamente para destruir lo que quería construir: el teatro soviético, excepto en sus realizaciones técnicas, está hoy muy por debajo del teatro de la época zarista. (…) Pero como al mismo tiempo el realismo socialista sólo tiene como cultivador entre nosotros a un autor tan mediocre como Paco Alfonso, no hay que esperar que su sombra llegue a prender en los futuros rumbos del teatro cubano y con este autor desaparecerá la moda”.

Lo cierto es que Rine Leal se equivocaba. Paco Alfonso llegó a vivir más que Piñera, que Felipe y Rolando Ferrer, hasta morir en 1989. Y perduró como un autor al que se le otorgaba una visibilidad que esos otros dramaturgos ya no pudieron discutirle. Cuando en 1982 se editan las memorias del primer Festival de Teatro de La Habana, celebrado dos años antes, su retrato aparece en la galería fotográfica de ese libro, sin que los demás tengan tal distinción. Y el propio Rine Leal, en su Breve historia del teatro cubano, publicada en 1980, rebaja sus críticas ante ese “autor tan mediocre”, como se verá más adelante. El realismo socialista en la escena criolla, encarnado mediante su presencia, pervivió más de lo que muchos le auguraban. Aunque ya hoy ni sus obras ni su nombre reaparezcan con igual fervor en los estudios ni en las carteleras del teatro cubano.

3.

Lo cierto es que en cuanto el poder irrumpió en la historia cubana a partir de enero de 1959, la cuestión de la política cultural de ese país que empezaba a reformularse cayó en manos, casi de inmediato, de los viejos adeptos del Partido Socialista Popular y los afiliados a entidades como la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo. El Instituto Nacional de Cultura se disolvió, y pronto su nombre, como el de su director, Guillermo de Zéndegui, pasó al olvido. Pero no es hasta 1961 que se crea el Consejo Nacional de Cultura (CNC), que será la institución que mantendrá control sobre ese tipo de empeños y acciones hasta que en 1976 se funda el Ministerio de Cultura. Para esa fecha, ya la Casa de las Américas y el ICAIC están dispersando una idea de la nueva Cuba hacia todos los cardinales posibles. La Dirección de Cultura adscrita al Ministerio de Educación cederá paso al nuevo organismo, y es desde ahí que empieza a organizarse el trabajo del CNC bajo la presidencia de Vicentina Antuña, aunque el nombre de mayor peso en esa primera etapa sería, hasta su defenestración en 1964, el de su secretaria: Edith García Buchaca.

Junto a ellas estaba, por supuesto, la ensayista, profesora y poeta Mirta Aguirre, quien había tenido en el PSP la responsabilidad máxima de su Comisión de Trabajo Intelectual. De probada voluntad marxista, Aguirre, Antuña y Buchaca serían las responsables de diseñar el trabajo del Consejo Nacional de Cultura. En Nuestro Tiempo se había imantado un núcleo de artistas que, siendo de mayor o menor fiabilidad para esas consejeras, sirvió de punto de partida para asimilar algunas responsabilidades inmediatas en las nuevas instituciones, que heredarían no solo la capacidad intelectual y el talento de esas personalidades, sino también muchos de los recelos y límites de la visión política que con ellas y ellos también se importaba a nuevas misiones. Y el teatro, zona complicada y cargada de recelos, no iba a ser la excepción, ni mucho menos. Ya desde 1959, con la creación del Teatro Nacional de Cuba bajo la guía de la doctora Isabel Monal, se prefiguraba un concepto en ese sentido: allí se estableció un quehacer por departamentos que funcionó hasta 1961, justo cuando el CNC ya está poniendo en marcha su maquinaria de control.

Al frente del Departamento de Teatro estaba el dramaturgo Fermín Borges: uno de los nombres luego “desaparecidos” en la memoria escénica cubana, tras haber dado a conocer algunas obras de interés a mediados de la década del 50. En el Teatro Nacional de Cuba (TNC) se creó y sostuvo el Seminario de Dramaturgia, esencial para el arribo de nuevas voces y autores en ese contexto, cuyos profesores más recordados, tras una primera fase en la cual los becarios recibieron clases de muchos nombres de valía, incluido Alejo Carpentier, fueron el argentino Osvaldo Dragún y la mexicana Luisa Josefina Hernández. Pero junto a ello también se activaron las Brigadas Covarrubias, con las cuales se cumplía el anhelo de llevar más allá de los coliseos la actividad teatral, concebidas como unidades móviles que se trasladaban a diversos puntos de la ciudad para, un poco a la manera de La Barraca que dirigió Lorca en la España republicana, acercar la cultura a barrios periféricos y a zonas de difícil acceso, en un gesto de democratización, según anunciaba Roa al reactivar una iniciativa que ya existía y que él llevó más allá de las bibliotecas y Ferias del Libro hasta bateyes y poblados distantes. Una idea que retomaba, además, lo propuesto por Raúl Roa en 1950 con las Misiones Culturales, y que llevaron en una rastra-escenario por varios puntos de Cuba ejemplos de danza, teatro, presentaciones de títeres, cine, etcétera. Una experiencia en la que, cómo no, participaron muchos que luego se fueron afiliando a Nuestro Tiempo, creada en marzo de 1951 con Harold Gramatges en su cargo de presidente.

Las relaciones entre la directiva del PSP y Nuestro Tiempo no eran secreto de nadie. Tampoco que en dicha Sociedad había una intencionalidad conducida por sus miembros de filiación comunista más desembozada. El propio Partido, en 1950, había subrayado su necesidad de extender las influencias de su credo hasta la cultura, como demostró al adoptar en octubre de ese año la “Resolución sobre el Trabajo del Partido en la Ciencia y el Arte”, y desde la táctica de su Frente Único se propuso ahondar en esa dirección. La línea que priorizaba en ese sentido el PSP acerca de la cultura y la creación artística puede entenderse mediante algunos de los documentos que publicaron en Fundamentos, la revista de dicha organización, donde aparecieron textos como “Sobre el trabajo del partido en el campo intelectual”, firmado por Mao Tse Tung. Una idea precisa de lo que, en sus lineamientos estéticos promulgaba Mirta Aguirre puede reconocerse en numerosos artículos de la época. No en balde, cuando se publicaron en dos tomos sus críticas de cine, a fines de los años 80, en el Caimán Barbudo apareció una reseña acerca de esa tardía recopilación titulada Una marxista va al cine [5]. El temido Buró de Represión de Actividades Comunistas (BRAC), creado en 1955, estaba al tanto de todo ello, y en las representaciones de la versión que crearon Vicente Revuelta y Julio García Espinosa de la pieza Juana de Lorena, del dramaturgo norteamericano Maxwell Anderson, se dejaron ver no tanto para aplaudir a Raquel Revuelta, como sí en señal de alerta ante la provocación que en la adaptación del original habían incluido sus creadores, quienes añadieron diálogos que incluían comentarios directos a la tensa realidad política de aquel momento, en 1956.

©Alicia Alonso, Mirta Aguirre y Marta Rojas / Granma

El fantasma de los postulados del realismo socialista, dictados por Zhdánov en su intervención, lamentablemente célebre, ante el Primer Congreso de Escritores Soviéticos en 1934, asomaba su oreja de vez en vez, bajo los gestos complacientes de algunos miembros de la intelectualidad simpatizantes con el PSP. Pero también hubo quienes señalaban sus peligros, aunque sin imaginar que varios de esos conceptos terminarían luego haciéndose mucho más visibles. Al comentar Guillermo Cabrera Infante (bajo su seudónimo G. Caín), filmes soviéticos como Cuando vuelan las cigüeñas, Chapayev, Don Quijote, Otelo, etcétera, entre 1959 y 1960, revela mediante sus dardos ingeniosos las sospechas que siempre tuvieron algunos de su generación ante el realismo socialista y los achatamientos provocados por sus comisarios e ideólogos, arremetiendo desde la virulencia del choteo cubano contra esa cinematografía “donde Glinka parece un bolchevique y Stalin gana él solo la segunda guerra mundial” [6]. Veintidós años después de aquella diatriba de Zhdánov, Nikita Jrushchov había pronunciado el “discurso secreto” en el que reveló el culto a la personalidad y los desmanes estalinistas, corroborando los rumores que los marxistas de línea dura preferían ignorar. En Cuba, esos excesos totalitarios tuvieron diversos ecos (en la revista Ciclón, por ejemplo, Virgilio Piñera comentó El pensamiento cautivo, de Czeslaw Miłosz, y publicó su pieza anticomunista y por largo tiempo “desaparecida”: Los siervos). Los integrantes del PSP no se dejaron provocar, como buenos marxistas tenían una fe ciega en que su momento, la mañana triunfante y llena de banderas rojas, sucedería, tal y como demostró Carlos Rafael Rodríguez al referirse a las revelaciones proporcionadas por Jrushchov en esa “profunda y tajante autocrítica”:

“Ese examen crítico de los errores que se derivan del culto a la personalidad ha de influir sobre toda la vida soviética; pero aquí nos interesa subrayar qué prodigiosa expansión ha de tener el movimiento cultural de la Unión Soviética al suprimirse ciertas trabas que hasta aquí estorbaron, durante dos décadas, la mejor utilización de las enormes posibilidades que el socialismo abre a la humanidad en la esfera de la cultura, trabas del todo ajenas a su espíritu y que, conviene reiterarlo, no obedecieron a necesidades, ni siquiera circunstanciales, del sistema sino a los errores que ahora son revisados”[7].

Con estas afirmaciones, que servían de apertura a la aparición de Mensajes, el órgano cultural clandestino del PSP en julio de 1956, Carlos Rafael Rodríguez dibujaba un horizonte tan promisorio y libre de posibles secuelas y conflictos como los de esas obras del realismo socialista que, en lo teatral, morían de antemano al no poder encarar directamente conflicto alguno. Concentrados en su programa de reafirmación nacional, en sus acciones de denuncia ante los síntomas de penetración cultural y colonial del imperialismo, esos funcionarios esperaban convertir a la cultura y a los intelectuales en ese frente unido que, más allá de esta o aquella diferencia, respondiera unánimemente a esa intención, porque ya algunos de esos escritores y creadores parecían despertar “con la vuelta al «canto llano» después de una larga prisión en las amarras de Eliot, Perse y Gertrude Stein”. Y Rodríguez añadía, como puntillazo casi final: “Los intelectuales y artistas comunistas de Cuba, nos presentamos pues ante nuestros amigos con un programa neto y claro, con una convicción fortalecida por el examen de las debilidades propias y por el impulso que nos brindan, con su ejemplo, los compañeros soviéticos.” Poco faltaba para que esos camaradas arribaran a las tierras del trópico trayendo, cómo no, mucho de todo ello a una Isla que se reinventaría como un nuevo escenario.

4.

En 1932, Stalin había reclamado a los escritores soviéticos que “dejaran de escribir absurdos”. Era un preludio de lo que se asentaría como política cultural dos años más tarde, con la intención de borrar del panorama artístico a los futuristas, a los formalistas, a todo lo que pareciera poco dispuesto a ser asimilado por las masas. Lunacharski había alertado a Meyerhold, el gran renovador teatral y padre de la biomecánica que tuvo tan terrible final: “En el porvenir no se considerará arte sino aquel que exprese valores humanos, y esto de una forma que todos los hombres puedan entenderlo”. Gorki, en el Congreso de Escritores de 1934, elevado como ejemplo supremo de dicha aspiración, insistía: “El realismo socialista afirma la existencia como acción y establece que su fin principal es el desarrollo de las más preciadas cualidades para lograr la victoria del hombre sobre las leyes de la naturaleza, para lograr la felicidad de vivir sobre una tierra en que él, dado el incesante aumento de sus exigencias, quiere trabajar y transformar en una espléndida casa para toda la humanidad”. Y es por ello que, forzando la metáfora para entender a intelectuales y artistas en la misma dimensión que a un obrero o una pieza del proletariado, Zhdánov los instaba a convertirse en “ingenieros del alma”. O del espíritu, según se le traduzca, que debían rechazar la representación de mundos y héroes ideales, para conducir al lector “hacia un mundo inaccesible y utópico”[8].

No dudo que para los soviéticos que comenzaron a llegar a Cuba por oleadas, a partir de 1959, la Isla parecía ser exactamente ese mundo: una terra ignota donde seguir experimentando, y donde les esperaban viejos compañeros de lucha, que repentinamente estaban disfrutando de un protagonismo y de un poder que les permitía expandir esos anhelos en las primeras páginas de los periódicos, en las pantallas del cine y la televisión, y en menor medida, el teatro, que ocupó siempre un lugar no tan llamativo en esa nueva campaña de adoctrinamiento. No porque no se le intentara dar tal rol, sino porque había determinadas resistencias. En Cuba, el teatro carecía de un respeto y una influencia tan grande como el que tenía en las tierras de Lenin, y el nuevo gobierno apostó más por lo que esos otros medios ofrecían en términos de proselitismo más inmediato. La euforia del triunfo, descrita en “La inundación” por Virgilio Piñera en el último número de Ciclón, aparecido con su portada roja en 1959, arrasó con casi todo. Y la gran pregunta acerca de cómo representar ese cambio brusco en los escenarios no dejó de aparecer. Y con él, una larga serie de desapariciones, resurrecciones, suspensiones y estremecimientos no siempre culminantes en aplausos.

Teatro Estudio había nacido en 1958, bajo los impulsos del éxito conseguido con aquella Juana de Lorena que tanto preocupaba al BRAC. Vicente Revuelta dirigió el Viaje de un largo día hacia la noche, la gran obra póstuma de Eugene O´Neill, y fue celebrado por el logro del montaje, cuyo elenco ofreció una limpia labor a partir del dominio de la técnica stanislavskiana. Pero bajo los aires de triunfo que trajeron a La Habana los barbudos, el grupo, que ya había nacido con un primer manifiesto, publicó otro, en abril de 1959, que desencadenó una polémica al divulgar frases como esta:

“Los trascendentales acontecimientos ocurridos en lo que va de este Año Libertador, pusieron en evidencia el divorcio que había entre nuestra preocupación estética y la función social del teatro. (…) Hoy, no hay derecho de hacer teatro en Cuba si no es para plantear los problemas que Cuba hoy enfrenta. (…) En nuestro país hoy es urgente que el arte responda al momento. ¡Artistas cubanos, esperamos para este planteamiento nuestro, tu respuesta y tu concurso!”[9]

La reacción a dichas palabras fue súbita: se temió que desde ese tono marcial se quisiera imponer al resto de los grupos una política y un repertorio de tema inmediato. En una carta a Julio Rodríguez Luis, el propio Virgilio Piñera comentaba al respecto: “…cuando ya nadie hace arte dirigido; cuando hasta los rusos mismos permiten ciertas libertades y expansiones del pensamiento a sus artistas, resulta que todavía en Cuba hay una campaña para hacer arte dirigido. Qué me cuentas”[10]. Y señalaba a los causantes del aparente dilema: “Ahora Vicente Revuelta, Julia Astoviza, etc., pretenden que los dramaturgos cubanos escriban obras de tipo social, y llevan su pretensión al punto de boicotear cualquier representación que no se ajuste a tales intenciones”. La aparición en dicho contexto del argentino Pedro Asquini, conocedor de Brecht pero portador de visiones estrechas y dispuesto a poner en marcha el mecanismo de tabula rasa que toda Revolución trae consigo desde una voluntad extrema, echó más leña al fuego. Los teatristas cubanos, incluso después de que se aquietara esa polémica con varios artículos y unas declaraciones de Vicente Revuelta que se distanciaban de aquel temido impulso, comenzaban a preocuparse por lo que el nuevo régimen esperaba de ellos.

Esos temores se irían convirtiendo en una marea que tendría momentos de quietud y mayor violencia, entre 1959 y 1971, cuando ya la marea misma lo cubrió prácticamente todo, confirmando las sospechas que Piñera y otros expresaron en las reuniones de la Biblioteca Nacional, de las cuales emanó ese documento, Palabras a los intelectuales, al que siguen apelando comisarios y estudiosos e historiadores para imaginarlo como la base de la política cultural de la Revolución: ese discurso pronunciado por Fidel Castro tras los debates ocurridos después de la censura que Alfredo Guevara impuso, desde la presidencia del ICAIC, al documental PM, en 1961. Por encima de la frase tan llevada y traída que se cita y reproduce una y otra vez, en las Palabras… gravitan otras cuestiones que ya deberían ser objeto de discusión y repaso menos idealizado y más a fondo, entre las cuales el temor al realismo socialista no dejó de manifestarse. Lo cierto es que tras esos encuentros, se clausuró Lunes de Revolución (ese supuesto nido de anarquistas que Guevara tanto detestaba), y se funda la Unión de Escritores y Artistas de Cuba según el modelo soviético de dichas instituciones, esas a las que, en El maestro y Margarita, Bulgakov describe con un tono satírico implacable.

Desde los escenarios, se quiso demostrar la empatía con el nuevo mando político. El Patronato del Teatro, “la más rancia” de las instituciones escénicas, incluyó en sus programas de mano una nota de salutación a Manuel Urrutia y al “paladín indiscutible de la Revolución, al líder continental” Fidel Castro. Paco Alfonso al fin pudo estrenar Cañaveral, que contó, además de con el respaldo de Camilo Cienfuegos, con el de Raúl Castro. Ponerse al día con la Revolución implicaba el abandono de modelos, también escénicos, y Vicente Revuelta presentó en 1959 el primer texto de Bertolt Brecht en nuestro país: El alma buena de Se Chuan, en el Palacio de Bellas Artes, sede del Instituto Nacional de Cultura recién liquidado. El espectáculo no repitió el éxito que Teatro Estudio había logrado con el drama de O´Neill, pero abrió las compuertas a una arribazón brechtiana que pareció incontenible durante ese primer quinquenio revolucionario. Ya fuera de la mano de directores cubanos o extranjeros que llegaban a Cuba con gran curiosidad, Brecht se impuso como el dramaturgo, teórico y modelo escénico de turno: el nombre de Stanislavski parecía de pronto anticuado, y poco cercano a los postulados del distanciamiento, la visión crítica y al paradigma del teatro épico brechtiano.

©Cartel de ‘Cañaveral’, Teatro Político Bertolt Brecht.

Aunque pueda enumerar aquí numerosos casos donde asoma su oreja, lo cierto es que el realismo socialista, propiamente dicho, no logró instaurarse en toda su temida dimensión, al menos no en ese momento. Los creadores de la escena cubana y otras artes sabían de tal peligro, y los viejos comunistas también fueron prudentes, prefiriendo filtrar sus postulados, con determinada sutileza, antes que imponerlos abruptamente en ese panorama. Lo que no impidió a uno de sus voceros, el profesor Gaspar Jorge García Galló proclamar en uno de sus libelos: “Nuestra concepción artística se llama realismo socialista”[11]. La resonancia de esos extremismos corría aún por el mundo, se vivía la era Jruschov, y no era de buen gusto abrazar desembozadamente los dictados de Zhdánov y Lunacharski, aunque fue La madre, versión de Brecht a partir de la novela de Máximo Gorki, la puesta más celebrada de esa oleada que nos llegaba desde el Berliner Ensemble, asumida en 1962 bajo la dirección del argentino Néstor Raimondi, entrenado precisamente en Alemania, en la sede de la compañía fundada por Brecht. La puesta culminaba con el elenco, y los espectadores, de pie, entonando a coro “La Internacional”. Añádase a ello que en 1965 Ernesto Guevara expuso su recelo al realismo socialista en las páginas de El socialismo y el hombre en Cuba, el mismo ensayo en el cual acusaba a los intelectuales y artistas por cargar con el “pecado original” de no ser lo suficientemente revolucionarios. El peso político del argentino debe haber aconsejado, tras la aparición de estas palabras, mayor cautela a los adeptos de esas normas, como demostró José Antonio Portuondo en “Itinerario estético de la Revolución Cubana”, su charla de 1974, en la cual afirma que Palabras a los intelectuales y El socialismo y el hombre en Cuba “son los dos documentos fundamentales para entender cuál es la política estética de nuestra Revolución”, opinión que transforma en canon de la época esos textos. En el suyo, Guevara había comentado, con frases que Portuondo repitió en su charla, lo siguiente:

“No hay artistas de gran autoridad que, a su vez, tengan gran autoridad revolucionaria. Los hombres del Partido deben tomar esa tarea entre las manos y buscar el logro del objetivo principal: educar al pueblo. Se busca entonces la simplificación, lo que entiende todo el mundo, que es lo que entienden los funcionarios. Se anula la auténtica investigación artística y se reduce el problema de la cultura general a una apropiación del presente socialista del pasado muerto (por lo tanto, no peligroso.) Así nace el realismo socialista, sobre las bases del arte del siglo pasado”[12].

Desde las oficinas del Consejo Nacional de Cultura se quiso imponer un reordenamiento no solo de control y administración sobre los grupos cubanos, sino también un reajuste dentro de los mismos. Raquel Revuelta se lanzó a la calle hasta dar con Fidel Castro cuando supo que en el CNC se aspiraba a fundir a Teatro Estudio con otros grupos, para repetir el modelo soviético de una gran compañía nacional donde estuviesen los mejores talentos. Consiguió que los dejaran en paz, pero ello, que dio origen al Conjunto Dramático Nacional (la agrupación que estrenó La madre), también sirvió como presagio de futuros conflictos. Plegarse a una noción de repertorio que insistía en convertir al teatro en un arma ideológica al servicio de la Revolución, sería una intención que crecería con el tiempo. Y el calco de las estructuras del socialismo del Este parecía ser, según las eminencias del CNC, una maniobra segura, que no siempre salió como se esperaba.

En 1963, se crea el Teatro Nacional de Guiñol, dirigido por los hermanos Carucha y Pepe Camejo, y Pepe Carril, que venían desde la década anterior destacándose por su trabajo de alta calidad en los retablos. Para la fundación del grupo, se trajeron a Cuba artistas del Teatro Central de Muñecos, dirigido en Moscú por Serguei Obraztsov, y se escogió como primer espectáculo una versión de Las cebollas mágicas, de la brasileña Maria Clara Machado. Los títeres y el argumento se adaptaron como una fábula que denunciaba los males del capitalismo, pero el TNG, tras esa experiencia, se desentendió de tal intencionalidad didáctica y doctrinaria, dando lugar a un espléndido quehacer dirigido al público infantil y adulto. Esa “indisciplina” les resultaría muy cara, como se comprobó tras el I Congreso Nacional de Educación y Cultura, en 1971, cuando se les acusó de apolíticos, entre otras lindezas.

Si en la salita del Focsa donde trabajaba el TNG, con sus versiones de cuentos clásicos, adaptaciones de patakíes y versiones atrevidas de clásicos como Don Juan Tenorio o La Celestina no parecía territorio propicio para esas labores, en otros sitios sí que se les daba paso. Ignacio Gutiérrez había creado el efímero grupo Los Barbuditos, con el apoyo del PSP, el Ejército Rebelde, y el beneplácito de Ernesto Guevara, en 1959. Obras como La mazorca imprudente o Espantajo y los pájaros servirían a esos propósitos, con personajes que ridiculizaban a lacras, terratenientes o invasores. Durante los días de Girón, la UNEAC convocó al Taller de Arte y Combate, que movilizó a los miembros de sus secciones para que crearan obras que enaltecieran el espíritu patriótico y clamaran por nuestra independencia. Paco Alfonso, viejo militante, fue el primero en responder. En una emisión del Noticiero del ICAIC correspondiente a esas fechas se le ve, junto a Raquel Revuelta, Nicolás Guillén, Antón Arrufat y otros, respondiendo a tal llamado. Ese instante sumó nuevas piezas al catálogo de las pequeñas obras que abundaron en esos primeros años, como ejemplo de una dramaturgia de mera agitación y propaganda, que eran mimeografiadas y enviadas a los grupos de aficionados o eran representadas en escenarios improvisados en todo el país. Pocas de ellas sobreviven, o fueron recogidas por sus autores en sus tomos de teatro. Pero algunos de sus títulos son harto elocuentes. Paco Alfonso escribió El carnaval de las barbas y El comisario de los dientes largos, para niños; mientras que para ese “teatro de combate” Arrufat concibió Allá y aquí, Pepe Triana firmó Con la guardia en alto, José Ramón Brene aportó La carabina de Ambrosio Kenedi, y Abelardo Estorino añadió Tres milicianos y un gato. Santiago Ruiz, Maité Vera, Ingrid González, José Corrales, Rolando Ferrer y Roberto Anaya colaboraron en ese conjunto de piezas muy cortas, algunas también dirigidas al público infantil.

©’Las cebollas mágicas’, del Teatro Nacional de Guiñol, 1963.

Todas esas obras, y las que se habían ido atreviendo a llevar a escena los cambios y nuevos procesos, resultaban sin embargo insuficientes, aunque autores como el propio Virgilio Piñera se hubiera sumado al entusiasmo colectivo escribiendo una pieza de ocasión como La sorpresa, que se estrenó en el I Festival Obrero Campesino. A pesar de que en ese período ya hay textos notables, como El robo del cochino y La casa vieja, de Estorino; o Santa Camila de la Habana Vieja, de Brene; había una insatisfacción por parte del CNC, debida a la endeblez de la mayoría de lo estrenado en ese sentido y a la persistencia de ciertas tendencias que según sus comisarios no eran aún suficientemente progresistas. En enero de 1964, Edith García Buchaca pasa revista al primer quinquenio de trabajo artístico en el país, en un largo informe que publica Cuba Socialista, donde no deja de expresar esas insatisfacciones, como reproches que evocan las críticas del ICAIC a PM, pero que también se extienden a otras zonas de la creación, ya que: “(…) no nos costará ningún trabajo dar con obras en que los personajes principales son precisamente los propios de los bajos fondos, en que la atmósfera que se describe, el escenario en que se mueven, no pueden ser otros que los prostíbulos, las barras de bebidas, los billares, etc.” Y luego insiste:

“¿Por qué nos preguntamos por tal predilección? No hay duda de que algunos escritores  de las últimas promociones se encuentran obsesionados por esos temas, traumatizados e influidos en gran medida por la literatura francesa o norteamericana decadentes, cuya constante es el escepticismo, la falta de fe en el hombre y en la propia vida, la preferencia por lo patológico, por lo envilecido y corrupto, el desconocimiento de las esencias más profundas de los pueblos. (…) Es indudable que tal literatura no puede ayudar a nuestro pueblo en su lucha heroica por superar las dificultades, por ganar la batalla de la producción, por la defensa del país y la construcción del socialismo.”[13]

Faltaba poco para que la Buchaca cayera estrepitosamente del pedestal desde el cual lanzaba tales acusaciones, tras el “caso Marquitos” que la arrastró junto a su esposo Joaquín Ordoqui. Pero aún tuvo tiempo para señalar además “esa tendencia que se observa en ciertos grupos a enfatizar sus discrepancias con lo que pueda considerarse posiciones ortodoxas del marxismo, como si tal cosa les fuera necesaria para reafirmar su derecho a disentir…”. Y sumando a ello una advertencia con los que se expresaban desde cierto revisionismo, ratificaba la actitud de puesta en guardia que desde sus oficinas se mantenía hacia esos que se salían del margen permitido: “Esto nos lleva a considerar una vez más, en este recuento apretado de los primeros cinco años, que se impone una atención especialísima a los problemas ideológicos en el movimiento intelectual”.

5.

©Cartel de ‘Unos hombres y otros’, de Jesús Díaz, 1966.

Entre 1965 y 1971 se sumaron nuevos hechos relevantes para la escena cubana, y también nuevas polémicas y tensiones. Tras varios meses de cierre y la sustitución de Vicente Revuelta como director de Teatro Estudio, por considerarse que su homosexualismo le restaba idoneidad para tal puesto, el grupo pudo al fin ensayar La noche de los asesinos, galardonada por Casa de las Américas. El estreno, a fines de 1966, coincidió con la presentación de Unos hombres y otros, dirigido por Lillian Llerena con el Taller Dramático a partir de los cuentos de Jesús Díaz también premiados por esa institución. Ambos espectáculos exponen dos tendencias en la escena cubana: una en pos de una experimentación marcada por la vanguardia, la metáfora, la experimentación; y otra que aspiraba a convertir el escenario en un reflejo rápido, más inmediato, y marcadamente menos ambiguo y más “viril” de la épica en curso. La coexistencia de esos espectáculos en la cartelera del VI Festival de Teatro Latinoamericano de Casa de las Américas permitió, ante los delegados cubanos y extranjeros, percibir la fuerza de esas líneas, aunque fue el montaje de Vicente Revuelta sobre el texto de Pepe Triana el que logró el Gallo de La Habana, máximo lauro de la cita, donde Unos hombres y otros y el Don Juan Tenorio del Teatro Nacional de Guiñol obtuvieron menciones.

Uno de los graves problemas de nuestros investigadores, historiadores y ensayistas consiste en la posibilidad, no siempre sencilla, de conectar acontecimientos y presagios. La rapidez de la vida cubana, y nuestra providencial falta de atención a ciertos detalles, pudieron haber servido de alerta a los autores que recibieron ese rechazo oficial. Entre el 14 y el 20 de diciembre de 1967, se había efectuado el I Seminario de Teatro, y lo discutido en sus comisiones y plenarias no era exactamente tranquilizador, sino una clara señal de lo que se iba a imponer sobre el teatro y el resto de las artes en el país. El clima del evento fue tenso. Pepe Triana, junto al equipo de La noche de los asesinos, tuvo que regresar a Cuba desde la exitosa gira europea del espectáculo por orden de Haydée Santamaría, para estar presente en dicho Seminario, cuyo trabajo se subdividió en cuatro comisiones: Función Social del Teatro, Teatro y Cultura Nacional, Papel del Teatro Profesional y Situación Actual del Teatro. Al subir al escenario del Teatro Mella para leer la ponencia de su comisión, Pepe Triana fue interrumpido por los gritos de Lillian Llerena, obligándolo a callar por considerar que sus planteamientos traspasaban “los límites del diversionismo ideológico”[14]. La directora de Unos hombres y otros, según lo que relató en varias entrevistas el autor de La noche de los asesinos, ya había decidido de qué lado del asunto se posicionaba. El Seminario, uno de los eventos concebidos como antesala del Congreso Cultural de La Habana, es un instante poco recordado pero de consecuencias amargas para la escena nacional. “De repente nos atascamos todos: no hay más que recordar el Seminario de teatro y danza de 1967. Después vino el diluvio, que como en la obra de Quintero, nos mojó a todos”. Eso dijo Rine Leal al periodista Wilfredo Cancio Isla, en una útil entrevista publicada en 1989 por Revolución y Cultura[15].

El Seminario adelantó un camino que inevitablemente se iba acercando al I Congreso Nacional de Educación y Cultura. En su Declaración Final, además de denunciar al imperialismo y saludar la lucha del pueblo vietnamita, se definía que: “El teatro no es una ideología, pero sí instrumento de una ideología. El teatro es hoy parte de la realidad misma, es centro de gravedad (…) El teatro es ahora, una forma dialéctica y viva de comunicación, que trata de establecer la responsabilidad histórica del individuo dentro de la sociedad”[16]. Para esas fechas, los polos opuestos eran más que evidentes: había una zona del teatro cubano encaminada a la línea experimental de La noche de los asesinos y otra que se aferraba a una expresión menos rebuscada y menos “elitista”. La constante visita a Cuba de artistas, periodistas e intelectuales extranjeros había acercado a nuestras costas mayor información acerca de la vanguardia, de las nuevas tendencias como el happening, performances, los atrevimientos y desacatos de hippies y otras comunidades, que quienes dictaban la política no solo cultural en la Isla contemplaban con terror: de ahí las redadas, la existencia de las Unidades Militares de Ayuda a la Población, la expulsión de universidades y centros educacionales de aquellos desafectos que por su desvío político o de naturaleza sexual, quedaban fuera del Gran Diseño, orientado a la fundación de un mundo donde imperaría el Hombre Nuevo imaginado por Ernesto Guevara. El teatro, entendido como un medio de influencia perniciosa, debía ser saneado, como habían sugerido Samuel Feijóo en las páginas del periódico El Mundo[17] y Luis Pavón desde Verde Olivo, bajo la delgada máscara de su seudónimo: Leopoldo Ávila[18].

©Luis Pavón presidiendo una reunión del CNC bajo el lema ‘La cultura en Cuba es una actividad’, años 70s.

El recelo también estuvo dirigido a obras que trataran asuntos raciales irresueltos o se interesaran en el mundo de las religiones y los sistemas mágico religiosos. Roberto Blanco, tras estrenar con el Taller Dramático en 1967 María Antonia, sobre texto de Eugenio Hernández Espinosa, tuvo que enfrentar el rechazo que Lisandro Otero, desde el CNC, mostró ante el espectáculo, que luego Blanco retoma desde su propio grupo, el Teatro de Ensayo Ocuje. La presencia de varios directores invitados a Cuba desde países socialistas, o cubanos que como el propio Roberto Blanco había pasado parte de un aprendizaje en el Berliner Ensemble, no estaba aportando los espectáculos afirmativos y de firmeza ideológica que esperaba el CNC. “El Seminario de Teatro abre cauces a inquietudes latentes, posibilita a los teatristas recapitular sobre su trabajo y líneas de creación, y permite la clarificación de ideas que conllevan a una constructiva ruptura”, escribe en 1983 Rosa Ileana Boudet, desde una imagen que pareciera rebajar lo que emanó de aquel cónclave. Rine Leal, que luego se iría a escribir su historia del teatro cubano, La selva oscura, mientras el panorama se hacía más turbio, rememoraba aquel momento de enfrentamientos no solo estéticos ni escénicos, desde una ambivalencia que recriminaba a varios creadores ser víctimas de lo que llama “mimetismo cultural”, recalcando en un comentario al texto de Boudet que:

“La presencia del absurdo, de la crueldad, los happenings, los juegos de actores, los rituales y ceremoniales, desideologizan nuestra escena y la exponen como un mecanismo cerrado que opera en una campana al vacío. (…) Solo lo que imitaba, lo que reproducía miméticamente, era aceptado como experimentación”[19].

En 1968, Antón Arrufat gana el premio José Antonio Ramos de Teatro con Los siete contra Tebas, en el concurso literario de la UNEAC que también distinguió al poemario Fuera del juego, de Heberto Padilla. Ambos autores fueron condenados en la lamentable nota introductoria que se añadió a sus ediciones por presentar obras lastradas por el diversionismo ideológico, y fueron blanco de los ataques de ese fantasma llamado Leopoldo Ávila. “¿A quién o a quiénes sirven estos libros? ¿Sirven a nuestra Revolución, calumniada en esa forma, herida a traición por tales medios?”, se lee en esa nota firmada por el Comité Director de la UNEAC, donde también se responde categóricamente: “Evidentemente, no”. Y es que, sin dudas, como se insiste en esos párrafos: “En definitiva, se trata de una batalla ideológica, un enfrentamiento político en medio de una revolución en marcha, a la que nadie podrá detener”[20].

También en ese año complejo que fue 1968, Virgilio Piñera gana el premio Casa de las Américas con Dos viejos pánicos, una obra imaginada justamente sobre esos elementos que Rine Leal tildaba de miméticos, y que demoraría hasta 1990 su estreno en Cuba. Y de Teatro Estudio se desgajan dos núcleos que optan por esas estéticas supuestamente antagónicas: varios actores se separan del núcleo para crear el Grupo Los Doce, que ahondará en las claves del teatro pobre proclamado por el polaco Jerzy Grotowsky; y otro se irá a Las Villas para fundar el Teatro Escambray, en pos de un nuevo público, seguros de que esa era la opción más atinada ante lo que la Revolución y su circunstancia exigían a los teatristas. Los Doce, bajo la dirección de Vicente Revuelta, apenas estrenó un espectáculo en 1970: Peer Gynt, antes de disolverse. El Teatro Escambray tendría una larga trayectoria, durante la cual llegó a convertirse, efectivamente, en la imagen más comprometida y celebrada por muchos de los comisarios culturales de su tiempo.

©Cartel de ‘Los juegos santos’, de Pepe Santos.

Los tan preocupantes happenings y performances, sin embargo, aún pervivieron algo más en la cartelera cubana. Guido González del Valle estrenó, desde el grupo La Rueda, sus Juegos para actores, en el Museo de Artes Decorativas; Pepe Santos presentó Los juegos santos; Virgilio Piñera escribió El encarne, expresamente para el Teatro Musical de La Habana. El estreno de Los Doce tuvo devotos y enemigos acérrimos: la situación se iba caldeando. René Ariza dirige La vuelta a la manzana en Teatro Estudio y luego Berta Martínez propone Bernarda, una revisión experimental a partir del texto de Lorca, con la misma compañía y con la cual José Milián anuncia La toma de La Habana por los ingleses, mientras que el TNG se arriesga con Yo, o Vladimiro Maiakovski. Ninguna de esas puestas se afiliaba a la voluntad partidista del CNC y todas resultaron polémicas, es a ellas y otras de grupos radicados en provincias que se debe ese desasosiego que culmina con los mandatos y la parametración que campean a partir de 1971, cuando tras el infausto Congreso que concluye con el discurso de Fidel Castro, Luis Pavón emerge como nuevo presidente del CNC y nombra a Armando Quesada como director nacional de Teatro. Lo jodido empezaba ahora.

6.

Para el momento en el cual los actores y las actrices del Teatro de Ensayo Ocuje daban vida a los textos martianos en De los días de la guerra, otra batalla estaba ya comenzando para borrar esas y  otras visiones del teatro cubano. A fines de octubre de 1971 la Central de Trabajadores de Cuba y el CNC organizaron un Seminario cuyo objetivo central era promover la cultura de masas, y en los reportajes que dan fe de ese encuentro celebrado en el reparto Siboney, están ya claros quiénes serán los ejecutores de esa voluntad, así fuera mediante una purga que Luis Pavón Tamayo, a la cabeza del Consejo y su flamante director nacional de Teatro, Armando Quesada, no dudaron en poner en marcha. Recuérdese la cercanía de las sesiones del Congreso Nacional de Educación y Cultura con la prisión en Villa Marista y la autocrítica de Heberto Padilla en la UNEAC. Todo era parte de una misma operación de saneamiento, de profilaxis, la misma que había reclamado en 1965 Samuel Feijóo. Numerosos creadores pasaron a un largo index, perdieron sus puestos como líderes de grupos teatrales o danzarios, se les impidió dirigir o dar clases para evitar que contaminaran con sus ideas y hasta con su presencia a las nuevas generaciones de artistas, y sus nombres fueron borrados de libros, bibliotecas y estudios. La parametración era esa maniobra que, como cura de caballo, limpiaba el camino no solo de esas personalidades perniciosas, sino que abría la senda definitivamente a un teatro donde la moral revolucionaria fuera también una cirugía del cuerpo y el alma de la cultura nacional, como se desprendía del discurso de clausura del infausto Congreso, pronunciado en el cine Yara por Fidel Castro, el 30 de abril de 1971.

©Cartel de ‘Los amaneceres son aquí apacibles’, Teatro Político Bertolt Brecht.

Quien quiera tener una idea bastante precisa de la línea que se impuso al teatro cubano a partir de entonces puede acudir a Teatro: en busca de una expresión socialista, el breve cuaderno que recoge críticas y artículos de Magaly Muguercia, publicado por Letras Cubanas en 1981, aunque hay otros títulos también útiles en ese período. Muguercia, que fue parte del equipo de creación del último espectáculo de Ocuje, no solo abrazó los dictados de la nueva época sino que además se alzó como la voz crítica que reclamaba más partidismo, más ideología y un compromiso a prueba de balas con esa escena cubana que se pobló de consignas y banderas rojas, a partir de la creación del Teatro Político Bertolt Brecht, grupo al que además estuvo muy ligada. Es este colectivo, al que fueron a refugiarse algunos de los que habían sido parte de Ocuje y otros colectivos caídos en desgracia para demostrar su limpieza revolucionaria, el que por fin consigue la primera coproducción cubano-soviética para adultos, nada más y nada menos que Los amaneceres son aquí apacibles.

Con ese montaje arranca otra oleada en el teatro cubano: mientras en el Escambray se representan obras de Albio Paz, Gilda Hernández y otros autores que intentan crear un lenguaje a partir de las investigaciones en las problemáticas del campesinado, el Teatro Político importa textos soviéticos y pone a nuestros intérpretes en la piel de esos personajes directamente ligados a la dramaturgia del realismo socialista. Una dramaturgia en la cual el conflicto nunca es tal, porque se anula (del mismo modo en que Piñera lo había avizorado en “Los siervos”, la obra que prefirió no recoger en su Teatro Completo editado en 1961)[21], y el Partido y otras entidades aparecen como un coro que debe resolver, desde sus preceptos, qué hacer con el protagonista si éste ha cometido algún error. El Partido, la Unión o Central de Trabajadores, los representantes de las Juventudes Socialistas o Comunistas, entiéndase: un nuevo modelo de deus ex machina. Se impone una galería donde también aparecen agentes de la contrainteligencia, que se añaden a los soldados y milicianos como nuevos héroes, mediante diálogos de una pobreza que solo la ideología y sus reclamos de fidelidad podían hacer creíbles. El Político, fundado en 1972, ya aspiraba a una producción conjunta pero hubo que esperar a 1975 cuando se estrena Los amaneceres, en montaje de Evgueni Radomilenski. A este siguieron otros títulos, como La tragedia optimista (montada en tiempo récord en saludo al Primer Congreso del PCC), El premio y El Carillón del Kremlin, que presentó a Mario Balmaseda como Vladimir Ilich Lenin. La sovietización que marcó desde inicios de la década a la vida cubana también inundó nuestros escenarios, llevando a otros grupos a imitar estas colaboraciones, de ahí que Teatro Estudio invitara al alemán entre 1974 y 1975 Ulf Keyn para sus montajes de Galileo Galilei –codirigida con Vicente Revuelta– y La madre, y al ruso Yuri Lubimov en 1976 para que escenificar aquí Los diez días que estremecieron al mundo.

©’El Carillón del Kremlin’, Teatro Político Bertolt Brecht.

En 1973, un artículo de Freddy Artiles proponía una conceptualización del héroe en el teatro socialista que demuestra de qué manera se habían filtrado ecos de las propuestas de Zhdanov en nuestra escena: “¿Contra qué lucha el héroe revolucionario? ¿Cuál es el conflicto en el teatro socialista?, la respuesta es sencilla; el héroe revolucionario luchará contra todo aquello que se oponga al avance del socialismo, lo que equivale a decir: contra todo lo que frene el progreso de la humanidad y la realización plena del hombre”. Bajo esa concepción se rediseña la dramaturgia del momento, y Artiles es firme al respecto, según los nuevos lineamientos políticos: “En los momentos actuales, después de los acuerdos del Congreso de Educación y Cultura, el movimiento teatral cubano ha tomado un nuevo rumbo”[22]. Ese rumbo también confirmaba lo que un tiempo después Mirta Aguirre afirmaría, como prueba de que el realismo socialista, desde la “posición cubana” que ella proponía, no necesitaba de ciertas máscaras para hacerse sentir: “El realismo socialista está tan comprometido con el anticapitalismo que no ha vacilado en cobijarse bajo el nombre de la sociedad del futuro (…): el mundo de mañana, que Cuba ha contribuido a insertar en América cuando nadie esperaba que una isla tan pequeña pudiera hacer una cosa tan grande”[23].

En el breve y contundente libro de Muguercia todo esto es comentado con mano de comisaria de línea dura: no solo se denuncian las flaquezas artísticas de las puestas y sus intérpretes, sino que además se les reprocha no ser lo suficientemente portadoras del compromiso y el sacrificio que se exigía desde el Partido. Va de: “¿No puede el actor, maduro técnicamente, sobrepasar su temperamento personal? Hay que vibrar, hay que arder en la creación para alcanzar las zonas del rotundo logro artístico”, a frases como esta: “En una digna muestra de teatro socialista y una experiencia fértil para la tarea central que en la actualidad acomete nuestro movimiento teatral: hacer un teatro que nos afirme en una convicción: somos obreros, y por lo tanto creadores y constructores”. A Héctor Quintero se le reprochan las flaquezas ideológicas de su comedia Si llueve te mojas como los demás. Fue Muguercia la promotora de “un teatro de la colectividad, para la colectividad”, y en ese arco aparecen obras que se impusieron también en los repertorios de los grupos de aficionados, y que fueron, representadas en su época hasta el hartazgo: El hijo de Arturo Estévez (Raúl González García), En Chiva Muerta no hay bandidos (Reinaldo Hernández Savio), Aquí del G-2 soy yo y Ernesto (Gerardo Fernández), Adriana en dos tiempos (Freddy Artiles), Llévame a la pelota (Ignacio Gutiérrez),  Girón-historia verdadera de la Brigada 2506 (Raúl Macías, Premio Casa de 1971).

Son esos autores (hoy apenas recordados) los que desplazan a Piñera, Felipe, Ferrer, Parrado, Ariza, Estorino, Arrufat, Triana, Hernández Espinosa, Milián, etcétera, como si esos nuevos dramaturgos se enlazaran a Paco Alfonso, viejo caballo de batalla del realismo socialista en nuestro teatro, de quien el Grupo de Teatro Político Bertolt Brecht, por supuesto, retoma Cañaveral, en montaje de René de la Cruz. La creación de ese grupo fue una respuesta directa a las demandas del CNC y al Congreso de 1971, celebrado el mismo año en que aparece la novela La última mujer y el próximo combate, de Manuel Cofiño, acaso el más notable ejemplo del realismo socialista en nuestras letras. En las notas al programa de Los días de la comuna, puesta brechtiana con la cual se funda el Político, se afirma que ese montaje “constituye, en fin, una respuesta cabal de nuestro teatro profesional a las conclusiones del 1er. Congreso de Educación y Cultura. Pues trabajamos por una genuina cultura de masas, por un quehacer teatral que contribuya de manera eficaz a robustecer las bases de nuestra cultura socialista”.

A la desaparición de todo un catálogo de autores cubanos y extranjeros que repentinamente ya no eran representables (Ionesco, Beckett, Camus, Sartre, Tennessee Williams… habían caído en la misma lista en la que Carlos Rafael Rodríguez quiso incluir a Eliot y a Gertrude Stein), hubo que apelar a otras fórmulas dramatúrgicas para cubrir las carteleras, y es así que aparece en la escena cubana ese raro fenómeno que fueron los recitales. En principio, parecen derivaciones de los collages y los textos experimentales de algunos espectáculos de los 60, como aquellos “libretos visuales” que Roberto Blanco imaginó y del cual es ejemplo loable De los días de la guerra. Pero estas derivaciones, los recitales, operaron como una maniobra que al tiempo que permitía a los grupos establecidos seguir en escena, los confirmaba en términos políticos. Inspirados en las guerras de independencia, en la lucha de las tropas vietnamitas, en la poesía de la España republicana, etcétera, los recitales eran lecciones declamadas, algunas más afortunadas que otras, que llenaron la programación durante varios años. En Teatro Estudio, donde previamente se habían presentado happenings, puestas experimentales y recitales, este tipo de propuesta, ya con un fuerte acento ideológico, se hizo más visible a partir de 1972, en pleno apogeo de la parametración, cuando los integrantes de los elencos recibían los temidos telegramas que los citaban a la entrevista donde se les informaba que no cumplían con lo aprobado por el CNC tras el dichoso congreso. Entre ese año y 1976, una decena de recitales integra el repertorio del más importante grupo cubano. Caminando y cantando, Tiene la palabra el camarada Máuser, Cantar de cantares, Se hace camino al andar, Más temprano que tarde, Mientras Santiago ardía… fueron algunos de esos espectáculos, hoy apenas recordados y cuyos autores tampoco incluyen en sus recopilaciones de libretos.

Lo curioso es que en el elenco de esas propuestas, entre esos actores y actrices vestidos con vestuarios generalmente neutros, porque lo importante era el mensaje a comunicar y no la espectacularidad del montaje, Raquel Revuelta incorporaba, en franco desafío a los dogmas del CNC a varios de los parametrados. Lo hizo también con actores de la televisión, que habían caído en desgracia, como una manera de mantenerlos trabajando en escena y de demostrar a los funcionarios que esos artistas no eran los contrarrevolucionarios ni los desencantados que algunos rumores aseguraban en las altas esferas. En 1975, con el estreno de Hagamos la canción, concebido por Marta Valdés y Raquel Revuelta, aquella cascada de recitales parece cesar. Al menos en Teatro Estudio, porque en otros grupos (Teatro Popular Latinoamericano, Cubana de Acero…) también se asimiló esta suerte de coro hablado y afirmador de poemas y consignas, no solo en la capital sino en otras provincias. En Santiago de Cuba, el Conjunto Dramático de Oriente pasó por esas prácticas, pero supo hallar en las tradiciones populares un elemento festivo que, mediante el rescate del “teatro de relaciones” les concedió una libertad creativa que explotaron al máximo, con propuestas como De cómo Santiago Apóstol puso los pies en la tierra, hasta que esa vertiente se agotó y regresaron a las salas que habían dejado para encontrar al público en las calles. El Teatro Escambray organizó su repertorio con títulos como La vitrina, El juicio, El paraíso recobrado, hasta que a mediados de la década del 70 encuentra en Roberto Orihuela al autor que dominará su siguiente fase, con obras como Ramona, La emboscada y Los novios, ya en la década del 80, y además gira por varios países, como Angola y Canadá.

También comenzarán a estrenarse obras escritas por encargo de entidades políticas, como panfletos que denunciarán actitudes y rezagos que no debían tolerarse. Las fábricas, la temática obrera, la comunidad, el teatro de participación popular, el CDR,  el reforzamiento de los grupos de aficionados, son nuevos escenarios y de ahí proviene toda una galería de personajes, como demuestran las obras ganadoras del Premio José Antonio Ramos de la UNEAC en 1975 y 1978: Memoria de un proyecto, de Maité Vera y A nivel de cuadra, de Gerardo Fernández (1978), junto al repertorio de grupos como Cubana de Acero. No mejor suerte corrió el teatro para niños y de títeres. En el decenio de los 70 se impulsa una serie de concursos que procuran distinguir obras que guíen a la infancia en la línea ideológica del momento. Despojados los hermanos Camejo y Pepe Carril de la dirección del TNG, parametrados muchos de los actores que allí se forjaron, el grupo se funde con otro, el Teatro de Muñecos de La Habana. Se pierden las hermosas figuras creadas por Pepe Camejo, se destierran hadas y orishas de ese escenario, y se opta por montajes que, tal y como sucedió en los demás grupos de su tipo, se poblaron de niños y animales ansiosos de demostrar su amor al trabajo y la patria. No en balde, en 1974 Blas Roca definió en una conferencia los valores que debían ser inculcados a la infancia: el sentido colectivista de nuestra moral, la nueva actitud ante el trabajo, la actitud ante el estudio, el sentido patriótico y el espíritu internacionalista. Es ello lo que domina en títulos emblemáticos de la época como El conejito descontento (Artiles), El día que se robaron la bandera (Jorge García), El pequeño jugador de pelota, El pequeño buscador de nidos  y El pequeño recogedor de caracoles (trilogía de Francisco Garzón Céspedes), Canción de futuro (Jorge Martínez), Juanito en el país de los bambúes (Mónica Sorín), o A las armas, valientes, de Roberto Orihuela, quien escribió todo un libro acerca del Frente Infantil del Teatro Escambray, que extendía al público de esa edad los principales intereses de dicho colectivo. Es una suerte que la misma idea no haya prendido en el Político Bertolt Brecht.

©Cartel de ‘El conejito descontento’, Teatro Nacional de Guiñol.

Cuando, en 1975, la directora general del Teatro Nacional de Guiñol, Karla Barro, escribe para la revista Conjunto un artículo titulado “Los niños y la aventura del teatro”, y repasa en sus párrafos el trabajo de ese núcleo, no solo evita mencionar a los fundadores del grupo y la importancia de lo que impulsaron en todo el país, sino que prefiere enfatizar el sentido didáctico y doctrinario de lo que se impuso a partir de la Declaración del Congreso, ese documento donde se inscribe la divisa: “El arte es un arma de la Revolución”. Escribe Karla Barro, flamante líder del colectivo donde también se pusieron de moda las coproducciones con directores soviéticos, polacos, etcétera: “Nosotros, desde nuestro punto de vista, consideramos que el principio número uno de nuestro teatro para jóvenes espectadores, ha de ser la conquista por el pleno desarrollo de un teatro cubano pedagógico (…), de acuerdo a nuestra concepción socialista sobre el desarrollo armónico del hombre”[24]. Y en otro número de la misma revista, al elogiar El pequeño recogedor de caracoles, Mercedes Santos Moray nos hace saber que el protagonista de la obra recibe su nombre en homenaje al general Raúl Castro Ruz, y que el mayor acierto de la pieza consiste en “llevar, al tema de la lucha contra bandidos, como protagonista a un niño, a un niño cubano que demuestra a sus hermanos de América, y de cualquier pueblo del mundo que combata por su liberación, que los niños y los jóvenes tienen también su responsabilidad en la batalla de los pueblos”[25].

En la danza también hubo ejemplos de lo mismo, tras la salida abrupta que le costó a Ramiro Guerra su Decálogo del Apocalipsis, censurado en 1971 antes del estreno, y cargado de atrevimientos que le despojaron de su puesto en el Conjunto de Danza Moderna que había fundado. En el teatro musical no faltan ejemplos de esas intenciones, pensemos en Las Yaguas, de Maité Vera, estrenada en 1964 por el grupo Rita Montaner, aunque el género, por su fama de frívolo, no fue nunca del completo gusto de los comisarios culturales. Alicia Alonso se reinventó como guerrillera bailando La Avanzada, una de las coreografías insignia del realismo socialista, en teatros, estadios y plazas, y hasta en una tarima frente a la Base Naval de Guantánamo[26]. Pero su prestigio político le salvó de tener que repetir esos pasos en demasía. Ella, como Raquel Revuelta, Alfredo Guevara y Haydée Santamaría pudieron proteger a algunos de sus amigos, una suerte de la que no todos podían presumir.

Para mediados de la década ya el aire se había vuelto irrespirable, y muchos retomaron aliento cuando se anunció tras el I Congreso del PCC celebrado en diciembre de 1975 la creación del Ministerio de Cultura, con la figura de Armando Hart a la cabeza, que entra en funciones al siguiente año. No en balde una de las primeras reuniones del nuevo ministro ocurrió como un encuentro con artistas del gremio teatral, donde Hart habla de las tareas inmediatas y futuras del Ministerio, pero no dice una palabra de los errores del CNC: borrón y cuenta nueva[27]. Fue el inicio de un lento proceso de recuperación, rehabilitación y reestructuración de la política cultural, que trató de aquietar las aguas turbias y de restañar heridas, aunque para figuras como Lezama y Piñera ese procedimiento sería ya tardío o nunca los reclamaram antes de sus muertes. La Dirección de Teatro y Danza del Ministerio dio inicio a una serie de conversaciones, retornos y aperturas que gradualmente encaminaron el paisaje hacia una imagen menos dogmática. Y es así que en 1977, sobre el escenario de la sala Hubert de Blanck, Teatro Estudio presentó Hazaña que cantar, montaje de Roberto Blanco que retomaba el hilo roto de su vida como director, nuevamente sobre los textos del Diario de campaña martiano, como una variación y puesta al día de la estructura que Ocuje había ofrecido, antes de desaparecer, con aquel título: De los días de la guerra. Para muchos de los que habían sido lastimados el retorno quiso ser, en efecto, un salto sobre esos años de silencio y censura. Para otros, incluso para algunos que lo intentaron, ese gesto ya no fue del todo posible.

7.

La historia del teatro cubano ha sido, como apuntó alguna vez Carlos Celdrán, una secuencia de rupturas, de sacudidas en las que no pocas veces el poder ha querido imponer ciertos lenguajes y estéticas, y a veces, también, un rejuego de intereses y tendencias que los propios creadores han desatado sin medir del todo sus posibles consecuencias[28]. Esas secuelas dañaron a muchos, que se vieron obligados a convivir con los colegas que los habían denunciado, o que les acusaron con la esperanza de ganar un protagonismo que nunca obtendrían si no desaparecían esas figuras de mayor talento. Cuando se mira hoy al teatro de los 70 y los 80, asombra ver cómo se disolvieron o pulverizaron obras, dramaturgos, colectivos, que por un determinado momento parecieron haber triunfado sobre aquellos a los que se negaba. Lo mismo puede decirse de todas las áreas afectadas por esos errores en la vida cubana de ese periodo. Los teatristas de la Isla no tuvieron que enfrentarse a los ataques que Juan Marinello lanzó contra los pintores abstractos, pero sí tuvieron que resistir embates de otras voces, que mirando hacia el teatro de modo oblicuo, hicieron caer sobre esos tablados impugnaciones y parámetros que a veces, más allá del poder político y la moral que desde ahí les asistía, no pueden explicarse si no se entiende cómo desde esas estrategias también hubo mucho de venganza personal, de mediocridad empoderada, al frente de la cual estaba Armando Quesada, ese actor de mínimos dones, al que bautizaron como “la quesada infiel” o Torquesada.

El Festival de Teatro de La Habana de 1980 fue la expresión más elocuente de ese proyecto de sanación y restauración de la escena nacional. En su acta de premiación coexisten creadores que retornaban de la parametración y otros bien respaldados y que habían sido fieles al diseño político-cultural posterior a 1971, amén de algunos de los primeros adalides de lo que se daría en llamar “teatro nuevo”. El gran suceso de público del evento fue Andoba, la pieza de Abrahan Rodríguez que presentó el Teatro Político Bertolt Brecht como una fotografía de la marginalidad aún presente en el escenario de la Revolución, obra que desató todo un fenómeno: el andobismo. Rine Leal, en su Breve historia del teatro cubano, esboza un repaso que amplía lo que había logrado en su proyecto de La selva oscura, pero que deviene estampa apresurada, en la que se eluden muchos de estos conflictos ideológicos irresueltos y donde aún afirma, recordando al autor de Cañaveral: “Paco se mantiene aún en plena actividad literaria e investigativa. (…) La suya es una escena vigorosa, realista, desprendida de elegancias artísticas, de impactante dramatismo, cuya intención social se advierte desde los primeros momentos”[29]. Tras la muerte de Piñera en 1979, no será hasta 1981 que con el montaje de Aire frío, en Teatro Estudio, dirigido por Abelardo Estorino, que su sitio indiscutible en la dramaturgia nacional comience a ser restituido verdaderamente. Y ciertamente fueron disminuyendo algunos tonos reprobatorios, pero bajo el acuerdo no escrito de evitar mencionar la parametración, de pasar supuestamente la página sobre recuerdos tan amargos.

©Paco Alfonso / RRSS

Tampoco fue todo tan aparentemente grato: al menos una coproducción con Hungría, La familia Tóth, no llegó a su estreno por considerarse poco apta en términos ideológicos, y una nueva obra de Eugenio Hernández Espinosa, Calixta Comité, fue suspendida tras escasas representaciones. La reconciliación en Cuba es siempre complicada, aunque tengamos mayor tendencia al melodrama que a la tragedia, pero aún está por escribir mucho acerca de cuántas laceraciones, odios y desconfianza perduran, como traumas y fantasmas, entre los que sobrevivieron a tantos embates y hoy, desde La Habana, Miami, Madrid, París, Ciudad de México y tantos otros cardinales, tratan de convivir con esos recuerdos, a veces de tanta teatralidad. La creación del Ministerio de Cultura no expulsó del todo a esos fantasmas: el número que dedica la revista Conjunto al 60 aniversario de la Gran Revolución de Octubre incluye un amplio elogio a Paco Alfonso y una de sus obras, amén de un artículo de Mercedes Santos Moray sobre la pieza de Guelman estrenada por el Político cuyo título lo dice todo: “El premio: una obra de realismo socialista”[30]. Y si los sucesos de la Embajada de Perú dieron pie a obras como El escache, con la que Abrahan Rodríguez cumple un encargo del MININT, no hay que olvidar casos menos sorprendentes de partidismo y entusiasmo como aquel Premio David de Teatro que fue concedido a una obra que abordaba el asunto de los jóvenes enamorados cuyas familias preferían quedarse o abandonar el país, firmada no por un autor sino por el grupo de teatro aficionado del CDR Cheo Briñas, titulada Romeo y Julieta en Luyanó. La obra, según su nota de contracubierta “logra reflejar la actitud revolucionaria de nuestro pueblo trabajador a través de las actividades de los CDR. Además de plantear la firmeza ideológica de nuestra juventud que encarnan los personajes principales…”[31]. El editor del libro fue, nada más y nada menos que José Rodríguez Feo. No me imagino la cara del editor de Orígenes y Ciclón mientras trataba de localizar erratas en semejante libreto.

Cuando desaparece la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, el ideario que imaginó un puente de vidrio entre La Habana y Moscú se desgarró como las piezas del Muro de Berlín. Los grupos que en los años 80 permitieron al teatro cubano resurgir en una segunda década dorada, sintieron ese estremecimiento, y pocos de ellos perduran como células vivas o interesantes. Flora Lauten funda el Teatro Buendía y presenta, en 1986, una versión de Lila, la mariposa, el clásico de Rolando Ferrer, que al tiempo que lo desempolva como imagen en crisis de nuestra juventud, desata una polémica rabiosa en su contra. En 1988, Víctor Varela estrenaba en el apartamento de la coreógrafa Marianela Boán su espectáculo La cuarta pared, que retomaba la senda perdida, aparentemente, de la experimentación que se había coartado a partir de 1971. Sin palabras, únicamente con sonidos guturales, con aquellos intérpretes que al cierre del montaje se desnudaban ante los espectadores, en una variante mucho más intensa que aquellos “finales abiertos” que impuso la dramaturgia socialista ante su incapacidad de ir más allá, La cuarta pared para muchos fue un golpe de novedad inesperada. Para los que habían perdido sus trayectorias por atreverse, en los 60, a subir a escena los happenings, performances y rituales que críticos como Rine Leal y otros habían desechado por demasiado miméticos, eso fue un insulto que desencadenó no pocas discusiones, algunas míticas y muy violentas. Porque los jóvenes que hallaron en La cuarta pared una clave que los representaba no sabían nada de esa historia hundida, de esa noción fragmentada de una vanguardia que las tendencias de un teatro únicamente afirmativo anuló con mando vertical.

Magaly Muguercia, antes de marcharse a Chile y morir allí, cambió sus perspectivas y terminó hablando de teatro antropológico y performance, tan incompatibles con los postulados de aquel libro suyo de 1981. Rine Leal, tras reconocer en La cuarta pared la resurrección de algo que no había muerto en verdad, se fue a Venezuela, donde impulsó una idea de la dramaturgia cubana que incluía un repaso más a fondo de sus verdades, y a los autores del exilio que también habían sido expulsados de nuestros repasos y estudios. Otros críticos de la época han tratado de reorganizar sus ideas, ante lo que la vida puso en escena, más allá de las fervorosas profecías partidistas, desde Cuba o el exilio. En la Isla, los viejos ideólogos del PSP fueron muriendo. Con ellos también sus defensas enconadas de una cultura trazada a golpe de cartabón ideológico. En 1989, al fundarse el Consejo Nacional de las Artes Escénicas, se aspiró desde esa entidad a una reestructuración por proyectos del teatro cubano todo: una utopía que se deshizo cuando cayó el Muro, y empezaron a escasear recursos materiales, y también morales e ideológicos. Cuando Miriam Lezcano, en 1993, estrena Manteca, de Alberto Pedro, entre los apagones y las carencias del Periodo Especial, la escenografía del montaje dejaba ver objetos y piezas del repertorio del ya inexistente Teatro Político Bertolt Brecht, como imágenes de un naufragio que esa obra exponía a maneras de reliquias de un tiempo y una memoria que se iba tornando cada vez más borrosa.

El realismo socialista, que supo disimularse entre discursos, espectáculos y tantas formas de la escena, perdura y aparece aquí y allá de cuando en cuando, en la vida cubana. En los actos políticos, en el empleo de niños y niñas para enunciar consignas de batalla, en la persistencia de la idea que nos representa como una isla sitiada que debe entenderse en términos de una contienda permanente. En el recelo, también, al lado crítico de la creación de nuestros artistas, y en la censura que aunque se hayan roto ciertos muros, está aún al acecho cuando algún colectivo o creador anuncia su próximo estreno. En su amplio estudio Cuba detrás del telón, Matías Montes Huidobro dedicado uno de sus cuatro tomos a esta temática, localizándola incluso donde solo una lectura extrema pueda denunciarla[32]. Esa “vida política de mi patria”, así se llamaba una asignatura que se nos inculcaba cuando yo cursaba aún la primaria, también ha concebido su propio museo de símbolos, su teatro de combate, su performance, como demostró con agudeza Carlos Díaz al estrenar, en el 2013, la pieza Antigonón, un contingente épico, sobre textos de Rogelio Orizondo y otros autores. En el espectáculo, la frontalidad de esos actos políticos, la teatralidad chata y sin tibieza de la tribuna abierta, se convertían en un dispositivo aprovechado por el director de Teatro El Público para discutir esos recursos escénicos, ese Teatro de la Patria, en el que hemos sido, por más de 60 años, actores y personajes, consciente o inconscientemente. Y del cual podría enumerar acá más ejemplos, cosa que seguramente haré en la versión más amplia que espero escribir a partir de este asunto, en cuya investigación tantos nuevos detalles y revelaciones han aparecido.

En Cuba el teatro no tuvo su Octubre teatral, pero no cabe duda de que algunos soñaron con ese tipo de representación monumental, como la presentada en Moscú en 1920. Y aunque Ambrosio Fornet o Guillermo Rodríguez Rivera nieguen que el realismo socialista se haya instalado plenamente entre nosotros (“…el socialismo no oficializa en Cuba una tendencia estética que se haga obligatoria, como ocurre en la URSS con el realismo socialista”, afirma el autor de El libro rojo)[33], coincido con Arturo Arango y otros que aseguran que sí hubo repuntes de tal cosa en nuestro país, y bien lo saben quienes lo padecieron, así fuera en su calurosa versión tropical. Camuflado, de modo indirecto, con menor énfasis, pero defendido por voceros que no dudaron, desde sus espacios de poder, emplearlo como vara de medir. A todo eso sobrevivimos, pero perduran algunos gestos, algunos documentos. Y poco del teatro, que es tan volátil, que parece morir tras cada representación. Y es por ello imprescindible fijar su memoria. Por dolorosa que sea, por contradictoria y ambigua que parezca. Como personajes de sus escenas más hermosas o terribles. Pero dispuestos a recordar su verdad, por encima del silencio o los aplausos.

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Notas.

[1] “Ocuje dice a Martí”, por Fina García-Marruz, revista Bohemia, 17 de marzo de 1972.

[2] Del programa de mano del estreno del espectáculo, 1972.

[3] Ver Teatro, de Paco Alfonso, colección Repertorio Teatral Cubano, Editorial Letras Cubanas, 1981.

[4] Ver En primera persona, de Rine Leal, Instituto del Libro, Colección Teatro y Danza, 1967.

[5] De Mirta Aguirre, en este sentido, habría que mencionar su defensa al realismo socialista en sus programáticos “Apuntes sobre la literatura y el arte”, que he consultado en la antología Pensamiento y política cultural cubano, 3 tomos, Editorial Pueblo y Educación, 1987; y su ensayo “Realismo, realismo socialista y la posición cubana”, recogido en Estudios literarios, editorial Letras Cubanas, 1981.

[6] Ver Un oficio del siglo XX, de Guillermo Cabrera Infante, La Habana: Ediciones R, 1962.

[7] “Los comunistas ante el proceso y las perspectivas de la cultura cubana”, en Letra con filo, recopilación de escritos de Carlos Rafael Rodríguez, La Habana: Ediciones UNIÓN, tres tomos, 1987. La referencia al “canto llano” alude a un poemario así titulado de Cintio Vitier.

[8] Citas tomadas de Breve historia del teatro soviético, de José Hesse, Alianza Editorial, 1971.

[9] Del “Segundo Manifiesto de Teatro Estudio”, tomado del cuaderno Teatro Estudio 45 años, publicado por el Centro Nacional de Investigaciones de las Artes Escénicas, 2003.

[10] Ver “Recuerdo de Virgilio”, artículo de Julio Rodríguez Luis en Revista Hispano Cubana, número 18, 2004.

[11] En Los fundamentos de nuestra educación socialista, de Gaspar Jorge García Galló, SNTEC, 1963.

[12] “El socialismo y el hombre en Cuba”, de Ernesto Guevara, tomado de la antología Pensamiento y política cultural cubano, 3 tomos, Editorial Pueblo y Educación, 1987.

[13] “Las transformaciones culturales de la Revolución Cubana”, por Edith García Buchaca, revista Cuba Socialista, enero de 1964.

[14] Pepe Triana relató la anécdota, entre otros, a Ricardo Salvat, en “Entrevista a José Triana”, de Ricardo Salvat, en TDR / The Drama Review, 51:2 (Summer, 2007), New York University and the Massachusetts Institute of Technology.

[15] “Privilegios de la memoria”, entrevista de Wilfredo Cancio Isla a Rine Leal, en Revolución y Cultura, número 7 de 1989.

[16] Ver “Declaración de principios del I Seminario de Teatro”, revista Conjunto, número. 6, 1968.

[17] “Revolución y vicios”, artículo de Samuel Feijóo publicado en El Mundo, 15 de abril de 1961.

[18] Entre los dramaturgos que tuvieron el dudoso honor de recibir ataques escritos bajo ese seudónimo estuvieron Virgilio Piñera, Pepe Triana, José Milián y René Ariza, cuyo rostro ocupa el último plano de Conducta impropia, el documental que en 1984 reveló numerosos testimonios de víctimas de la parametración y otras maniobras de silencio y censura, dirigido por Néstor Almendros y Orlando Jiménez-Leal.

[19] Ver “La dramaturgia cubana en la literatura cubana”, de Rosa Ileana Boudet, y el comentario a ese texto, de Rine Leal, incluidos en Letras. Cultura en Cuba, tomo 3, Editorial Pueblo y Educación, 1987.

[20] Ver “Declaración de la UNEAC”, en Los siete contra Tebas, Ediciones Unión, 1968. El libro además contiene el voto de los jurados Raquel Revuelta y Juan Larco, en el que suscriben “que nuestras diferencias con la obra premiada son de carácter político-ideológico”.

[21] El Teatro completo de Piñera que organiza y prologa Rine Leal no ve la luz hasta el 2002, por Letras Cubanas. El investigador, fallecido en 1996, excluyó “Los siervos”, aduciendo que Piñera la había rechazado, pero sí incluye “La sorpresa”, aquella endeble pieza de ocasión escrita como con la temática de la Reforma Agraria, aunque Piñera no la recoja, como tampoco a “Los siervos”, en el Teatro Completo que se imprime en 1961.

[22] “Teatro popular: nuevo héroe, nuevo conflicto”, artículo de Freddy Artiles en la revista Conjunto, número 17, 1973.

[23] Citas de “Realismo, realismo socialista y la posición cubana”, recogido en Estudios literarios, editorial Letras Cubanas, 1981. El artículo apareció en Anuario LL, nro. 7-8, correspondiente a 1976-1977, en una versión ampliada luego en Estudios literarios.

[24] “La aventura del teatro”, artículo de Karla Barro en el número 24 de la revista Conjunto, 1975.

[25] “Teatro de esperanza y de combate”, artículo de Mercedes Santos Moray en el número 35 de la revista Conjunto.

[26] La Avanzada, coreografía de Azari Plisetski sobre la original de Barcovski, con música de Alexander Alexandrov, presentada por el Ballet Nacional de Cuba, según se lee en la página web de la compañía, “durante más de cuatro décadas” y “en momentos de movilizaciones y exaltación patriótica.”

[27] Ver “Intervención en la reunión efectuada en la CTC Nacional para tratar acerca de la actividad teatral”, pronunciada en diciembre de 1976, en la selección de discursos Del trabajo cultural, Editorial de Ciencias Sociales, 1978.

[28] “Otra vez hijos de Stanislavski” texto de Carlos Celdrán en la revista La Má Teodora, número 1, 1998.

[29] Ver Breve historia del teatro cubano, Rine Leal. Editorial Letras Cubanas, colección Panorama, 1980.

[30] Ver el número 34 de la revista Conjunto, 1977. La pieza de Paco Alfonso es Ayuda guajira.

[31] Romeo y Julieta en Luyanó, Premio David de Teatro 1982, Ediciones UNIÓN, 1987.

[32] Cuba detrás del telón, estudio en cuatro tomos de Matías Montes Huidobro, sobre el teatro cubano posterior a 1959. El tomo III se dedica a “Creación colectiva y realismo socialista” (1969-1979). Ediciones Universal, 2009.

[33] Ver Decirlo todo, políticas culturales (en la Revolución Cubana), de Guillermo Rodríguez Rivera, Ediciones Ojalá, 2017. Y “Con tantos palos que te dio la vida: Poesía, censura y persistencia”, conferencia de Arturo Arango recogida en el volumen La política cultural del período revolucionario: memoria y reflexión, que recogió en 2008 las primeras intervenciones del ciclo organizado por Desiderio Navarro desde el Centro Teórico-Cultural Criterios. Dicho ciclo se completó con otras tres conferencias tras la aparición de ese libro, y la que finalizó el ciclo fue mi intervención “Las máscaras de la grisura: teatro, silencio y política cultural en la Cuba de los 70”, donde abordo aspectos que en este nuevo texto se repasan y se amplían.